[La utilería de una ciudad. A propósito de La experiencia dramática de Sergio Chejfec]. Por Claudio Guerrero Valenzuela
Claudio Guerrero, autor de los libros Pequeños migratorios (2014) y Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (2017), entre otros, presentó en Valparaíso el pasado 2 de junio de 2018 la "novela-ensayo" del escritor argentino Sergio Chejfec: La experiencia dramática, publicada por editorial Kindberg.
Al respecto escribe: “Irónicamente, creo que La experiencia dramática aborda, entre otras cosas, la absoluta falta de experiencia que caracteriza a la vida posmoderna”, una vida que “ya no nos entrega nada. Somos todos una especie de antiflaneur de ojos cansados, que ya hemos visto todo”.
“Leer levantando la cabeza”. Eso recuerdo que dijo alguna vez Roland Barthes en una de sus conferencias sobre la lectura. Que el lenguaje no deje de susurrar al oído. Que la textura del libro, sus “avenidas” permitan aventurar otro texto, otra lectura. El lector como un paseante que experimenta el texto. Que lo toca y palpa. Que hurga en él. Que lo tienta. Para su entera satisfacción.
Si hay una característica que me parece fascinante de la narrativa de Sergio Chefjec es justamente esta capacidad que tiene de hacer que el lector, a cada instante, interrumpa el continuo de su experiencia y levante la cabeza. Me parece que La experiencia dramática, la nueva novela-ensayo de Chejfec, tiene, entre otras virtudes, la de generar esta continua interrogación. La de una lectura que fragmenta la experiencia y que pospone o suspende el dogma que obliga a un cierre narrativo, un final. Se trata de una estética que postula la no linealidad, las líneas de fuga, y que promueve –justamente a partir de su carácter ensayístico– una lectura caleidoscópica, de varia y reflectante imaginación. Una imaginación que remece.
Paradojalmente, irónicamente, creo que La experiencia dramática aborda, entre otras cosas, la absoluta falta de experiencia que caracteriza a la vida posmoderna. Los personajes que habitan esta obra, a la cual convencionalmente llamaremos novela, suelen estar afectados por una dominante imposibilidad de comunicarse, que impone un esfuerzo por acercarse al otro y transar con ese otro la mercancía de las palabras. “Una ficción discontinua” (154), plantea el narrador. Fragmentariedad, discontinuidad, y rutinas comunicativas que obligan a los personajes a crear su propia ficción de vida. La experiencia dramática es la puesta en escena de lo que hay de simulacro en nuestras vidas, un desenmascaramiento velado de la falta de sentido, la experiencia de la soledad y el vacío, el individualismo y la espectacularización de las vidas privadas por las redes sociales. Todos los personajes son como actores de un teatro cuyo escenario es una ciudad, “una ciudad que podría ser cualquier ciudad” (13), y que a cada instante nos muestra su utilería, su vocación de ser ciudad de papel. Una suerte de teatro adormecido, de flujos continuos, pero desapasionados, con ritmo de producción en serie. Lo que caracteriza a estos personajes postfordistas es su indolencia, su “falta de voluntad” (121), su paso rutinario, casi intrascendente por la vida. Personajes portadores de una marca de desacomodo, con pleno conocimiento de la economía que los rige. Lo dramático aquí es quizás justamente eso: una anagnórisis, el reconocimiento de lo precario, del gasto de nuestros equívocos pasos por senderos y avenidas que por conocidas ya casi no tienen esa aún anhelada capacidad de abrir los telones.
Porque el argumento de esta obra –si es que podemos llamarle argumento– son las caminatas que comparten una vez por semana Rose y Félix, con el único objetivo de hablar. Caminar supone el punto supremo de una realización compartida y hablar una especie de entrenamiento comunicativo, en el marco de una sociedad donde se hace cada vez más urgente la necesidad de entrenar la comunicación. Los dos juegan a comunicarse a sabiendas de la imposibilidad de poder hacerlo cabalmente. Y por eso, mienten, inventan, fingen. Como Sherezade, para posponer por mil el visionado de lo real, aquello que Freud llamaría lo ominoso, la pantalla que reflejaría el verdadero rostro de todo. Una excusa que roba la trama es la de hablar de la tarea que el profesor de teatro le ha dado a la actriz: representar una experiencia dramática. De este modo, caminar y hablar una vez por semana se convierte en un ejercicio de derivación teatral, una teatralidad que pone en abismo las teatralidades de la vida, un espejo que refleja las simulaciones de la vida posmoderna, el reluciente vacío que llena las vidas de todos. Al mismo tiempo, como el encuentro semanal entre paciente y terapeuta en psicoanálisis, es un modo rutinario y seguro de soportar la famélica falta de experiencia, la fatiga mental y el sentimiento anticipado de inutilidad y absurdo que parece teñir cada uno de los aspectos de la vida, sus escenarios y movimientos.
