[Hebras de Pía Barros]. Por Fernanda Martínez Varela

Hebras (Asterión, 2020) de la escritora Pía Barros (Melipilla, 1956) se teje desde el cruce o la superposición entre estallido social y pandemia generando un conjunto de relatos breves en los que, según Fernanda Martínez (1991), “el momento actual” no aparece como “un hito temporal aislado de otros”, sino más bien como “el resultado de otros períodos históricos que han dejado inscripciones en los cuerpos”.
Pía Barros es autora de los libros Miedos Transitorios (1986), A Horcajadas (1990), El Tono Menor del Deseo (1991), Signos Bajo la Piel (1994), Ropa Usada (2000), Lo que ya nos encontró (2001), Los que sobran (2003), Llamadas perdidas (2006), La Grandmother y otros (2007), El lugar del otro (2010) y Las tristes (2015).

Hebras de Pía Barros

Hebras de Pía Barros es un conjunto de microcuentos que, en la medida de una trenza, anima a pensar en cómo tejemos lo social de la experiencia cuando esta ha sido socavada por una necropolítica que se ha mostrado grotesca bajo la pandemia y el estallido social, pero que no es exclusiva de este momento. El momento actual no es un hito temporal aislado de otros, sino más bien el resultado de otros períodos históricos que han dejado inscripciones en los cuerpos. Dichas inscripciones son a modo de golpes, mutilaciones, desaparecidos que reverberan en la memoria, como si en esta reverberación reclamasen que no hay futuro sin justicia, sin reparación. En este sentido, aquellos familiares de detenidos desaparecidos, si no los mata la peste, los matará la memoria (14).
La imagen de la portada y de la solapa enmarca la lectura en un momento particular de Chile: el estallido social y la pandemia. Sin embargo, las hebras que cuelgan desde cada uno de los ojos sobre el monumento a Baquedano -lleno de ojos bordados- se escapan de la fotografía y llegan al borde material del libro. Las hebras son hilos rojos que recuerdan la sangre de las víctimas oculares tras la revuelta social. Estas mutilaciones, que pretendían destejer un entramado social desde el terror, regresan al tejido y son, justamente, las que permiten reconstruir lo social desde la memoria. Las hebras salen del cuadro de la fotografía porque la crueldad sobre los cuerpos tiene continuidad histórica. La memoria y la ausencia, conceptos que se repiten a lo largo de los cuentos, resignifican la herida ya no como rotura, sino como hebra que permite hacer tejido.
Si la temporalidad que recorren estas hebras es la historia reciente de Chile, la espacialidad que las recorre está dada por los afectos, en tanto la relación con otros es transformativa. Por esto el escenario de los textos va desde Chile a Estados Unidos, con un paisaje rural o urbano, más o menos apocalíptico, aunque conservando el optimismo y el humor. Lo interesante es aquí notar que son los afectos los que significan los espacios y no los espacios mismos. Por esto es que los no-lugares, como los aeropuertos, se vuelven escenarios donde convive el individualismo de aquellos que “insisten en morir pandemias en su propio idioma” (59) con la construcción de vínculos solidarios, como en el cuento “Aeropuerto 2 (JKF)”. En este último, debido a una larga espera la gente transforma esquinas en viviendas, aprenden los idiomas de los otros, se forman parejas y un bebe “pasa de brazos como si fuese de todos” (58). Vale decir, ya no importa donde se iba pues ya se ha llegado.
El objetivo del “enhebrado”, a mi ver, es la posibilidad de una relación no extractiva -si se prefiere el término-, no solo entre personas y entorno natural, sino también desde el ejercicio escritural. Las palabras, llenas de agencia para Barros, se vengan, escapan, se nos revelan y se rebelan. Las palabras se ubican más cerca de los árboles que, en apariencia quietos, debajo del suelo -metáfora del papel- ya tienen la trama urdida a pesar de quien escribe. Los árboles -y palabras- son aquellos elementos que unen una casa con otra, una persona con otra. Los árboles oxigenan los cuerpos individuales, así como las palabras oxigenan el cuerpo social. Por ello, las