["el desierto es mi pastor todo me falta": sobre Fin desierto de Mario Montalbetti]. Por Tito Manfred

El pasado viernes 26 de octubre de 2018 en Santiago de Chile se realizó el lanzamiento de la reedición de Fin desierto y otros poemas del poeta peruano Mario Montalbetti (1953). En la ocasión, el libro fue presentado por Macarena Urzúa y Tito Manfred.
Las dos primeras ediciones de Fin desierto fueron publicadas en Lima en 1995 y 1997, la presente edición fue publicada por Komorebi Ediciones en la ciudad de Valdivia. Sobre esta situación editorial, Tito Manfred escribe: "Cada una de sus ediciones es sustancialmente diferente, incluso en su materialidad, y, en consecuencia, suponen una experiencia de lectura diferente que intensifica una sensación de incertidumbre respecto de lo que el texto trata de decirnos. Cualquier posibilidad de certeza es anulada con cada nueva versión de Fin desierto, cuyo título completo en su segunda y tercera ediciones es en realidad Fin desierto y otros poemas, pues incluye tres textos más que los publicados en la primera edición, como una suerte de ampliación del desierto".

“el desierto es mi pastor todo me falta”: sobre Fin desierto de Mario Montalbetti

Quisiera iniciar este texto con el relato de un sueño que tuve hace unas semanas y que, se me ocurre, podría ilustrar de alguna manera ciertas ideas que tengo en torno a Fin desierto como libro individual y como una de las piezas de esa estructura mayor que vendría a ser la obra de Mario Montalbetti. En este sueño, una voz (presumiblemente la mía, pero cómo saberlo) se introducía al alba no en el desierto, sino en el océano, a bordo de una endeble embarcación. Una vez en altamar, intentaba dar caza con una serie de arpones a una enorme ballena innominada. Cada una de estas armas tenía una forma diferente y al lanzarlas describían parábolas muy distintas una de otra. Ninguna daba en el objetivo, aunque de vez en cuando alguna lo rozaba produciendo una especie de destello. No recuerdo bien si al final del sueño, tras una larga jornada de infructuosa faena, la ballena embestía la lancha y esta se hundía junto a su único ocupante o si este volvía a tierra sano y salvo, pero sin haber dado nunca en el blanco.
Entiendo que traer a colación algo que soñé puede parecer gratuito o fuera de contexto, pero denme el beneficio de la duda. Cuando pienso en la poesía de Mario Montalbetti o, más bien, cuando pienso en su obra, la escena de un pescador enfrentado a la tarea de dar caza a una ballena que se le resiste se me antoja oportuna.
Aquí introduzco una tesis: hay un gran malentendido en torno a la poesía de Montalbetti, y agrego: no son pocos los que, tras una lectura muy parcial de su trabajo, creen haber dilucidado todo el misterio alrededor de sus poemas. Sin embargo, convendría replegarse un poco y observar el cuadro completo. Resulta indudable que la preocupación que atraviesa toda su obra, desde los libros de poesía hasta los ensayos, pasando por otros textos inclasificables, tiene relación con los problemas del lenguaje. Esa es la ballena de Montalbetti y es a ella a quien ha tratado de asestarle un arponazo desde la publicación de su primer libro, Perro negro, hace cuarenta años. Así, cada libro ha sido un nuevo intento de aproximación a esos problemas, y digo aproximación porque no es tarea de la poesía aprehender las cosas, sino aproximarse a ellas, atisbarlas, capturar en su breve resplandor un instante de verdad (una especulación, más bien, con la suficiente intensidad para alcanzar la apariencia de verdad) que a su vez actualice nuestras viejas preguntas o abra nuevas.
Digo todo esto para dar cuenta de algunas ideas quizás erradas respecto a la poesía de Montalbetti. Este equívoco puede hacerse extensivo, por lo demás, a buena parte de los “poemas difíciles”, según las categorías de Bernstein. El mérito de Fin desierto y lo que lo hace uno de los libros fundamentales de la poesía latinoamericana de los últimos 25 años, es que deja esas ideas fuera de juego. Dicho esto, me remito a partir de ahora al arpón específico que nos reúne hoy.