Como si fuese heredero del pensamiento existencial pesimista de Albert Camus, Emil Cioran o Michel Houellebecq, los personajes de Chejfec –o sus remedos, los retazos de personajes, todos anémicos, menguados, autistas, evanescentes– experimentan una y otra vez la caída del decorado: todo lo que hay de falso, el estuco, el yeso de la realidad, toda la utilería que funciona como mero adorno y que no tiene fondo. La caída de lo ornamental en el espacio vacío. La máscara o el velo que cubre lo real. Son personajes cuya dificultad de vincularse con el otro se expresa a partir de “una lengua aparte, levemente atrasada o exótica” (77). Y al mismo tiempo, personajes que parecen gobernados por sensaciones repetitivas que remiten al cansancio existencial que genera la pérdida de sentido en la vida líquida. A Félix, por ejemplo, lo gobierna una sensación de pérdida irreparable, de que no hay enseñanza posible de extraer de nada, como si todo ya hubiese sido vivido ya. Un cansancio propio de la Era 24/7. Rose, asimismo, experimenta la sociedad hipervigilada, la sensación de estar siendo permanentemente filmada o grabada. El hermano del marido de Rose, en tanto, muere “sin mucha intransigencia” (103). Su vida, como la propia vida del marido de Rose, es un “expediente más o menos convencional” (103), un paso más, insignificante, intrascendente, como el de Joseph K., por la vida de los otros. Los personajes, a la larga, se parecen todos. Son todos como cyborgs habitando una ciudad como Blade Runner, movidos por esquemas de funcionamiento preconcebido, casi indiferenciables, cada uno portador de su propia experiencia dramática, su zona de malestar a la vez banal y trágica, su fútil desacomodo o descentramiento.
La experiencia de la ciudad resulta aquí determinante para la escenificación de esta puesta en abismo. La ciudad moderna, más aún, el mapa digital de la ciudad, la posibilidad de vivenciarla desde arriba, en una pantalla, sin haber incluso pisado jamás esa ciudad, es la verdadera experiencia que la ciudad puede ofrecer. “El placer del simulacro” (95), dice Félix. La mirada cenital del dron, abarcadora, amplia, de focalización cero, pero superficial, desinteresada por detenerse en el relieve o el detalle. Una mirada que posibilita el paneo general de nuestras vidas homogéneas, uniformes, hechas para la actuación, nuestras vidas sometidas “a las reglas para actuar la vida” (33). Y que funciona como metáfora de la ruina del capitalismo: una ciudad que tiende a la destrucción, al no-lugar, a la repetición, que transforma los escasos espacios de habitabilidad en lugares abandonados y que modifica la forma de transitar por ella, reduciendo cada vez más los espacios caminables en favor del automóvil, una ciudad como teatro que todo el tiempo nos revela su carácter virtual. De ahí que el mapa digital sea considerado por esta voz narrativa como más real y anticipatorio que la experiencia concreta de la ciudad. Ya que la ciudad contemporánea ya no nos entrega nada. Somos todos una especie de antiflaneur de ojos cansados, que ya hemos visto todo. Por eso, la tarde, el día, los días asumen “los atributos del intervalo” (15). No pasa nada en la ciudad, todo lo que ocurre en ella es un engranaje de un movimiento mayor, de una obra, donde tampoco pasa nada. Tal vez una experiencia dramática no sea más que eso: una experiencia de intervalo, un intermedio entre un acto y otro. Una conversación de café o una caminata que funciona como ralentización de la vida moderna. El momento en que todo para, en que todo se detiene, el momento cuando se levanta la cabeza. El momento análogo al duelo e incluso a la melancolía. De ahí que la estética de Chefjec, su poética descriptiva, pausada, de detención analítica y crítica, a contrapelo de la velocidad de la vida moderna, adquiera un relieve y una profundidad tales. Se trata, a fin de cuentas, de la conciencia crítica de quienes, alguna vez, perdieron su oportunidad. De los que dejaron de actuar. Es la marca de quien padece el desacomodo. Del sujeto inoportuno, que irrumpe o destruye la escena, ese fantasma que recorre las ciudades y mueve los signos, con ese sentimiento de distancia que le otorga su visión periférica.Una experiencia dramática opuesta a la del espectáculo. Una experiencia que nadie, en verdad, quiere re-conocer.
Claudio Guerrero Valenzuela. Profesor de Literatura y poeta. Ha publicado los poemarios El silencio de esta casa (Ediciones Casa de Barro, 2000), El libro de las cosas que se ignoran (Ediciones del Temple, 2002), Pequeños migratorios (Ediciones Inubicalistas, 2014) y la plaquette Código menor (Ediciones Inubicalistas, 2017), además del ensayo Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (Ediciones Inubicalistas, 2017).
