[Hacia un ethos burocrático o “El libro como instrumento imprescindible para crear ciudadanía”]. Por Christian Kent

Christian Kent nos envía desde Paraguay su opinión respecto del "Primer Foro Internacional del Libro de Asunción", realizado entre el 5 y 8 de septiembre pasados. Organizado por la Asociación Literaria Arandu (ALA) y el Centro Cultural de España Juan de Salazar, este foro reunió a un amplio conjunto de escritores paraguayos y de otras nacionalidades, bajo el lema “El libro como instrumento imprescindible para crear ciudadanía”.
Ante la estrategia de vincular libro y deber ciudadano, Christian Kent propone "pensar en un libro que transite otra lógica: no necesariamente en un libro fundador de ciudadanía o en un libro que chonguee con el Estado. Libro como arma de provocación, antilibro, no-libro o lo que fuese, pero, sobre todo, un libro que 'podría leerse', pero que nunca 'hay que leer'". 

Hacia un ethos burocrático o “El libro como instrumento imprescindible para crear ciudadanía”.

El enunciado que encabeza este artículo es el lema del Primer Foro Internacional del Libro de Asunción 2018. Como tal, representa una escala de valores –políticos, estéticos y sobre todo burocráticos– que muestran el sentido con el que se concibe este espacio institucional.
Lo primero que notamos es que el libro aparece aquí como instrumento. Es decir, el libro no implica una finalidad en sí mismo, sino que existe y tiene valor en tanto que permite la generación de una realidad otra, que lo trasciende, que lo rebasa y hacia la cual se dirige en términos de “instrumento”. Es notable también el uso del adjetivo “imprescindible”, en tanto que se plantea al libro como una condición sine qua non para que aquello que pretende instrumentar se haga realidad. Para decirlo más sencillamente: sin libro, no hay aquello otro.
Lo que el libro, como instrumento, pretende fundar es “ciudadanía”. La idea de ciudadanía puede ser interpretada de diversas maneras, pero, en todas estas posibles maneras, inevitablemente, sería imposible negar una significación política. ¿Política en qué sentido? En el sentido en que la ciudadanía supone un ser-en-común. Un cierto modo de ser en conjunto, por el que se comparte un esquema de valores y referencias que posibilitan una identificación con este ser-en-común. Este ser-en-común aparece ante nosotros como un sujeto abstracto: el ciudadano, ciudadana, ciudadane (me veo animado a hacer estos desdoblamientos genéricos, aunque la lógica del ser-en-común suele ser más excluyente que inclusiva).
Aparece como referente obligado la tradición de la tragedia griega, cuyo motivo era también un motivo trascendente; es decir, un motivo que no estaba en su propia especificidad (inmanente) sino en un “más allá”. En el mundo político, para ser exactos. El “ciudadano” (el uso del masculino en este caso es apropiado, pues el concepto de ciudadanía en la Grecia antigua excluía a los sujetos femeninos, a los esclavos y a los niños) asistía a las representaciones con el objeto de enfrentarse a su propio destino, a la fatalidad y, mediante un proceso de reconocimiento (catarsis), realizar su ser con mayor plenitud. Lo fundamental de este proceso es aquello que decía Aristóteles: el objeto de la tragedia es crear mejores ciudadanos. En tanto que el ciudadano griego se reconoce como un ser-para-la-muerte (Heidegger), se excede a sí mismo hacia una existencia más auténtica y menos “neurótica” (con el permiso del término).
En el caso que es objeto de este análisis, sin embargo, no es una estructura narrativa –no es la representación misma– la que supone este acto transformador del sujeto que deviene en un ciudadano mejor, sino el libro propiamente tal. ¿Qué es el libro?
Es habitual confundir las nociones de libro y texto. El texto refiere a una realidad discursiva, a un sistema organizado de símbolos que se relacionan para producir significaciones posibles. El libro, en cambio, es el producto editorial en que puede –o no– devenir un texto. El libro, como tal, implica la intervención de un mecanismo efectivo (y burocrático) que lo realiza y lo autoriza como tal: editores, diseñadores, imprenteros, distribuidores, librerías, críticos, gestores independientes e institucionales, premios, el Estado, etc.
Parece imposible que el libro, en su mera facticidad, pueda funcionar como “creador de ciudadanía”. Es, pues, además de su materialidad, depositario de un determinado sistema de valores atribuidos o impuestos por el propio mecanismo que lo construye y lo valida como un “bien cultural”. En ese sentido, en tanto que es percibido como un “bien”, puede funcionar como mito fundante de aquel ser-en-común que refiere la noción de ciudadanía. Quienes hayan profundizado en la estructura del mito, comprenderán su función teleológica: es decir, el mito funciona como una unidad originaria que propicia determinado estado de orden. Inaugura y ordena el mundo según aquella “verdad” que representa.
