[“Porque no sabemos del cuesco”. Experimentos acerca de la repetición de los días de Natalia Figueroa]. Por Begoña Ugalde


Begoña Ugalde nos muestra su lectura de Experimentos acerca de la repetición de los días, segundo libro de poesía de Natalia Figueroa. “Estar presente, aquí y ahora”, nos dice, “en el instante irrepetible, es el temple de este poemario. Una poesía que se abisma en sí misma, develando la belleza del acto escritural, con sus errores y aciertos”.

“Porque no sabemos del cuesco”. Experimentos acerca de la repetición de los días de Natalia Figueroa

La primera vez que leí los poemas que conforman el libro Experimentos acerca de la repetición de los días fue en Barcelona, durante el verano europeo del 2018, cuando Natalia se encontraba editándolos. Aclaro esto pues, hoy, reparar en la repetición de los días parece no solo natural sino también necesario. Muchas personas se han visto lidiando de pronto con un cotidiano que es un guion que se repite casi sin variaciones. O han sentido que su vida es el resultado de un extraño experimento del cual no sabemos lo suficiente. Y es que, en estos poemas, que me consta, se escribieron previamente a la Pandemia y al estallido social en Chile, laten imágenes vaticinadoras de estos tiempos inciertos, donde todo se está remeciendo. Imágenes traducidas en palabras desde una conciencia despierta, que acciona los versos abriendo el sentir en muchas direcciones. O al menos en cuatro, como los puntos cardinales. Como las cuatro secciones que lo componen. Como si el texto se construyera intentando seguir el ritmo de las estaciones, hoy ciclos rotos debido al extractivismo y la poca conciencia medio ambiental.
La autora nos alerta en sus versos sobre hechos preocupantes, como la privatización de la semilla, y retrata a la humanidad como una especie que está gobernada por seres que no dejan de mirarse el ombligo, que siguen buscando el placer y el lujo aun cuando el mundo está a punto de estallar:

“La pesadilla estaba adentro y afuera
todas las salidas estaban clausuradas
todas las entradas estaban clausuradas” (74).

Pero esta advertencia no se realiza con un tono moralizante, sino que, como diría Donna Haraway, sabiéndose “parte del problema”, y siendo capaz incluso de ver belleza en este: “Alabado el smog que permite este atardecer rosado” (12).
Si bien el espacio doméstico se sitúa como el primero dentro del poemario, la hablante sabe que este debe resignificarse, desde la conciencia de que lo privado es político y de que lo político se refleja en lo privado. Estamos entonces ante la voz de una exploradora, que rompe el mandato histórico de las mujeres a quedarse en casa. Un espíritu libre que encuentra en el movimiento y el viaje una forma de vida. La escritura poética se configura como el habitar un territorio abierto, lleno de misterio. Una celebración de la experimentación como forma de estar en el mundo. Aunque muchas veces este sea opresivo, donde el acto escritural se constituye como un gesto libertario, reivindicando la observación poética y desafiando criterios darwinistas, a partir de los cuales las especies compiten para sobrevivir.
El texto tiene también la lucidez de señalar la ciudad como el espacio donde hemos construido nuestra narrativa y por ello también es necesario salir de este para ampliar la visión. Se configura como un lugar plagado de vigilantes, donde no vemos realmente a otras especies. Porque cuándo convivimos con ellas es desde el sometimiento, amaestramiento. El territorio urbano es un territorio quebrado en tanto es el lugar donde los humanos han establecido sus reinos que muchas veces son incompatibles con la vida animal. Entonces, como si fuera un ave migratoria, la hablante poética se retira del espacio urbano, vuela por distintos parajes. Recorrido que se hace desde la conciencia de que, siguiendo con Haraway, “vivimos en un mundo herido”.
Ante este panorama complejo, toma la fuerza que viene del centro de la tierra, aprovecha los temblores para conectarse con una vibración profunda, telúrica. Y asumiendo esta sensación de vulnerabilidad que genera habitar un planeta en desequilibrio, la poeta escribe encontrando belleza en la herida. Resignifica así la herida, de crecer en un mundo patriarcal, bajo leyes que jerarquizan los afectos en pos del capital; y la herida, la llaga, se transforma en lugar desde donde se elabora el poema y se percibe el ritmo, porque esta funciona también como un ojo, y a la vez un oído. Un espacio abierto donde cabe el verso, tornándose cicatriz. Bálsamo ante el dolor de vivir, y ser parte de un ritmo mayor del cual a veces se siente parte o ajena:

“mi tórax contrayéndose
este vino
alabado mi fracaso, mi dolor
la alegría
belleza de este coleóptero que mato” (13).