En el fragmento final de Charlas breves, escribe Anne Carson: “Quiero saber quién eres. La gente habla de una voz que clama en el desierto. A lo largo de todo el Antiguo Testamento se oye una voz, que no es la voz de Dios pero que sabe lo que piensa Dios. ¿No me haces un favor, mientras espero? ¿Quién eres?”. Esa misma pregunta es la que resuena constantemente durante la lectura de Fin desierto y es la que permanece sin respuesta hasta el final del libro. Sabemos que es una voz y que esa voz nombra cosas. No es mucho más lo que sabemos.
Quizás una manera de aproximarnos a una respuesta o de traer algo de claridad a la opacidad que ciernen las palabras que dicha voz pronuncia sea pensar en las cosas que nombra: animales, cuerpos, accidentes geográficos, un paisaje; sin embargo, las relaciones que establece entre estos signos, lejos de constituir un orden de significados en el cual depositar nuestra confianza, resultan tan inauditas que no hacen sino intensificar lo oscuro y la ausencia absoluta de un hito textual o geográfico que nos sirva como punto de referencia. Así, el desierto que se nos presenta desde el inicio del libro es uno “a la deriva”, con “un río dentro del río”, donde merodean en silencio “un perro perdido en el ojo de la horca”, “cerdos de patas negras con negras circuncisiones”, “caballos que se esconden en las acequias afiebrados” y un ave ominosa que sobrevuela cada tanto entre las páginas como mensajera sin mensaje.
Este paisaje, que en primera instancia aparece vasto e insondable, de pronto se torna ínfimo o lo suficientemente pequeño para caber en una mesa: “sobre la mesa hay animales vivos y flores amarillas de montaña”, escribe Montalbetti, y luego va disponiendo sobre ese mismo mueble fuerzas de la naturaleza, una geografía imposible, imágenes de la destrucción. Entonces, aquello que en un principio parecía una precaria certeza (un paisaje irrepresentable por su vastedad, irreconocible por su devastación), alternadamente se ve reducido a su mínima expresión, vale decir, a un horizonte desplegado a lo largo de una mesa donde, entre otras actividades, se puede alimentar el cuerpo o escribir poemas. Cito: “Porque cada línea contiene su propia ausencia / porque cada línea no importa”. No descubro nada nuevo cuando digo que los paralelismos entre desierto y lenguaje son una marca recurrente en el libro, pero resulta particularmente interesante que dicha relación analógica es puesta en abismo: tanto el desierto como el lenguaje son enunciados que evidencian una falta: aquello que los excede.
Mientras intento reflexionar un poco a los tropezones sobre un libro ante todo desconcertante por su dificultad para ser asido, pienso en la irrepresentabilidad que parece cubrir como un velo todo cuanto es nombrado. Resulta tentador a esta altura echar mano a una lectura mística y, desde luego, no sería inadecuado. Las referencias bíblicas se repiten a lo largo del texto y, por lo demás, parece ineludible el misticismo del que está cargado un símbolo como el desierto. Como apunta Felipe Cussen en el epílogo del libro de Montalbetti, sería plausible establecer una filiación con la teología negativa: así como esta postula la imposibilidad humana de aprehender a Dios –vale decir, lo divino alcanzaría la categoría de lo incognoscible–, en Fin desierto dicha condición viene dada por la incapacidad de comprender lo que el lenguaje nos revela. No habría, en efecto, mucha distancia entre el desierto montalbettiano y el que aparece en el poema “El grano de mostaza”, del teólogo negativista alemán Meister Eckhart. Cito un fragmento de aquel texto:
“El desierto, ese bien
nunca por nadie pisado,
el sentido creado
jamás allí ha alcanzado:
es y nadie sabe qué es

