[¿Qué es un libro?]. Por Víctor Quezada

Es una pregunta de larga data, que se reitera cada vez que ocurre alguna transformación significativa en las tecnologías de producción de textos. Qué pasa hoy mismo, con los libros creados y diseñados con herramientas digitales para entornos digitales, qué pasa con los libros del pasado y, específicamente, con aquellos que, dado su estado de conservación, pasan por un proceso de digitalización por el cual se hacen accesibles a través de internet, donde son leídos e interpretados.

¿Qué es un libro?

una cosa doble

El libro siempre ha sido una cosa doble. Paradójica. Al menos. En la Europa del siglo XVII, era concebido “como una criatura humana” (Chartier, 2007, 122), esa especial creación que nacía del lazo entre materialidad (cuerpo) y discurso (alma).
Ahora bien, esta metáfora no resultaba tan simple como pudiera parecernos a primera vista. Para el impresor español Alonso Víctor de Paredes, autor de Institucion, y origen del arte de la Imprenta (1680), “el alma del libro” no correspondió solo al discurso representado en el texto: “Un libro perfectamente acabado, el cual constando de buena doctrina, y acertada disposicion del Impresor, y Corrector, que equiparo al alma del libro” (citado en Chartier, 122). Para Alonso de Paredes, en la composición de libros, no existía una separación ideológicamente motivada entre trabajo intelectual y trabajo manual, así como tampoco, a pesar del lenguaje metafísico, una esencialización de las obras del intelecto.
Es en el transcurso del siglo XVIII, como reacción particular a la piratería, que al objeto material -dotado de hojas de papel encuadernadas, tapa y lomo de cartón, madera o cuero- se le añade una segunda naturaleza separada: de obra intelectual adscrita a un nombre propio. El libro como tradicionalmente lo conocemos, una cosa:

material, producida por impresores, encuadernadores, obreros y obreras tipográficas, correctores y editores;

e inmaterial: surgida de la imaginación y el estudio de autoras y autores.

Fue Immanuel Kant uno de los primeros en establecer esta separación que nutre la doble naturaleza del libro como objeto material, que “pertenece a su comprador”, y “como discurso dirigido a un público, que sigue siendo propiedad de su autor y que solo puede ser puesto en circulación por sus mandatarios” (Chartier, 2008, 23-24).
Esta concepción jurídica del libro -que separó las obras escritas de su materialidad- tuvo un conjunto de consecuencias que propiciaron la aparición de estatutos como el de la propiedad intelectual y los derechos de impresión, que redundaron en una desmaterialización del libro (roto el lazo entre cuerpo y alma), cuyo contenido discursivo puede ser reconocido como siempre idéntico, ideal o trascendente, sean cuales sean las formas múltiples de su publicación.
Tal concepción aseguró, por otra parte, la movilidad de los textos entre formas, formatos, soportes y lenguas, así como un orden de los discursos a partir del cual otros objetos eran susceptibles de ser distinguidos, clasificados y jerarquizados, como diarios, revistas, cartas, registros y otros documentos.

