[Una cosa poca. O cuando la caligrafía (el bello grafo) y el garabato (la desarregla mancha) son lo mismo]. Por Fernando van de Wyngard

La mano que mira es un libro que reúne un conjunto de prosas y ensayos del poeta Juan Cristóbal Mac Lean (Cochabamba, Bolivia, 1958). Publicadas originalmente en el suplemento literario del periódico Página siete de La Paz y el libro Cuaderno (2014), más algún texto inédito, este libro editado en conjunto por Marginalia y Libros del Cardo constituye un recorte en “la rica y compleja obra en movimiento” de Mac Lean.
Para Fernando van de Wyngard (Santiago, Chile, 1959), este libro “propone pensar en escrituras que se asumen 'silvestres' como todo lo 'que crece sin cuidado', frente a otras que serían las propias de la literatura 'de cultivo', vale decir, domesticadas o, como también podría inferirse, institucionales”.

Una cosa poca. O cuando la caligrafía (el bello grafo) y el garabato (la desarregla mancha) son lo mismo

Uno

He decidido quedarme en las propias puertas de este libro (no sé si para entrar o para salir, supongo que para ambas cosas). Destaco y cito su propia declaración (en el primer párrafo del Prefacio). Esto se trata de “…apuntes sobre el afuera y la caligrafía o, directamente, la caligrafía de las afueras”.
Y pienso de inmediato en la distinción que en ella insiste en parpadear, aunque queda escrita más adelante (en los “Apuntes sobre el afuera”): “hay literaturas y literaturas”.
La primera ‒“(muchas veces muy buena)”, dice en un paréntesis‒ corresponde a una literatura “doméstica, de corral”, valdría decir, convencional y conservadora, agregaría yo o, digamos: aminorada en su propia definición por todos “nosotros hijos de vecino”; mientras que la otra, que toma riesgos, más bien es exuberante en su propia potencia (nunca en su poder) y en su propia autonomía, y corresponde a la de “todos aquellos que, en los campos de la literatura, [viven, como colgando] en los márgenes de la literatura”, vale decir, de la primera. Esto, pues: “La pasión y el goce reposan en la exclusividad y el respeto del silencio”, como cita Juan Cristóbal de Pascal Quignard.
Adelanto algo a lo que volveré. No me resulta insignificante que Allan Kaprow, el “artista” norteamericano, inicia uno de sus memorables ensayos de este mismo modo:
“El mundo está plagado de artistas artísticos, algunos bastante buenos. Pero no abundan los [artistas] experimentadores [cuyo perfil recién formula y entre los cuales él mismo desea inscribirse, aunque existiría desde siempre]”.

Dos

Juan Cristóbal propone pensar en escrituras que se asumen “silvestres” como todo lo “que crece sin cuidado”, frente a otras que serían las propias de la literatura “de cultivo”, vale decir, domesticadas o, como también podría inferirse, institucionales. Tal vez, habría que pensar en adelante, entonces, una literatura de Caín y otra de Abel… Unas escrituras institucionalizadas, ligadas a lo comunitario y otras que se alejan para estar cercanas “a los espíritus”. Una literatura potente y nómada, frente a otra sedentaria y muchas veces vaciada de su potencia, o que la ha domado o que ha renunciado a la misma –y, por ello, por resentimiento, que tal vez se hace criminal–.
Al asesinar Caín a su hermano Abel, sin embargo, lo único que logró fue tener que llevarlo para siempre dentro de sí, y me imagino que esto es la infinita dificultad de que podamos distinguir claramente unas escrituras de las otras pues ya no hay dos sujetos escribientes posibles, sino uno solo, el atormentado Caín, que a ratos escribe como Caín y a ratos como Abel.

Tres

Ese ínfimo reclamo e ínfima proposición respecto a la distinción entre “literaturas y literaturas”, me tuvo pensando largamente desde la publicación de su libro Cuaderno (La Paz: Plural Editores, 2014). Últimamente, las he puesto en lazos con otras, que me han saltado al camino (pues siempre se trata de caminos), todas queriendo instalar la posible, la necesaria y la urgente apertura anidada en la misma cerrazón de lo que ocultamos al hacer uso de un solo nombre, un solo término, un solo concepto (aquí, literatura) que, como todas las puertas, sirven tanto para entrar como para salir, dado que resultaría fatua una tentativa de hacer proliferar las puertas mismas (cada una con distintas bisagras, distintos pestillos, distintas instrucciones y distintas promesas).

Cuatro

No me estoy “haciendo a un lado” respecto de aquello en lo que he sugerido ingresar (para salir, por supuesto); a saber: la caligrafía y el afuera. Pero sí la estoy “ladeando”.
Si andar es estar de paso y viajar corresponde al ser de quien está de paso, me he convencido del carácter viajante, no solo de Juan Cristóbal, sino de su misma obra y de sus muchos y variados asuntos. Obra pasajera en este sentido, provisoria y lanzada irremediablemente a un perpetuo movimiento. Movimiento inestable y discontinuo… de proliferación. De despliegue, de deriva. Deriva del viaje que se va escribiendo y también deriva de la escritura de este viaje de cuadernos.
La leo y la escucho como lo que está deviniendo, y solo por ello permanece, en el recorrido, como si fuera en casa. Y su estar como en casa lo leo y lo escucho como lo que está siempre de camino (usando la bella expresión del siempre oscuro Heidegger).
No puedo sustraerme a la insistencia evocativa del carácter hermosamente fatal que a uno lo puede poner en el movimiento de un andar semejante, como si este carácter imprevisto y súbito, ínfimo y decisivo, fuese la rendija y la puerta al don, abierta sobre la morada originaria, que uno ha perdido y que no puede parar de intentar reencontrar. Un asumir el fuera de sitio que busca reparar y reconciliarse con su situación perdida, y que no puede volver a ser hallada sino en la fuga respeto a la cruel detención del aquí. Y se echa, por tanto, a los caminos… “La historia comienza al ras del suelo, con los pasos. (…) Las variedades de pasos son hechuras de espacios. Tejen los lugares” (M. De Certeau).