Bibliografía
Barthes, Roland. “Escribir la lectura”. El susurro del lenguaje. España: Paidós, 1994, p. 39-49.
Al respecto escribe: “Irónicamente, creo que La experiencia dramática aborda, entre otras cosas, la absoluta falta de experiencia que caracteriza a la vida posmoderna”, una vida que “ya no nos entrega nada. Somos todos una especie de antiflaneur de ojos cansados, que ya hemos visto todo”.
La utilería de una ciudad. A propósito de La experiencia dramática, de Sergio Chejfec
“Leer levantando la cabeza”. Eso recuerdo que dijo alguna vez Roland Barthes en una de sus conferencias sobre la lectura. Que el lenguaje no deje de susurrar al oído. Que la textura del libro, sus “avenidas” permitan aventurar otro texto, otra lectura. El lector como un paseante que experimenta el texto. Que lo toca y palpa. Que hurga en él. Que lo tienta. Para su entera satisfacción.
Si hay una característica que me parece fascinante de la narrativa de Sergio Chefjec es justamente esta capacidad que tiene de hacer que el lector, a cada instante, interrumpa el continuo de su experiencia y levante la cabeza. Me parece que La experiencia dramática, la nueva novela-ensayo de Chejfec, tiene, entre otras virtudes, la de generar esta continua interrogación. La de una lectura que fragmenta la experiencia y que pospone o suspende el dogma que obliga a un cierre narrativo, un final. Se trata de una estética que postula la no linealidad, las líneas de fuga, y que promueve –justamente a partir de su carácter ensayístico– una lectura caleidoscópica, de varia y reflectante imaginación. Una imaginación que remece.
Paradojalmente, irónicamente, creo que La experiencia dramática aborda, entre otras cosas, la absoluta falta de experiencia que caracteriza a la vida posmoderna. Los personajes que habitan esta obra, a la cual convencionalmente llamaremos novela, suelen estar afectados por una dominante imposibilidad de comunicarse, que impone un esfuerzo por acercarse al otro y transar con ese otro la mercancía de las palabras. “Una ficción discontinua” (154), plantea el narrador. Fragmentariedad, discontinuidad, y rutinas comunicativas que obligan a los personajes a crear su propia ficción de vida. La experiencia dramática es la puesta en escena de lo que hay de simulacro en nuestras vidas, un desenmascaramiento velado de la falta de sentido, la experiencia de la soledad y el vacío, el individualismo y la espectacularización de las vidas privadas por las redes sociales. Todos los personajes son como actores de un teatro cuyo escenario es una ciudad, “una ciudad que podría ser cualquier ciudad” (13), y que a cada instante nos muestra su utilería, su vocación de ser ciudad de papel. Una suerte de teatro adormecido, de flujos continuos, pero desapasionados, con ritmo de producción en serie. Lo que caracteriza a estos personajes postfordistas es su indolencia, su “falta de voluntad” (121), su paso rutinario, casi intrascendente por la vida. Personajes portadores de una marca de desacomodo, con pleno conocimiento de la economía que los rige. Lo dramático aquí es quizás justamente eso: una anagnórisis, el reconocimiento de lo precario, del gasto de nuestros equívocos pasos por senderos y avenidas que por conocidas ya casi no tienen esa aún anhelada capacidad de abrir los telones.
Porque el argumento de esta obra –si es que podemos llamarle argumento– son las caminatas que comparten una vez por semana Rose y Félix, con el único objetivo de hablar. Caminar supone el punto supremo de una realización compartida y hablar una especie de entrenamiento comunicativo, en el marco de una sociedad donde se hace cada vez más urgente la necesidad de entrenar la comunicación. Los dos juegan a comunicarse a sabiendas de la imposibilidad de poder hacerlo cabalmente. Y por eso, mienten, inventan, fingen. Como Sherezade, para posponer por mil el visionado de lo real, aquello que Freud llamaría lo ominoso, la pantalla que reflejaría el verdadero rostro de todo. Una excusa que roba la trama es la de hablar de la tarea que el profesor de teatro le ha dado a la actriz: representar una experiencia dramática. De este modo, caminar y hablar una vez por semana se convierte en un ejercicio de derivación teatral, una teatralidad que pone en abismo las teatralidades de la vida, un espejo que refleja las simulaciones de la vida posmoderna, el reluciente vacío que llena las vidas de todos. Al mismo tiempo, como el encuentro semanal entre paciente y terapeuta en psicoanálisis, es un modo rutinario y seguro de soportar la famélica falta de experiencia, la fatiga mental y el sentimiento anticipado de inutilidad y absurdo que parece teñir cada uno de los aspectos de la vida, sus escenarios y movimientos.