una cosa inmaterial

Roger Chartier, en su Lección inaugural en el Collège de France, así como en otros textos, se preguntó hacia fines de la primera década del siglo XXI sobre este proceso de separación del libro de su aspecto material como respuesta ante el miedo ilustrado por su desaparición en los nuevos contextos digitales. La premisa que sustenta tal lección es, por supuesto, metodológica. Considerando el tiempo de larga duración de la cultura escrita que inicia con la revolución que supuso el códice como forma matriz del libro moderno, nos afirma que “el sentido de un texto, ya sea canónico u ordinario, depende de las formas que lo dan a leer, de los dispositivos propios de la materialidad de lo escrito” (2008, 9).
Esta premisa sirve, entonces, para explorar los sedimentos de las preguntas por la desmaterialización o, directamente, la muerte del libro que aparecieron durante la primera década del presente siglo. Sus respuestas, como se puede anticipar, ante mutaciones que parecen conducir a la disolución de la materialidad del códice y, luego, del “libro unitario” ligado a una autoridad fuerte, redundan en la exposición, primero, de la reorganización contemporánea de los discursos que ha conducido (como la misma historia del libro y la lectura lo atestiguaban) a una coexistencia de “antiguos objetos y gestos” y “nuevas técnicas y prácticas”. El libro, en su doble naturaleza, concluye Chartier, no morirá: ni como discurso ni como cosa material pues parece ser, todavía, “el objeto más adecuado a los hábitos y expectativas de los lectores que entablan un diálogo intenso y profundo con las obras que les hacen pensar o soñar” (2007, 127-128).
Ahora bien, ese es el libro tradicional y eran los primeros años de la globalización de internet; desde entonces la aparición de variantes tecnológicas, de acceso e institucionales ha modificado en algo el panorama en el que libros electrónicos (con formatos diversos: epub, mobi, PDF, JPG, HTML, creados con herramientas digitales para aparatos de visualización específicos) conviven con los libros materiales del presente y -asunto que pasará a formar el sentido de lo que se expondrá a continuación- con los libros del pasado. ¿Qué sucede hoy con esos libros, muchas veces inaccesibles, que, sin embargo, producto de la preservación digital, circulan en repositorios virtuales* en donde traban relaciones con colecciones heterogéneas: fotográficas, de publicaciones periódicas o audiovisuales?


una imagen móvil

Es casi un enunciado político. La digitalización permite, entre otras cuestiones, superar las barreras del espacio, las disciplinas y las instituciones, facilitando el acceso a colecciones que habían permanecido restringidas, ya sea por el estado de conservación de sus documentos, la distancia física de sus potenciales lectorxs o por un conjunto de condiciones socioeconómicas y educativas.
En términos generales, internet -como el deseo de una “biblioteca sin muros” (o de muros invisibles puesto que es fácil dar con las narices en sus paredes)- ha hecho más cercana y transversal la experiencia del conocimiento y la producción del saber, transformando, en principio, el aspecto material del libro que -con la digitalización y su movilización hacia entornos virtuales- ha devenido principalmente imagen.
Esta transformación (el libro como imagen móvil) ha supuesto también un cambio potencial en nuestra relación con la lectura y la producción de conocimiento al reducir las asimetrías tradicionales que, por ejemplo, en instituciones como las bibliotecas, han situado al libro como un objeto cultural privilegiado, propio de prácticas interpretativas y hábitos vinculados a ciertas disciplinas.
Sin embargo, en el reverso de esta liberación material y física del libro por su devenir imagen, surge en el espacio de internet un conjunto de desventajas o problemas para la puesta en valor de aquellos libros digitalizados que forman parte del patrimonio de comunidades, instituciones o países (libros a los que en adelante me referiré con la caracterización más amplia y también ambigua de objetos digitales).
Entre ese conjunto de problemas, podríamos, quizás, enumerar tres.
Primero, en su referencia al original, con la transformación digital se pierde la experiencia háptica con el objeto material (Göbel y Müller, 2017: 21); problema que se acrecienta al trabajar con documentos que relevan aspectos editoriales, gráficos, de composición o que buscan poner en crisis el concepto tradicional del libro, como por ejemplo en el caso de los libros de artista en los que pliegues, juegos de montaje u objetos tridimensionales construyen sentidos que necesariamente modifican la experiencia lingüística de lectura.
Segundo, en relación con la reproducción técnica, como hemos dicho, la digitalización hace posible la vida libre de las imágenes fuera de los espacios institucionales que tradicionalmente se preocupaban de su conservación y difusión. Como pensara Boris Groys para el escenario del arte contemporáneo, la digitalización permitiría “que las imágenes se hagan independientes de cualquier práctica de exhibición”, cuestión que supone el despliegue de una nueva capacidad para “multiplicarse y distribuirse a ellas mismas”, “de manera inmediata y anónima, sin un control curatorial” (Groys, 2008, 83). Esta capacidad de autorreproducción y autodistribución de las imágenes ha derivado en usos que hacen posible la aparición de nuevas formas de representación que han encontrado en internet un espacio particular.
Derivado del anterior, un tercer punto. La digitalización, en su relación con los saberes, por un lado, y con la singularidad de los objetos, por otro, puede contribuir a la desvalorización de los libros del pasado al ser desplazado su contexto de inscripción histórica y modificados las prácticas, hábitos y gestos que acompañaban su lectura.
¿Qué sucede entonces con los libros del pasado, que aparecen sin mayores mediaciones como accesibles en plataformas virtuales, que se muestran como disponibles para ser leídos?, ¿perdura en ellos la distinción tradicional que los caracteriza como una cosa doble y paradójica, material e inmaterial, como discurso legible, legalizado y legitimado por las instituciones detentadoras de las culturas nacionales?, ¿tienen acaso alma?