De esta manera, la hablante asume que en ella conviven las fuerzas constructoras y destructoras de la naturaleza. La ceguera se presenta como luz, el ojo ciego como un faro que alumbra. Permitiendo la aparición de imágenes e historias inquietantes, sin temor a la oscuridad, sino por el contrario, aprendiendo a ver en y a través de ella. Como la medusa, que aún muerta en la orilla es un ojo que nos mira. El gesto de escribir, el acto de cantar, ya es una forma de danzar el ritmo del mundo. Es abrazar y besar la sombra, los lugares internos y externos donde no entra la luz, siendo la sombra una aliada y compañera: “Sombra, ¿dónde estás?” (21).
Y del mismo modo como es capaz de sumergirse en el cenote, entrar en las aguas profundas, también mira hacia arriba, en dirección al cielo. Es capaz de leer con la punta de los dedos los minerales y sus misterios. Reconociendo el intenso placer sensorial que implica existir en este plano terrenal, pero también el poder espiritual de la literatura como vehículo que nos lleva a otros mundos.
Los poemas de este libro funcionan como espejos de agua, que nos recuerdan nuestro lugar en el universo revelando el orden sagrado y perfecto. Y plantean al mismo tiempo una nueva escala de dimensiones que permiten situar a la hablante en un espacio donde funciona otra espacialidad y temporalidad.
El ejercicio y hábito de la escritura se tornan entonces en un vehículo para activar la memoria de la infancia y también la memoria ancestral. A través de este experimento, que le pone atención a lo repetitivo en vez de obviarlo, se logra develar una genealogía, mirar a los ancestros y ancestras, reconocerse en el rostro del hermano y generar cruces y alianzas entre especies. Ya que la exploradora no solo está interesada por moverse en distintos territorios, sino por la autoexploración y autoconocimiento. Sabe que este implica muchas veces revisar los lazos familiares. Asumir el abandono en tanto una subjetividad que desborda lo que se espera de ella, y encontrar fuego en esa exploración.

“no puedes defenderte
no existe remedio
solo fuego constante
donde estás abrazada” (67).

El deseo fluye libre a través del poemario, de forma no disruptiva ni violenta, en tanto no busca poseer: “no puedo tocarla porque es mi amiga” (46). Dibujando un universo afectivo que hasta ahora ha sido escasamente nombrado en el canon, ya que parece no tener un espacio en las narrativas amorosas o bien tiene un espacio marginal. Una intimidad que nos protege y merece ser retratada. Ensalzando la belleza de la sexualidad entre amigas. Intimidad con la otra y con sí misma, desde la certeza del poder político del autoplacer, la autoexploración y la ternura:

“me doblaré bajo la sombra
de mi costado más tierno
y si anochece
buscaré mi propia luz” (59).

Así el poemario a ratos toma un tono confesional de diario de vida. Un registro cotidiano que constata pequeñas cosas, como el acto de acostumbrarse a la oscuridad, iluminar aquello que no es predecible, ni obvio, aunque suceda todos los días:

"Cuando comenzó a temblar
contra el ventanal
que dejaba ver el atardecer naranja y azul
enseñar a un alumno
cómo el haikú retiene un instante".

Es así como este viaje no lineal, o sin un itinerario claro, más que el dictado por la memoria, se torna a ratos un manual para amaestrar a un perro de raza. Poemas que por un lado sorprenden, pero que son parte orgánica de un texto que desde el comienzo pone el foco en la animalidad, no desde la soberbia de pensarse como una especie superior. Sino observando que este vínculo funciona también como un espejo. Ya que nos muestra la forma en que los humanos nos domesticamos para estar con otros, configurándose el poema como espacio de curación, de hermandad con otras especies animales.
Nanas y canciones de cuna forman parte de este entramado. La hablante sabe, asimismo, que a través de la belleza de la imagen y del canto, es posible sanar el dolor o, al menos, aliviarlo, entendiéndose la poesía como canto sagrado. Como una celebración de la vida y también de la muerte. Invitándonos a conciliarnos con la idea del fin de un ciclo vital. A aceptar la muerte como parte de la experiencia. Y al mismo tiempo bendecir a través de la vibración de la palabra el cuerpo, que es el primer territorio. Es así como en este poemario escrito con la mano izquierda, o con el lado izquierdo del cuerpo, se esboza una religiosidad pagana: “oraré por mí / porque dejé de creer” (31).
A través de plegarias que no caen en la desesperanza total, ni en la esperanza vana, sino que creen en la creación como una fuerza en sí misma, reconociendo que la fuerza de la naturaleza es superior a la poesía y comprendiendo que a veces estas pulsiones se confunden:

“una dedicatoria secreta
una nota sencilla de amor
un poema
un relato que solo la naturaleza destruye” (33).

