[Entre el simbolismo y la videncia: algunas ideas acerca de la poesía de Ximena Rivera (1959-2013)]. Por Víctor Campos


Víctor Campos Donoso (Iquique, Chile, 1999) nos ofrece un recorrido por el trabajo poético de Ximena Rivera Órdenes (Viña del Mar, 1959 - Valparaíso, 2013) que, en lugar de decidirse por cerrar una interpretación, se preocupa de abrir sentidos, posibilitar lecturas, mostrar "señales probables", a partir de su relación intertextual con otros escritores como Rimbaud y T. S. Eliot. La Obra Completa de Rivera fue publicada en 2016 por intermedio de Ediciones Libros del Cardo.

Entre el simbolismo y la videncia: algunas ideas acerca de la poesía de Ximena Rivera (1959-2013)

¡Oh cuantioso afán a quemarropa!
Prepotencia de belleza encarcelada.
Mar sorpresivo, vejez pretérita.
Casa habitada por la luz y compañía.
Alfonso Alcalde

“¡Qué hablaba de mano amiga! Es una hermosa ventaja que pueda reírme de los viejos amores mentirosos, y herir de vergüenza esas parejas embusteras, –he visto el infierno de las mujeres allí abajo; –y me sería fácil poseer la verdad en un alma y un cuerpo”. Así, Una temporada en el infierno da por concluida su enunciación (Adieu). La soterrada vivencia adolecida de manera continua acaece finalmente como videncia ante los ojos del orador: “He visto el infierno de las mujeres allí abajo”. Hay la apertura seminal que vislumbrará cuerpos únicamente desde una alterada condición sensible: alcanzar un paraíso frente a lo estéril, abrazando una lucidez genuina. Al paso, aparece Godofredo Iommi Marini decidor: “[Rimbaud] toca el fundamento mismo de la razón, allí donde casi se pierde y queda a solas con su propia lucidez”. Aquella la videncia, la visión. “Yo soy otro” dicta el designio de las inversiones, develando la lectura que el joven poeta francés hizo de las correspondencias en Baudelaire: el sujeto enunciador devendrá destinatario y viceversa; elementos terrestres se reunirán con sus equivalentes ideales a partir de la mirada del poeta (fundamento simbolista). Mas, cabe advertir que videncia y simbolismo significan senderos acaso diferenciales.
Cala, en el encuentro primigenio del lector con una arrebatada prosa, el desasosiego enigmático. Inevitable sensación que emana de una poética obstinada en la pesquisa de lo desconocido, esmerada en llevar a cabo su misión en y desde lo oscuro. Entonces, el lector inerme se halla. No hay razón que figure útil, ya que solitario el cuadro se posa sin matemática proporción: hemos sido abandonados frente a la prosa de Rimbaud; es nuestro abandono el que se refleja ante lo extraño de la palabra acuñada. Desfigurados por el despojo, el intento por comprender se deshace y la intuición aparece deseosa de guiarnos, única posibilidad en un instante primitivo.
Y es que una grieta habita aquella arquitectura airada, impregnada de modernidad en sus palabras: ya no armonía sino búsqueda de lo desconocido, a la luz de la conspicua distinción que Iommi Marini realiza en uno de sus ensayos, situando a Rimbaud como progenitor de aquel quiebre. “Hay que ser absolutamente moderno”, reza el joven francés en una de sus afamadas epístolas. Será dicho dictum el fundamento del método inaudito: “… hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso, y razonado desarreglo de todos los sentidos”. Entonces, el riesgo de vincular, de palpar similitudes en lo vigente: ¿dónde buscar esa retórica que desnuda a la razón y la oblitera? ¿dónde hallar el latir acelerado por la conciencia de lo vulnerable que son nuestras palabras? ¿dónde habitan hoy los dones de la desmesura y su asalto inusitado