archivo y visualización

La transformación contemporánea del libro tradicional no sucede solo como la reproducción más o menos fiel de un original situado fuera del espacio virtual, sino en la intersección de un proceso técnico y un conjunto de operaciones semióticas que van modelando eso que conocemos como objeto digital.
Pero, antes, ¿qué es la digitalización?
Podemos entender la digitalización como el proceso de codificación de un documento físico a través de su captura por una cámara digital o un escáner, que tiene como producto un conjunto de datos susceptibles de ser decodificados por un software.
Sin embargo, esta definición tiene algunas falencias pues sugiere la idea de la sustitución de lo análogo por lo digital y, además, una equivalencia entre los datos involucrados en el proceso de codificación y su posterior decodificación por un programa computacional. Esta relación de equivalencia pareciera también extenderse al objeto físico, cuya reproducción técnica aseguraría una cierta continuidad -entre objeto material y objeto digital- parecida a la que existiría entre un original y una copia.
No obstante, en términos más o menos abstractos, podríamos decir que a través del proceso de digitalización se obtienen dos productos diferentes: un archivo digital y una imagen en tanto visualización de ese archivo invisible. Es importante manifestar que la relación diádica entre dichas instancias diferenciadas -que Boris Groys denomina como archivo de imagen (image file) e imagen propiamente tal (image)- es un efecto de la visualización de los datos digitales y no implica la identidad de ambos elementos. Esta brecha se abre si consideramos archivo e imagen en su referencia al objeto físico.
Entre objeto físico, archivo de imagen e imagen no existe una relación de identidad pues en el proceso de su visualización en una interfaz intervienen factores tecnológicos y de interpretación (a saber, que implican lectorxs reales, prácticas, hábitos e instituciones mediadoras) que modifican el objeto digital, entendido ahora como un conjunto de relaciones no lineales entre elementos diferentes.
La transformación digital, concordamos con Barbara Göbel y Christoph Müller, “se caracteriza por una co-existencia entre prácticas, procesos, instrumentos y estructuras análogas y digitales, con desplazamientos incompletos, reemplazos parciales y solapamientos. No se trata de una simple sustitución de lo análogo por lo digital, sino que existe un alto grado de hibridez en este complejo proceso de transición de sistemas tecnológicos” (Göbel y Müller, 2017, 21).
Pensamos, entonces, que un objeto digital, como conjunto de relaciones, es producto de una construcción semiótica en la que se deben considerar variantes tecnológicas (de software, hardware, en continuo desarrollo); variantes de recepción, que dependen de los saberes que poseen quienes interpretan las imágenes; y variantes de contexto, por las que las imágenes son inscritas y reinscritas, “puestas en escena” y “performadas” (Groys, 2008, 85).