Esta verdad (el libro es imprescindible para crear ciudadanía) no solamente se sostiene en el mito (libro) para ordenar el mundo (ciudadanía) según un ethos particular (la institucionalidad), sino que además es sostenido y actualizado constantemente por un rito; es decir, por su puesta en funcionamiento (burocracia). El oficio de este rito supone la existencia de sus correspondientes oficiantes; es decir, justifica la existencia de –por ejemplo– un Foro del libro, sus actores y sus árbitros como ejecutores del libro en tanto instrumento fundante de ciudadanía. En este punto es preciso regresar al adjetivo “imprescindible”: es solo mediante el ejercicio de este aparato institucional –que construye el libro fundante– que se hace posible la aparición del mundo cívico. Mundo entendido no como espacio geográfico, sino como un modo organizado de ser y relacionarse. Reiteramos: sin libro –y sin el marco institucional que lo delimita–, no hay ciudadanía.
Ahora, hay que cuestionarse acerca del Ser de la ciudadanía y sus delimitaciones. ¿Qué significa ser ciudadano?
Veremos cómo, en este contexto, la ciudadanía implica al mismo tiempo un modo de ser del sujeto común que quiere configurarse y una idea de territorialidad en el sentido más geográfico del término. Somos ciudadanos en tanto que nos identificamos o pertenecemos a ese ser-en-común que supone el ser civilizado. La ciudadanía no es una cualidad intrínseca de la persona, existe con relación a un mundo común, a un espacio común que se abre con y entre los otros.
Situémonos, a modo de ejemplo, en la democracia de Pericles. En aquel tiempo y espacio determinado, no todas las personas (como se supone que debe ser en un Estado-Nación) eran afines a la idea de la ciudadanía. Había hombres (el uso del término hombres, y no personas, es deliberado) que podían ser considerados ciudadanos y otros que excedían los límites de la categoría. Eran ciudadanos aquellos que podían “consensuar” (hablar, debatir, actuar) en una condición de libertad con sus iguales. Este mundo político (el mundo de los iguales-libres) se reducía al mundo de los hombres libres, que no representaba un porcentaje mayor al 10% de la población entera. Los esclavos no eran sujetos políticos, en tanto que se dedicaban a cuestiones que no eran políticas en el sentido que aquí se le daba a las cosas. Tampoco lo eran las mujeres pues estaban relegadas al mundo privado de la casa, que tampoco era parte del mundo político o cívico.
Como puede verse, la idea de ciudadanía no es universal ni absoluta; por el contrario, es arbitraria, parcial y ha venido cambiando en el decurso de la historia.
El lema del foro del libro construye, por su parte, un modelo de ciudadano que se instituye a partir del acceso al libro de una manera esencial e “imprescindible”. Es el libro el que funda en los sujetos la posibilidad de adscribirse a la categoría de ciudadanos. Sin el libro, no son ciudadanos; son otra cosa, no sabemos qué, pues no se determina en el complejo retórico del foro qué es aquello que seríamos sin la instrumentación del libro. En todo caso, podríamos afirmar que sin este instrumento estaríamos ante un sujeto no-civil o incivil, que carece de la cualidad de ciudadanía. La ciudadanía es pues una suerte de territorio bibliocéntrico, que se crea y se entiende como tal –necesariamente– en relación con la instrumentalidad de la biblioteca. En ese sentido, es un vehículo civilizador (uno no puede dejar de pensar en aquella dicotomía civilización-barbarie, establecida por el Facundo de Sarmiento).
Antes de continuar con el análisis, permítaseme recordar un “cuadro de costumbre” que tuve la oportunidad de presenciar en la Plaza Uruguaya a comienzos del siglo XXI. En ese entonces había un grupo de familias de distintas colectividades originarias manifestándose y habitando la plaza. Sobre sus ranchos de hule había un enorme cartel, de una de aquellas tradicionales librerías de la plaza, que rezaba: “Los pueblos que progresan son los que leen”. Claro, las palabras son distintas, pero la lógica es similar: la lectura abre la posibilidad del progreso. ¿Pero qué significa progresar y quienes determinan las condiciones en que se realiza este progreso? Como sabemos, las colectividades originarias en Paraguay responden a una tradición oral, a una oralitura y la escritura, para ellos, es una realidad exógena, que no pertenece a su visión de mundo. Por lo que, debemos suponer, no les está dada la condición para “progresar” ni para ser concebidos como “ciudadanos”, hasta que no se apropien de la posibilidad de la lectura, de la escritura, o del libro. ¿Qué son entonces? Diría Sarmiento: bárbaros, salvajes.
Hasta ahora hemos mencionado la palabra “ciudadanía” como un determinado modo de ser de los sujetos en el mundo común. Es decir, como un ser-en-común. Pero en el programa del foro encontramos un taller que –no tengo la literatura a mano, escribo de memoria– se pregunta acerca de un “Paraguay más allá de calle última”. Estamos ahora frente a una idea geográfica de lo que podría significar ciudadanía en relación con el mito fundante del libro. La idea de una “calle última”, por más que la calle exista en el imaginario popular con ese nombre, nos da la idea de que aquí concluye cierta idea de aquello que es el mundo. Es el fin, lo último; ¿qué hay después de lo último? Un wasteland, un no-lugar, un desierto. Algo que no es la ciudad: el campo. ¿Es el campesino un ciudadano? ¿Es el campo una otra ciudad? ¿Qué es aquel que no es ciudadano? ¿Sigue siendo el libro, para este ultra-ciudadano, un instrumento fundamental para la construcción de un lugar político?