a lo inefable? El desasosiego aludido en la lectura afectada murmura en los versos escritos por Ximena Rivera, heredera declarada del vate francés. El sentido, aparentemente aturdido, nos sume en la vigilia interna que la voz edifica. No hay cuidado: “La palabra es lo que hay” como única apertura de conocimiento, de “este extraño saber / de no soñar bien / lo conocido”. Así, el dictado es creador y erige la videncia; un pago por vislumbrar lo ignoto y anotarle (surgen las palabras del sacrificio). “Veo que algunos / quisieron más luz / al pasar por el umbral de la muerte”, sentencia una triada de versos esclarecedores.
El riesgo asumido convoca nuestras miradas. Hoy, en un estado crítico, el lenguaje se degenera y pierde su vigor. La poesía que ambiciona atentar contra todo orden domesticado pareciera ad portas de extinguirse. Al caso, una idea de Octavio Paz declarada en El arco y la lira se asoma certera: “La poesía de sectas toca a su fin porque la tensión se ha vuelto insoportable: el lenguaje social día a día se degrada en una jerga reseca de técnicos y periodistas; y el poema, en el otro extremo, se convierte en ejercicio suicida. Hemos llegado al término de un proceso iniciado en los albores de la edad moderna”. Asimismo, el ensayista Manuel Espinoza Orellana, en un lúcido ensayo nominado Aproximaciones a la poesía en tanto forma de una permanente controversia escribe, de modo riguroso, un similar diagnóstico: “Si la poesía ha de llevar en sí la voz de la tribu, esta es resonancia de lo primordial. La tragedia del siglo 20 es que la individualidad se hunde profundamente en la trama de lo colectivo. El lenguaje periodístico, radial, televisivo otorga los cánones, las formas verbales, sintácticas de la expresión oral; la publicidad y la propaganda constituyen un mundo de símbolos que llevan al hombre a la afasia mental. Sólo la poesía en tal sentido es salvadora”. Cabe por último citar la agudeza de Eduardo Anguita en Casi el mismo tema: “El poeta de nuestra época está más consciente de la crisis histórica que nos escinde; heridos como estamos por el cataclismo de una civilización en trance, nos sentimos indignos e indignados de aquel original festín paradisíaco de Rimbaud, y de aquí que protestamos y nos alzamos contra la Belleza”.
Entonces, un ejercicio suicida ante el baldío de la lengua se ejecuta como suceso insólito en la época finisecular. Ximena Rivera como heredera del método para ahondar en lo desconocido. Ximena Rivera como sucesora de ambiciones casi inasimilables por escrituras de raigambre contemporánea. Los poetas náufragos –con quienes la autora concuerda en tanto a referentes– admiran profusamente las estéticas erigidas por un Humberto Díaz-Casanueva, por un Eduardo Anguita y por un Rosamel del Valle, mas ella procura la travesía por lo ignoto y su recuperación anhelada como metamorfosis constante; el sentido ontológico de la pluma y su grafía subyugado a la videncia; el desbarajuste a manera de arte poética (“Terminé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu” escribe Rimbaud); el despojo de toda racionalidad común “para terminar cantando tu nombre porque sí”; una continuidad al construir imaginarios con lenguas extrañas: “Lo que yo pude ser / con el dedo lo tracé línea a línea / incomprensible en las arenas”; “Pero es inútil seguir con estos versos: / difícilmente se me entenderá, / difícilmente se me creerá” son palabras que delatan una incomprensión. En fin, un hablante que se dice a sí: “Extraño y sorprendente / que yo oliera a tierra / que es el aroma de todo lo comprensible / y claro de este mundo”.