contextos

El cambio es una constante en la historia del libro. Un libro -como reiterara Borges en su afanosa defensa de la lectura y, por tanto, de la paradójica identidad del texto- es un “eje de relaciones” por las cuales el Quijote fue, es y será siempre y nunca el mismo Quijote.
Estas relaciones, ahora bien, no se restringen al aspecto interpretativo por el cual el sentido múltiple de un texto varía según su recepción. Si consideramos en su generalidad el modo de funcionamiento de los objetos digitales, estas son también relaciones tecnológicas (que marcan procesos de digitalización, visualización y de transmisión de datos) así como relaciones contextuales en las que los objetos digitales se inscriben o integran a colecciones o series de objetos.
Hemos dicho. En su tratamiento de las imágenes digitales en los espacios de exhibición del arte contemporáneo, Boris Groys se hace cargo de pensar la relación entre el archivo digital invisible y la imagen visualizada. Esta visualización presupone una serie de desplazamientos: desde la codificación hacia la decodificación; desde el estatuto de no-imagen del archivo original invisible hacia el estatuto de imagen; y ­desde el espacio de invisibilidad del archivo hacia el espacio de visibilidad de la imagen por su localización.
La característica principal de la imagen digital para Groys es, precisamente, ese hecho de su localización en un espacio y un tiempo determinados, el hecho de su exhibición en un nuevo contexto. Si la reproducción técnica -entendida como sustitución y continuidad- hacía de los originales copias, la localización haría de la imagen visualizada un evento siempre original, al ser inscrita en nuevos contextos por los que se hace parte de un movimiento complejo de descontextualizaciones y recontextualizaciones que hacen dificultoso no solo postular la identidad entre imagen y original, sino también la persistencia de la identidad de la imagen consigo misma (y de la naturaleza discursiva del libro por añadidura), puesto que su dinámica de aparición se hace posible por las relaciones que traba con los elementos diferentes que la determinan.
Un objeto digital actúa como las imágenes y las imágenes actúan como las citas en el dominio de la escritura: desplazando un fragmento de texto de un entorno lingüístico a otro; sin domicilio fijo, entre el pasado del original y el futuro abierto del nuevo contexto. Esta dinámica relacional es propiciada y exacerbada por ese espacio de inscripción expansivo que es internet, en donde el objeto digital es visualizado e interpretado.

el sentido / hoy

Con la preservación y producción digital de libros, da la impresión de que estamos viviendo un estadio de la historia en el que se ha intensificado de manera radical aquella separación centenaria entre materialidad y discurso, sin embargo, esta distinción -que atañe más bien al aspecto legal (de legibilidad y legitimación) que hace que ciertos discursos sean considerados obras intelectuales- parece no ser completamente adecuada.
Si bien es patente la desmaterialización que implica la restricción del acceso por motivos de conservación en el caso de los libros patrimoniales, o el abandono del aspecto material de esos antiguos dispositivos conocidos como libros por el privilegio de la producción digital, este proceso obedece más bien a un horizonte técnico (que se entronca, por ejemplo, con las transformaciones introducidas por la imprenta en la historia de la cultura escrita).
Es interesante entonces cierta relación que podría llamar inversamente proporcional. Por una parte, se reemplazan (o diversifican) algunas formas y formatos por otros digitales (y, con ellas, su peso, su volumen, su porosidad, su olor), mientras que por otra parte, se hace necesaria una infraestructura tecnológica transoceánica para asegurar sus mitos de conexión y acceso global y, de lado de lxs lectorxs, dispositivos de lectura individuales que, por el desarrollo acelerado de software y hardware, van quedando obsoletos en poco tiempo.
La digitalización, más que desmaterializar esa cosa inmaterial que es el libro, vuelve a atar el lazo entre materialidad y discurso hasta hacerlo casi invisible, pues los libros digitales, en tanto imágenes, son indiscernibles de los aparatos que permiten su visualización y posteriores interpretaciones, reconocido el hecho de que “el sentido de un texto, ya sea canónico u ordinario, depende de las formas que lo dan a leer, de los dispositivos propios de la materialidad de lo escrito” (Chartier, 2008, 9).


Nota

* Me refiero aquí, en específico a catálogos en línea como la Biblioteca Nacional Digital de Chile, Colecciones Digitales de la Biblioteca Pública de Nueva York; Internet Archive o Gallica de la Biblioteca Nacional de Francia.

Fuente de las imágenes

Paredes, Alonso Víctor de (ca.1680). Institucion, y origen del arte de la Imprenta, y reglas generales para los componedores. Roderic. Repositori de contingut lliure. Universitat de València.

Bibliografía

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