Otra pregunta es inevitable: la literatura que habita estos libros fundantes, ¿contiene un campo simbólico que podría representar a aquella población que está más allá de lo último?
No queremos caer en el vicio de la ironía, pero esta cuestión recuerda cierta literatura caballeresca que hemos venido revisando desde siempre en las academias. El caballero, en sus aventuras, persigue el Santo Grial. El Santo Grial permitiría, según la leyenda, extender el orden de la corte al mundo impredecible, caótico, peligroso –habitado por dragones y ladrones– que se abre más allá de los muros. El libro –como Santo Grial– promete la extensión del mundo civil (centralizado en la capital), más allá de esa calle última, de ese mundo conocido y organizado por cierta idea de la “cultura”. Habría que abrir otro lugar de debate: ¿qué es aquello que consideramos como cultura? Por lo pronto, podríamos decir que el lugar de la cultura se construye a partir de valoraciones parciales y convenidas, pero, como lo hubo pensado Claude Lévi-Strauss, es vivida en un sentido Universal y Absoluto, por lo que la otredad, lo que está más allá de lo último, es visto como lo aberrante, lo monstruoso o, en todo caso, lo inculto.
Dejamos una última cuestión abierta, que pretenderemos esbozar con una rápida pincelada para cerrar esta breve y desordenada lectura. Dijimos que este situar al libro como mito fundante de la ciudadanía da lugar a un ethos burocrático. ¿Qué significa?, ¿puede la burocracia representar, en sí misma, un deber ser?
En tanto que no se ha hecho referencia a la literatura –o a la filosofía o al pensamiento– sino al libro como el sine qua non que inaugura y permite el espacio ciudadano, podemos entender que lo fundamental es la facticidad del libro en tanto producto cultural instalado en un “mercado”. Esta idea, por supuesto, no ha sido inventada por el foro; es significativo (estamos inscriptos en una estructura capitalista, que se comprende en términos de mercado, de productos y de consumidores) que haya un “Día del libro” y no un “Día de la lectura”, aunque es en la lectura, en el ejercicio de leer, donde las obras se realizan y no en la materialidad del libro por sí misma. El libro puede ser tranca de puerta o un calce para alcanzar otro objeto que está en un estante muy alto. Puede ser –así lo ha sugerido un anterior Ministro de Educación y lo han entendido muchos gobiernos totalitarios– leña.
Pero, entonces, ¿por qué se apunta al libro y no a la literatura?
El libro –nos aventuramos a especular– es una excusa eficiente para la constitución de un mecanismo institucional burocrático que lo proponga y lo defienda como “bien cultural”, como un cierto ethos (deber ser... ¡Hay que leer!) de la vida ciudadana. Y no solo eso, sino que es necesariamente en el libro donde se abre el espacio que permite la ciudadanía como realidad. Ojo: cuando se habla de moral o de ética –sobre todo desde los espacios institucionales–, inmediatamente nos aborda cierta sensación de desconfianza: ¿qué hay detrás?
¿Hay que leer? Bueno, pero por qué.
Detrás de la necesidad instalada –como puede pasar con un teléfono nuevo o un cepillo de dientes que alcanza espacios inexplorados por sus pares– se abre un correspondiente mercado. O, si queremos ponerlo en términos menos económicos y más bien políticos: se abre un espacio para la institucionalidad y sus múltiples tentáculos. “Hay (¡ay!) que leer” porque existe cierto marco institucional que nos dice que “hay que leer” y a partir de este deber justifica lo que al principio de este artículo definimos como el “ethos burocrático”. Lean, luego existimos (en este nos entran los ministerios, las editoriales, los autores (autoritas), los gestores (gesta, hazaña, héroe), etc.). Es decir, el propósito de la burocracia, como el propósito de la vida, no es otro que persistir, continuar y alimentarse de sí misma... Cualquiera sea el objeto o el “bien” que la acredita.
Hay un refrán (horroroso) que dice: “Los hombres pasan, las instituciones quedan”. Si aceptamos esa mirada del libro como institución, no necesariamente estamos diciendo que no pueda rebasar esa condición. Puede generarse, al mismo tiempo, un libro que se traiciona como tal, que pone en crisis su identificación con la idea de un “bien cultural”. Podemos pensar en un libro que transite otra lógica: no necesariamente en un libro fundador obligatorio de ciudadanía o en un libro que chonguee con el Estado. Libro como arma de provocación, antilibro, no-libro o lo que fuese, pero, sobre todo, un libro que “podría leerse”, pero que nunca “hay que leer”. O bien, si queremos descansar de la idea de libro, podríamos pensar en una “literatura” que no decaiga a la condición de instrumento.


* Fuente de imagen: "Photographic facsimiles of the remains of the Epistles of Clement of Rome". Biblioteca pública de Nueva York.

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