***

La tentativa acusa una fecunda lectura de la obra de Arthur Rimbaud. En dos ocasiones, los versos de este último figuran al servicio de epígrafes; además, su teoría en Cartas del vidente es tratada en una entrevista conferida por la autora: “Cómo lo interpreto yo a Rimbaud… lo interpreto como: quiero leer con mi oído, quiero gustar con mi olfato, quiero tocar con mis ojos. Ese es el desorden para mí razonado de los sentidos”. La alusión al estado alterado yace a lo largo de todas sus hebras –su necesidad se delata–, como así actúan ciertas partículas que nos retrotraen a la obra misma del joven francés. Mas considero crucial a lo observado los dos poemas reunidos (“Nota preliminar” y “Abisinia IV”) bajo la antología Recital Poetas en la ciudad (2002), en donde se devela una plática imperativa entre el vate francés y la voz enunciadora:

entonces fui y le pregunté a un extranjero
que era tan silencioso
y familiar como mi casa
le pregunté a él por la mayor necesidad
y él me contestó: no es el amor como tú crees
sino que es la palabra amor
que es una metáfora y una apariencia
lo que es la mayor necesidad
y cuando vuelvas a tu tierra y a tu casa
no aceptes que te pregunten
como si no entendieran tu escritura
contempla estos valles
ama las cumbres de estas montañas
y sé siempre un niño
que debido a su corta edad
discurre como un extranjero
en un país desconocido
luego marche por el Viejo Mundo y por el África
y admírese
ya que esto es un secreto para el tonto
y descubre en el delicado viaje
que la tensión de la imaginación
termina por ser lo más bello
y por ser el reflejo del conflicto.

Las huellas relucen a toda vista. Aquel “extranjero”, que en su raíz etimológica comprende la condición de lo “extraño”*, encarna la figura del poeta abandonado por la poesía, un sujeto errante que, después de su renuncia aparente, viaja por el África (“luego marche por el Viejo Mundo y por el África”), ideando iniciativas lucrativamente solventes que nunca gozarán de concreción. Esta fase de la vida del proscrito confirma su enmudecimiento significando, para algunos lectores, parte resoluta de su obra: “… a un extranjero / que era tan silencioso / y familiar como mi casa”. Así, es el silencio –temor que vulnera a la escritura– el que aparece, a su vez, como naturaleza inalienable de la grafía. El cese de la acción no suele constituir una volitiva renuncia, sino que un acontecimiento imprevisible. Cabe recordar una idea esbozada por Octavio Paz: Rimbaud no abandonó a la poesía, sino que fue esta quien lo abandonó a él. Rivera es consciente de ello y escribe consecuente en 18 poemas de agua (2005): “Y Rimbaud comprenda / que la vida es inalcanzable / y tenga la certeza / de que fue utilizado”.
Arthur Rimbaud, en la vorágine de su adolescencia, no temió a la ajena confusión: la lengua del vidente solo se debe a la otredad que en él reside. Ergo, al hablante le será exhortado, de poeta a poeta en “Nota preliminar”: “Y cuando vuelvas a tu tierra y a tu casa / no aceptes que te pregunten / como si no entendieran tu escritura”. Luego de las orientaciones otorgadas para apuntalar una travesía del retorno, advierte el extranjero la conclusión: “Y descubre en el delicado viaje / que la tensión de la imaginación / termina por ser lo más bello / y por ser el reflejo del conflicto” (cursivas mías). No la palabra, sino su eslabón anterior: la sustancia indefinible que escurre antes de devenir en palabra, en paradigma, en presencia. Allí el imperio final de la belleza, la esencia “del conflicto”: “Una noche senté a la Belleza en mis rodillas. –Y la encontré amarga. –Y la injurié” escribe Rimbaud. Asimismo, aparece sugerente el adjetivo delicado al sustantivo viaje en el citado conjunto de Rivera, ya que una de las máximas del poeta francés confiesa: “Por delicadeza perdí mi vida”. Es el desbarajuste que invierte los valores, lo alterado del desorden que es efecto de, en palabras de la autora, “cambiar un elemento por otro en un cosmos”.
En “Abisinia IV” (escrito contiguo), se asoman los acontecimientos ocurridos a la luz de las sugerencias advertidas en el poema previo, en el diálogo persistente entre la voz y Rimbaud:

Me olvidé de cumplir el más terrible de los bienes,
no pronuncié palabra alguna
con las muchas formas de la tortura humana
parece
que he enterrado un futuro notable de poeta.
[…]
cada uno de nosotros tiene que viajar solo
para respirar
para extender las raíces
para trabajar incesante
con la tristeza que hace ya tiempo encontramos
en la peculiar sospecha
de que las palabras serán probablemente
……………………………….….innecesarias.