Como si fuese heredero del pensamiento existencial pesimista de Albert Camus, Emil Cioran o Michel Houellebecq, los personajes de Chejfec –o sus remedos, los retazos de personajes, todos anémicos, menguados, autistas, evanescentes– experimentan una y otra vez la caída del decorado: todo lo que hay de falso, el estuco, el yeso de la realidad, toda la utilería que funciona como mero adorno y que no tiene fondo. La caída de lo ornamental en el espacio vacío. La máscara o el velo que cubre lo real. Son personajes cuya dificultad de vincularse con el otro se expresa a partir de “una lengua aparte, levemente atrasada o exótica” (77). Y al mismo tiempo, personajes que parecen gobernados por sensaciones repetitivas que remiten al cansancio existencial que genera la pérdida de sentido en la vida líquida. A Félix, por ejemplo, lo gobierna una sensación de pérdida irreparable, de que no hay enseñanza posible de extraer de nada, como si todo ya hubiese sido vivido ya. Un cansancio propio de la Era 24/7. Rose, asimismo, experimenta la sociedad hipervigilada, la sensación de estar siendo permanentemente filmada o grabada. El hermano del marido de Rose, en tanto, muere “sin mucha intransigencia” (103). Su vida, como la propia vida del marido de Rose, es un “expediente más o menos convencional” (103), un paso más, insignificante, intrascendente, como el de Joseph K., por la vida de los otros. Los personajes, a la larga, se parecen todos. Son todos como cyborgs habitando una ciudad como Blade Runner, movidos por esquemas de funcionamiento preconcebido, casi indiferenciables, cada uno portador de su propia experiencia dramática, su zona de malestar a la vez banal y trágica, su fútil desacomodo o descentramiento.
La experiencia de la ciudad resulta aquí determinante para la escenificación de esta puesta en abismo. La ciudad moderna, más aún, el mapa digital de la ciudad, la posibilidad de vivenciarla desde arriba, en una pantalla, sin haber incluso pisado jamás esa ciudad, es la verdadera experiencia que la ciudad puede ofrecer. “El placer del simulacro” (95), dice Félix. La mirada cenital del dron, abarcadora, amplia, de focalización cero, pero superficial, desinteresada por detenerse en el relieve o el detalle. Una mirada que posibilita el paneo general de nuestras vidas homogéneas, uniformes, hechas para la actuación, nuestras vidas sometidas “a las reglas para actuar la vida” (33). Y que funciona como metáfora de la ruina del capitalismo: una ciudad que tiende a la destrucción, al no-lugar, a la repetición, que transforma los escasos espacios de habitabilidad en lugares abandonados y que modifica la forma de transitar por ella, reduciendo cada vez más los espacios caminables en favor del automóvil, una ciudad como teatro que todo el tiempo nos revela su carácter virtual. De ahí que el mapa digital sea considerado por esta voz narrativa como más real y anticipatorio que la experiencia concreta de la ciudad. Ya que la ciudad contemporánea ya no nos entrega nada. Somos todos una especie de antiflaneur de ojos cansados, que ya hemos visto todo. Por eso, la tarde, el día, los días asumen “los atributos del intervalo” (15). No pasa nada en la ciudad, todo lo que ocurre en ella es un engranaje de un movimiento mayor, de una obra, donde tampoco pasa nada. Tal vez una experiencia dramática no sea más que eso: una experiencia de intervalo, un intermedio entre un acto y otro. Una conversación de café o una caminata que funciona como ralentización de la vida moderna. El momento en que todo para, en que todo se detiene, el momento cuando se levanta la cabeza. El momento análogo al duelo e incluso a la melancolía. De ahí que la estética de Chefjec, su poética descriptiva, pausada, de detención analítica y crítica, a contrapelo de la velocidad de la vida moderna, adquiera un relieve y una profundidad tales. Se trata, a fin de cuentas, de la conciencia crítica de quienes, alguna vez, perdieron su oportunidad. De los que dejaron de actuar. Es la marca de quien padece el desacomodo. Del sujeto inoportuno, que irrumpe o destruye la escena, ese fantasma que recorre las ciudades y mueve los signos, con ese sentimiento de distancia que le otorga su visión periférica.Una experiencia dramática opuesta a la del espectáculo. Una experiencia que nadie, en verdad, quiere re-conocer.
Claudio Guerrero Valenzuela. Profesor de Literatura y poeta. Ha publicado los poemarios El silencio de esta casa (Ediciones Casa de Barro, 2000), El libro de las cosas que se ignoran (Ediciones del Temple, 2002), Pequeños migratorios (Ediciones Inubicalistas, 2014) y la plaquette Código menor (Ediciones Inubicalistas, 2017), además del ensayo Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (Ediciones Inubicalistas, 2017).
Bibliografía
Barthes, Roland. “Escribir la lectura”. El susurro del lenguaje. España: Paidós, 1994, p. 39-49.
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