Está aquí y está allí,
está lejos y está cerca,
es profundo y es alto,
en tal forma creado
que no es esto ni aquello”.
Aquí hay algo, pienso, y, sin embargo, aun cuando las múltiples referencias explícitas a la muerte, incluido un verso que en apariencia las niega (“esta muerte no es muerte”), parecieran encaminar a una interpretación mística o teológica, circunscribir este libro a una lectura de ese orden supondría descansar en una cierta conformidad que traiciona de alguna manera un texto abierto como Fin desierto.
Lyn Hejinian, en su ensayo El rechazo al cierre, propone una distinción entre el texto cerrado y el abierto. Para esta poeta del lenguaje, los textos cerrados son aquellos que admiten solo una interpretación, por lo que adquieren el estatuto del enigma detectivesco, es decir, ante la pregunta sobre el significado, el poema conduce la lectura hacia la resolución de un misterio. En los textos abiertos, en cambio, “todos los elementos del trabajo se encuentran excitados al máximo”, abriendo la posibilidad de múltiples lecturas o interpretaciones. El poema se constituye, de este modo, en una materia inagotable, como inagotable se hace para el ojo el desierto.
Aquí quisiera servirme de una idea del mismo Montalbetti que aparece tanto en el ensayo La ceguera del poema como en su último libro, Notas para un seminario sobre Foucault, y que dice relación precisamente con lo que tiene de particular el texto poético en comparación, por ejemplo, con la visualidad en la que se sostiene la narrativa, esto es, su carácter fundamentalmente especulativo en tanto supone la aproximación y, acaso, el desborde de un límite imposible para el ojo y sus posibilidades de representación. Para mayor claridad, si acaso cabe decirlo en esos términos, estas líneas: “En este verso no se puede seguir / este es el verso en el que no se puede seguir”.
Allí donde la novela ve una frontera, un marco de referencialidad que no necesita traspasar, el poema ve un umbral. Así, lo liminar asoma como aquello que el poema explora a ciegas, allí donde el lenguaje ya no cumple su función enunciativa de la manera en que una ampolleta hace visible las cosas al interior de una pieza, sino que se constituye en una corporalidad que explora un paisaje ilimitado que no ve, pero experimenta. En ese sentido, los cuerpos, ya sean humanos o animales, que emergen durante el tránsito por este desierto, parecieran estar mortificados por la experiencia de atravesar un espacio que no comprenden pero vislumbran mediado por el padecimiento.
En este punto, resulta estimulante pensar en las palabras como cuerpos extenuados, utilizados y funcionalizados hasta su agotamiento, fundidos en su posibilidad de significación, fosilizados incluso. Así, el texto se alza ya no como una acumulación de significados, a esta altura implosionados, sino como una proliferación de sentido por la que el poema se carga de una opacidad imposible de sostener por el lenguaje. Digo imposible en el sentido de que el lenguaje asume sus limitaciones y funda, paradójicamente, en esa resignación su vitalidad.
Para hacer más productivo este concepto, pensemos en la idea que Maillard propone en La baba del caracol, retomando la teoría del poema de Derrida: “Lo que dice el poema y cómo lo dice es una sola y misma cosa. El erizo no tiene otro refugio que su propio cuerpo, un refugio que evidentemente le hace más vulnerable”. Dicha vulnerabilidad es constitutiva del poema y lo sitúa en los márgenes de la literatura, más afuera que adentro. Esto es lo que acontece en Fin desierto y lo convierte en un texto acaso paradigmático por su apuesta radical: un decir que transgrede el límite que separa lo nominable de lo innominable e ingresa a tientas en lo ciego y en lo mudo.
Un aspecto que complejiza aún más el libro de Montalbetti tiene que ver con su carácter mutable. Cada una de sus ediciones es sustancialmente diferente, incluso en su materialidad, y, en consecuencia, suponen una experiencia de lectura diferente que intensifica una sensación de incertidumbre respecto de lo que el texto trata de decirnos. Cualquier posibilidad de certeza es anulada con cada nueva versión de Fin desierto, cuyo título completo en su segunda y tercera ediciones es en realidad Fin desierto y otros poemas, pues incluye tres textos más que los publicados en la primera edición, como una suerte de ampliación del desierto.
Esta mutabilidad, contradictoriamente, va reduciendo el horizonte de lo representable y haciendo más vasto aquello que intuimos más allá de esa línea. El lector da tumbos donde “todos los nombres han muerto” y donde ni siquiera la idea de nada, vacío o silencio agota el texto (“aún así el silencio no le fue suficiente”, se lee en una de las páginas del libro). Esta puesta en abismo supone un paisaje que constantemente muta y se niega a sí mismo de igual manera en que la segunda edición de este libro negó a la primera y esta tercera niega a la segunda. ¿Es Fin desierto, retomando la idea del principio, una negación de Perro negro y una negación de los libros posteriores, vale decir, un arpón lo suficientemente particular como para describir una parábola que contradiga cualquier otro intento de Montalbetti de darle a la ballena? Tiendo a pensar que sí.
Leer Fin desierto puede significar una experiencia frustrante para quien ingrese en él tratando de trazar una ruta de viaje desde el punto A al punto B, o para quien crea que un poema es un enigma a develar. No hay velo por sacar del poema, el poema es el velo y la cosa. Asumir esto no puede sino asegurar el goce de quien se introduce en una geografía y, en lugar de tratar de llegar a destino, se abandona a la experiencia de perderse. Tal vez lo que sí resulta frustrante respecto de este libro sea, en cuanto lector, intentar poner en palabras el fenómeno de su lectura y orientar de alguna manera a quien se aventure en la misma tarea. Así, la única forma de que el límite que pone en escena este libro no sea mediado por los límites de mi propio lenguaje, es que yo guarde silencio para que una lectura otra acontezca.

Tito Manfred (Arica, Chile, 1983). Ha publicado La Danse Macabre (Cinosargo, 2010), 13 poemas (Jámpster ebooks, 2016) y Los poemas se dirigen a las redes de pesca (Buenos Aires: Barnacle, 2018). Fue director de La Liga de la Justicia Ediciones. Actualmente es parte del equipo de la revista Jámpster y del sello editorial Jámpster libros.

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