El silencio ya comentado se exhibe en un a priori como asunción del fracaso: “No pronuncié palabra alguna / con las muchas formas de la tortura humana / parece / he enterrado un futuro notable de poeta”. Mas, la conclusión que reside en los últimos versos conjuga una inquietante ambivalencia: por un lado, pareciera ser el mutismo el destino de toda ejecución que se precie de ser acto enunciador (“el silencio se confundirá con una página en blanco”); por otro, pareciera ser el logro verdadero de la videncia y la metamorfosis del habla: condecoración asumida en soledad, corolario de la obra cual Rimbaud en su abdicación: “Las palabras serán probablemente / innecesarias”. Más adelante, en 18 poemas de agua, se deja leer de manera sentenciosa: “Es una contradicción / bastante benévola esta / saber que el mundo cantado, siempre / permanece silencioso”.
Ergo, se asiste a un sacrificio constante. Ya en Delirios o el gesto de responder (2001) aparecen líneas delatoras: “En mi cuarto recuerdo el sacrificio / y sé que Valeria está / refrescando mi corazón para el festín”. Al rememorar el exordio de Una temporada en el infierno, caemos en la cuenta de un comulgar común: “En otro tiempo, si recuerdo bien, mi vida era un festín en el que todos los corazones se abrían, en el que todos los vinos corrían”. Ambas poéticas arrojadas, entregadas a la desmesura de sus visiones. Además, en las líneas de Ximena Rivera se ofrece una inversión de identidades –acto de sacrificio del yo– a la luz de un anterior poema nominado “La más pobre demostración de amor”, publicado en Antología de la locura (1994): en el último caso aludido asistimos a una madre Ximena que cuida de su hija Valeria: “Valeria llega a la rotonda / con la manía del zoológico en la cabeza / y la promesa que va y viene / de zapatones y dulces / dentro de su alma. / ¡Ay! Nanita, las formas / del cariño son grandes / ¿me recuerdas?”; mientras que a lo largo de Delirios o el gesto de responder, una amiga Valeria resguarda maternal en su morada a una vulnerable Ximena: “¿Por qué me alojas?, pregunté. / Porque a ti te he llamado amiga / –dijo Valeria– / y toda mi casa te mostré”. Sin embargo, se advierte, en el profundo orden de las cosas, un vínculo indisoluble: “Yo no me he separado de mí, Valeria / no me he separado de tu cabeza / de tu nariz / de tus ojos / de tus oídos”, reservando la posibilidad de filiación ajena solamente a una comunión con lo divino: “Sólo Él se adhiere a mí / como queriendo perderse, anularse / diluirse en estas manos por un rato”. Así sucede el axioma en la plenitud de las letras: yo es otro.