palabras son también potencia, con ella imaginamos y construimos otro mundo. Fluyen de nosotros pero regresan a nosotros transformando la realidad. En esta línea, Pía exige para sí y los demás el derecho a soñar, a buscar la felicidad, a rehacer el mundo. Las princesas de los cuentos tradicionales que esconden las hijas de la narradora del cuento “Odiar a la madre” preparan batallas antimadres, “labran furiosos autocultivos, y un sinfín de labores que las madres no enseñan a sus retoñas ni en los cuentos” (82). Bajo esta mirada, las hebras son siempre trenzas, donde no hay femimestrómenos sino donaciones de cuerpos vivos -con sus grandezas y limitaciones-, de memorias, de narrativas vitales a una causa común. La hebra es enhebrado y no hilo suelto.
El libro comienza con la serie “Vertical” de edificios que leídos uno tras otro nos deja la sensación de derrumbe social. Es la necropolítica, en tanto ejercicio del poder que administra la muerte para ciertos cuerpos, lo que aparece como innegable desde una escritura que comienza denunciando, pero que termina esbozando la posibilidad de una relación distinta con el mundo. Las hebras entonces son hendiduras en la memoria, inscripciones dolorosas, a partir de las cuales se enhebra una experiencia social que abarca la dictadura hasta nuestros días, donde un modelo de “progreso” cuestionado se refuerza mediante la inscripción de una retórica sobre los cuerpos. Estos cuerpos que han visto, soñado e imaginado otro pacto social, se les desaparece o mutila, son marcados como contaminantes, vigilados por helicópteros, arrojados sobre el pavimento. Ellos reciben la performance de la crueldad que intenta re-inscribir sobre la memoria sensorial del cuerpo un orden, una gramática. Sin embargo, la alternativa relacional que los textos enhebran no está exenta de sospechas. El último cuento abre una posibilidad oscura, una trampa. Un hombre diminuto da de beber a una mujer anciana agónica en el desierto, para luego beber de ella y crecer. Así, la mujer ingresa al cuerpo del sujeto engrandecido y dentro de él “apenas” puede escribir (106).
Quiero detenerme en este “apenas”, pues sin este la lectura tiende a ser ingenua. Sin este “apenas” podríamos pensar que la necesidad de agua de la mujer es satisfecha por un hombre que generosamente escarba en la tierra una raíz desde la cual saca el agua que necesita la mujer. Después el hombre bebe del seno de la mujer el alimento que lo fortalecerá. Hasta aquí la secuencia de dar y recibir parece justa, y así mismo la voz narrativa lo señala “no me pareció un precio excesivo para la vida que me había regalado con la raíz” (105-106). Sin embargo, la aparición del “apenas” revela que existe un aprovechamiento de parte del hombre, pues da la vida que luego extrae. Él, diminuto, no puede crecer sin la mujer anciana, y solo por ello le alivia la sed. Una vez hecho este “mal trato” -mal trato por la posición inicial de desventaja femenina, agónica de sed- la mujer apenas puede escribir, lo que es decir, su potencial de creación está limitado por el contorno del cuerpo masculino que la ha engullido.
Cómo nos enhebramos las heridas para re-tejer las confianzas, la cohesión social, la integración después de todo lo que hemos visto y experienciado, es la pregunta que Barros pone sobre la mesa sin dejar de lado las sospechas necesarias frente aquellos oportunistas, pescadores en los ríos revueltos de la historia.

Fernanda Martínez Varela (Chile, 1991). Socióloga y escritora. Ha publicado Ángulos Divergentes (2006), La sagrada familia (2015) y El génesis (2019). Recibió los premios Roberto Bolaño, Premio Literario UC, Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral y el Premio Escritura Revuelta de la Universidad de Houston. Cursa un Ph.D en Literatura en Georgetown University. Es editora de la revista literaria Plaza Pública y del periódico literario Carajo
 
Fuente de la imagen de cabecera: 
"Pía Barros, escritora: 'Las Tesis son un regalo para la humanidad'”. La Serena Online, 20 de enero de 2020

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