Quinto

Pero no es un tejer, o un caligrafiar, inocuo (el viaje), pues es también en los caminos donde ‒como algo nada menor‒ se ha podido ver “todo y de lo peor”. Y por ello Juan Cristóbal puede escribir: “…tal vez atienda a esa vieja herida trashumante y le dé otra cabida, reconciliada, al trazo de lo irreparable”.
Por su parte, se puede agregar: “En la base del viaje hay a menudo un deseo de mutación existencial. Viajar es la expiación de una culpa, una iniciación, un acrecentamiento cultural, una experiencia” (Erich J. Leed).
En el andar trashumante realmente podemos ver cierto género de cosas parpadeantes (o fulgurantes) y podemos acceder a la presencia de cierto género de fenómenos inestables ‒“campos, singularidades, vibraciones, desprendidas de cualquier representación o ajustes con ningún sentido”‒ que solo son aprehensibles mientras andamos por los caminos. Cosas que solo allí existen, que solo allí son concebibles (para bien o para mal, junto a la aventura o la desventura), porque solo allí son. En el intervalo, en el intersticio, en el entretiempo. En la vacilación, y la firme respuesta del arrojo que lo enfrenta atravesándolo.

Sexto

Por lo mismo, estos “espacios de afuera” ‒o “espacios de las afueras”‒ son tan fuertemente invocados en las escrituras de Juan Cristóbal pues, ciertamente, se pueden volver pasadizos (o “escapadas”, dice él) hacia lo sagrado (que no hacia lo religioso). Pueden tornarse repentinamente en aperturas en donde sea posible –nuevamente en sus palabras– que “llegue al fin la noche verdadera, reine entera la clara oscuridad más cierta”. O, también, donde “de verdad se atisba al Dios vivo”. En el camino, dice, no en la ciudad. O en lo de camino que también tiene una ciudad, podría decir.
A falta de idilio posible (o de épicas, al estilo de Jack Kerouac) acerca de la completitud de ese afuera, que tampoco hay, cabría rebobinar el pensamiento deleuziano al que cita no en pocas ocasiones, para salvar la intención. Deleuze le añadiría un pequeño problema a esta aparente simplicidad (a la que muchos se entregan rápidamente).
Este afuera sería “infinitamente más lejano que cualquier mundo exterior”, y en cualquier caso coexiste siempre con un adentro que, a su vez, es “más profundo que cualquier mundo interior”. En otras palabras: se trata de contar con un “afuera no exterior” y un “adentro no interior” que se espejean y luchan mutuamente, y ambos (tal vez aquí, ojo y mano serían), por tanto, las dos caras reversibles de un mismo pliegue, el que atraviesa el pensamiento. O algo así. Porque de pliegues consiste la revelación más potente de Deleuze: “Un pliegue atraviesa lo viviente”.
El tipo de obras a la que pertenece la de Juan Cristóbal, en nada facilitan la superficie continua del discurso literario y se le resisten plegándose hacia otra parte, generando, por así decirlo, nuevos interiores. Pero Caín y Abel no pertenecen a dos mundos distintos, a dos territorios donde uno comienza donde acaba el otro, sino que son las dos caras del mismo, las dos superficies que se disputan entre sí. Porque Abel brota, cuando puede, en el tormento –el mejor tormento‒ de Caín, una vez más.
La rica y compleja obra en movimiento de Juan Cristóbal se me ha hecho siempre un lugar de sospecha que le agradezco poder pensar desde que la conozco: ¿no será posible que, ya que no haya un exterior hacia el cual salir (como un completo afuera), y que tengamos que encontrar la fuga en el adentro, tal vez en los paréntesis (fisuras) que hacemos en el apretado texto del mundo? ¿No será posible comprender eso silvestre que buscamos como algo propio de los intersticios y no como el descampado? Lo propongo al final para recién comenzar a leer de otra manera, tal vez menos épica, pero más potente, lo sagrado que, me parece, parpadea y fulgura en la puesta en marcha sin fin de estas escrituras que a todos nos desfondan.

Fernando van de Wyngard (Santiago de Chile, 1959). Ha publicado las plaquettes de poesía El valle del murciélago (Santiago, 1984) y Lo inminente (Santiago, 2005), además de los libros de la trilogía La última (es)cena (La Paz: Plural, 2011) y el ensayo Un nudo más en la red. Informe sobre la poíesis (Viña del Mar: Altazor, 2010). Convocó y dirigió Travesía poética del Mapocho, experiencia integrada por profesionales de diversas áreas que estudió e hizo obra en torno al habitar inconsciente de la ciudad de Santiago (1995-1998).
Como editor dirigió la colección de poesía “Serie Fin de Siglo” (Editoriales Caja Negra y Documentas, Santiago, 1988) y fue director de la revista cultural El espíritu de la Época (Santiago, 1984-1988). Fue co-fundador y luego director del centro cultural alternativo “Caja Negra” (Santiago, 1984-1999).

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