Esta inversión acontece también internamente en el último poemario referido, pero vinculada al acto de la polivalencia: “Llegó la hora de disolverse / en la ceniza del tiempo que somos y no somos” y “¡Farsa el tiempo! / Mas no mentira” son versos que confiesan una ambigüedad sobre ciertas esencias: el ser y el tiempo al caso. Pero toda la gama de maniobras no solo se reduce a lo mencionado; hay otras que residen a lo largo de su obra y que permitirían pensar a esta última desde el simbolismo francés. Sergio Pizarro, en una ponencia nominada El reverso de Valparaíso en la poesía simbólica de Ximena Rivera, desarrolla la posibilidad de leer en dicha clave la obra de la poeta porteña. Una lectura aguda nos invita a intuir, acaso atisbar aquel ingreso, mas Pizarro ahonda lúcido en ella. La propuesta resulta acertada si leemos pasajes que confirman un arte poética que obedece a la esencial idea swedenborgiana del simbolismo, que comprende una relación entre los elementos terrenales con otros del mundo ideal: “Resignada, veía unidad / en aquel hermoso filtro de agua / veía una relación visible / un ancho ojo fosfórico / una nebulosa hecha de agua” se lee en Puente de madera (2010), siendo uno de los extractos más clarificadores; asimismo se extraen del mismo poemario las siguientes líneas: “Por el arte de las analogías / si tú lo deseas / estas figuras podrán ser una piedra”. Sin embargo, la académica Anna Balakian (autoridad en lo concerniente a simbolismo y surrealismo franceses) distancia la obra de Rimbaud del movimiento simbolista ya que en ella no se halla “una concepción imaginativa del más allá, sino el delirio aquí en la tierra”. Esto nos instala una problemática: ¿es Rivera entonces una poeta simbolista o vidente (rimbaudiana)? Y sin necesariamente excluir una línea de la otra: ¿estamos frente a una poeta vidente de influjos simbolistas? Tal vez, cabe pensar en una segunda influencia para conjugar una matriz de creación más íntegra. Es cierto, no solo Rimbaud yace en el tejido, sino que también aparece un Baudelaire, un Mallarmé y un Artaud. Sin embargo, al pensar en una segunda gran influencia, señalo a un poeta soterrado, mas reconocible en la poética de Rivera: hablo de T. S. Eliot. La sinestesia ‒por mencionar un ejemplo‒ en su rigurosa naturaleza terrenal (siguiendo a Balakian), nos alejaría de lo estrictamente simbolista (“le preguntas su nombre / y su nombre brilla en las estepas / como algo redondo, sonoro y bello”) y aseveraría la filiación que la poeta porteña posee con el joven vate francés, antes que con cualquier otro poeta.