Lo eterno es así el ciclo natural, no la idea de Dios, ni los símbolos que han desaparecido. Lo que se preserva luego de la muerte del patriarcado son los árboles y sus frutos.
Por ello, en Experimentos acerca de la repetición de los días nos encontramos con poemas que proponen aprender los nombres de plantas y animales, para así nombrar un universo emocional que a veces está afuera y otras se vuelve hacia adentro:

“el sol es una pequeña estrella
entre miles de formas
y más allá
la Vía Láctea: un punto
en la red de millones de galaxias
una gota en un río infinito
y más allá, yo
tendiendo un puente hacia ti” (44).

Oír la pisada o el crujido del paso de los animales, la fusión con el cuerpo animal es lo que se busca: “llamando en la copa de un árbol, / mi propio latido”.
Estar presente, aquí y ahora, en el instante irrepetible, es el temple de este poemario. Una poesía que se abisma en sí misma, develando la belleza del acto escritural, con sus errores y aciertos: “no hay poemas resueltos” (64).
Entonces el emblema del artista no se constituye de palabras, sino que es el momento mismo, la posibilidad de pasear por un bosque, de estar en contacto con el misterio, el espíritu de la naturaleza. Escribir poesía es parecido a armar secuencias, a darle una narrativa al movimiento caótico del Cosmos. Es asumir ese movimiento sin miedo, estando alerta, saber que en cualquier momento puede ocurrir el temblor. Porque a través del poema se puede establecer, repito, una narrativa de lo que nos sucede. Una narrativa que da sentido y nos hermana.
Porque si volvemos al título del poemario, ya nos remite a que la escritura es una acción cotidiana, una acción donde cualquier imagen cabe. Que da cuenta de un estado de poderosa vulnerabilidad, al querer seguir conociendo, explorando. Aunque el viaje a ratos pierda sentido y cuando nos encontramos ante la pérdida de sentido entonces tenemos la opción de observar los pájaros y los árboles que con su corporalidad remueven el espacio, así como lo remueven un par de mujeres que se besan en la arena, mujeres que son observadas pero que han perdido el miedo de amarse en público (52).
En síntesis: leer este libro es adentrarse en imágenes complejas y simples a la vez, que encierran una profunda comprensión del mundo. Imágenes poderosas, que subvierten el orden establecido. Es la oportunidad de contemplar una constelación de poemas que contienen la sabiduría de comprender, en carne propia, que adentro es afuera, como es arriba como es abajo
El texto termina así con una plegaria del fin del mundo, poema que abraza el dolor de la tierra herida, llamándonos a tomar conciencia de dónde estamos paradas. Cuando se ha roto el equilibrio afuera, y nombrar la realidad es un ejercicio complejo, las palabras se pronuncian desde un terreno instintivo. Marcando territorio como lo hacen los animales, de manera sutil: con orina, con fluidos corporales, con un mordisco que no deja los dientes marcados. Constatando la vida para celebrarla, reconociendo su violencia y su daño. Así como celebro hoy que este segundo poemario de Natalia Figueroa haya llegado a mis manos cuando ya ha tomado una forma hermosa, producto de un trabajo artesanal, acompañado de las ilustraciones de Constanza Sánchez López, convirtiéndose la poesía en un tejido interdisciplinario. El trabajo de la artista está en diálogo y le otorga más belleza al poemario. Las xilografías, que dan ganas de colgar en la habitación, dan fuerza a estos versos poderosos, que nos susurran los misterios de la naturaleza y de la vida que se despliega en ella, tomando el acto creativo de la escritura poética el cuerpo de un objeto mágico, que todes deberían tener en sus bibliotecas.

Begoña Ugalde. Estudió en literatura Hispánica en la Universidad de Chile y Máster en Creación Literaria de la UPF. Ha publicado los poemarios El cielo de los animales (La calle Passy 061, 2010), La virgen de las Antenas (Cuneta, 2011), Lunares (Pez Espiral, 2016), Poemas sobre mi normalidad (Ril ediciones, 2018), La Fiesta Vacía (Tege Libros, 2019). Además, es autora de obras teatrales, entre las que destacan Fuegos artificiales, Temporada baja, Yo nunca nunca, Lengua materna, Cadena de frío y Toma. Su última publicación es el conjunto de cuentos Es lo que hay (Alfaguara, 2021).

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