***

El crítico literario Edmund Wilson, en su libro El castillo de Axel, levantará una tesis heterodoxa y en sumo interesante al caso: la culminación del simbolismo francés no acontecerá en las camadas finiseculares decimonónicas del movimiento mismo, sino que esta se extenderá y consagrará en autores tan disímiles como James Joyce, Gertrude Stein, Marcel Proust, W. B. Yeats, Paul Valéry y T. S. Eliot. Naturalmente, esto conllevaría adoptar una laxitud en cuanto a definir el término simbolismo: “Cada sentimiento o sensación, cada momento de la conciencia, es distinto uno del otro; y, en consecuencia, es imposible reproducir nuestras sensaciones tal como en realidad las experimentamos por medio del lenguaje convencional y universal de la literatura corriente (…) Y es tarea del poeta hallar, inventar, el lenguaje especial y único que convenga a la expresión de su personalidad y sentimientos. Tal lenguaje debe recurrir a símbolos: no se puede transmitir directamente algo tan peculiar, fugaz y vago, mediante afirmaciones o descripciones, sino únicamente mediante una sucesión de palabras, de imágenes, que servirán para sugerírselo al lector (…) Y el simbolismo puede definirse como un intento, por medios meticulosamente estudiados –una compleja asociación de ideas representadas mediante una mezcla de metáforas–, de comunicar sentimientos personales únicos”. Desde esta perspectiva, Wilson concluye considerar a T. S. Eliot como un poeta que implica la consagración del movimiento francés, misma sensibilidad que definiría como “segundo flujo” del romanticismo y que se diferenciaría de la definición rigurosa de Balakian, conjugada a partir de los rasgos más distintivos de la estética simbolista. Un ejemplo de ello es la musicalidad en el tejido del poema: emulación que, independiente de la pulcritud que la escritura de Rivera lleva consigo, yace alejada de aparecer como una intencionalidad.
Previo a esbozar una aproximación de elementos entre las obras de Eliot y Ximena Rivera, cabría señalar algunas huellas intertextuales que la última deja entrever respecto de la primera, a modo de familiarización. Las señales iniciales aparecen en Delirios o el gesto de responder, específicamente, en su segunda parte: “Aquí la historia del niño de los jacintos / que inventó dulcemente el habla, / para dar curso a que yo fuera” (estación VI). Ciertamente, esto rememora a una imagen que yace en “El entierro de los muertos” de La tierra baldía: “Me diste jacintos hace un año; / Me llamaron la chica de los jacintos”. Más adentro, en la estación VIII del poema mismo, la voz enuncia: “Solo sabemos que vivimos y morimos / un poco cada día”. Estas palabras evocan a unas líneas que obedecen al poema “Lo que dijo el trueno”: “Nosotros que vivíamos ahora estamos muriendo / Con un poco de paciencia”. Continuando, en 18 poemas de agua, en el conjunto de prosas bajo el nombre de “En sueños” se lee hacia el final: “No puede haber esperanza, me grita en pleno rostro; no puede haber esperanza, repito yo en silencio, ni alma donde pueda nacer esa frase miserable”. Es a la luz de lo aludido que se consideran los versos que abren el poemario Miércoles de ceniza: “Porque no tengo esperanza de volver otra vez / Porque no tengo esperanza / Porque no tengo esperanza de volver”. Finalmente, destaca en una localización muy cercana a la última cita el siguiente fragmento: “Pero hay que despedirse, despedirse de una buena manera; entonces, despídete, alma, de una buena manera. Hasta mañana, señoras y señores, hasta mañana, señoritas, hasta mañana, hasta mañana”. Así, recordamos los versos finales de “Un juego de ajedrez”, que corresponden a su vez a un extracto de diálogo de Ofelia en Hamlet: “Ta ta. Buena noche. Buena noche. / Buenas noches, señoras, buenas noches, dulces señoras, / buenas noches, buenas noches”.
¿Qué puede potencialmente develarnos todas las intertextualidades señaladas? A priori constatan una asimilación, mas ¿en qué sentido? En que yace principalmente una conciencia respecto del tiempo, al menos en dos planos sugerentes. Por un lado, conciencia del tiempo que le ha tocado vivir a la poesía y a sus enunciadores: sumida en un estado crítico (“todo, todo ha cambiado: / ya no existe la fiebre del anhelo / ni la fiebre del febril deseo / que hace tiempo encontramos”) mas, por consecuencia, estimulante: todo acto de palabra poética implicará entonces, ontológicamente, un acto metarreflexivo. Y hacer valer dicha ontología es lo que ejecutará la poesía de Rivera. El breve poema “Mantra” exhibe de modo concreto aquella confrontación de crisis y redención pensante:

Entonces, lo que hay:
es la palabra.
Palabra.

La palabra,
es lo que hay.

Hay, en consecuencia, la observación desautomatizada ante los espacios comunes: goce afectado entre la videncia extática y la desazón: “Yo sueño volver a la tranquilidad / sin arcángeles furiosos”. Asimismo, reside una conciencia del tiempo en cuanto a dimensión en el poema: “Yo me puse a recitar / uní dos poetas remotos en el tiempo, / poema perfecto de sentido, le dije / y sonreí”. Verso colindante con otro de Eliot que dicta: “Mezclando memoria y deseo”. Es decir, asistimos al cruce de pasado y futuro en una misma experiencia simultánea y presente, además de unir contrarios: “La vida te regaló a su hermana, / la perturbadora muerte” escribe Rivera. Por último, se palpa cierta espiritualidad de la composición collage: hacer poesía con –al decir de Lihn (insigne lector de Eliot)– “restos que se alimentan de restos”.
En este sentido, se destaca un nexo en lo que respecta a ejercer la escritura poética de ambos autores acercados. Pese al lente de la videncia y, en consecuencia, a tratar de gestar una filiación entre arte y vida, la conciencia ya advertida nos ofrece una curva que distancia, a mi juicio, a la escritora de su obra. Es cierto, en más de una ocasión el hablante hará lucir el nombre de pila de la autora misma, pero allí cabe señalar el cómo se nos muestra dicha declaración: “Yo me llamo Ximena, la cadena cruza y gira y sigue”. Se tensiona la posibilidad de significar fuera del texto, similar al ejercicio del poema “Sólo un nombre” de Alejandra Pizarnik: “alejandra alejandra / debajo estoy yo / alejandra”. Así, declarar que la poesía de Rivera es de cariz confesional sería limitar a la retórica expuesta. Y a la luz de lo estipulado es que pienso en uno de los ensayos más célebres de Eliot –“La tradición y el talento individual”– que nos dice: “La poesía no es un derrame, sino un escape de la emoción; no es la expresión de la personalidad, sino un escape de la personalidad. Pero, desde luego, solo quienes tienen personalidad y emoción saben qué significa escapar de ellas”. De modo semejante, Ximena Rivera declaraba en la entrevista ya aludida: “El poeta lírico tiene el corazón frío, yo siendo una poeta lírica podría decir lo mismo”. Ergo, la videncia implica a su vez conocimiento retórico, una pausa que filtra la palabra entre la desmesura: un riesgo calculado o, más bien, pensamiento apremiante ante la necesaria incertidumbre (desorden razonado). Su progresión se palpará en Puente de madera, donde una poesía que se piensa a sí misma se nos enseñará desnuda, develando sus ideas y operaciones. De manera más cruda se palpará dicha progresión en Casa de reposo (2013): prosa meditativa que observa su derredor carente y agotado, tal vez asimilable a lo exhibido en Diario de muerte de Enrique Lihn.
A la mencionada conciencia por la palabra se suma la influencia de Mallarmé: la conjugación de la videncia motivará a replantear una de las tesis del poeta francés que comprende que un poema no está hecho de ideas sino de palabras. Versos de Rivera, por el contrario, confiesan: “A esta altura sospechamos / que no es verdad / que un poema se escriba con palabras”, aludiendo a aquello inexpresable en la conquista permanente de lo desconocido. El vínculo se desarrolla y se permite apreciar en posteriores líneas: “Lo más probable es que Mallarmé / en su justo juicio / nos puso la palabra ‘tal vez’ en la boca / como un signo funerario”. La querella de este último autor en contra del azar y su posterior rendición inevitable (su tragedia) motivaría a empuñar la locución adverbial "tal vez" advertida por el hablante en los versos citados, siendo materia para este último en su búsqueda sumida en lo oscuro.
Ambas conciencias articulan además la aparición del cariz religioso de lo escrito: Ximena Rivera al concebir a la escritura poética como “un acto de fe” y Eliot al escribir “Nuestra literatura es un sustituto de la religión, y así es nuestra religión”.
Thomas Stearns figura finalmente como una lectura que permite equilibrar la videncia desmesurada de Rimbaud. Incluso, yace una cercanía en cuanto a cómo asumir referentes: la matriz del aludido poeta se da, inicialmente, por dos influencias advertidas por el mismo Edmund Wilson: por un lado, poetas románticos anglosajones (Samuel Taylor Coleridge y Edgar Allan Poe) y, por otro, poetas simbolistas (Jules Laforgue y Tristan Corbière); desmesura como efecto y concentración por la palabra, respectivamente. Asimismo, cabe señalar la confluencia de poetas en la obra de Ximena Rivera: Rimbaud ocupará el lugar de la videncia y de aquel ímpetu romántico, mientras que Eliot significará la conciencia simbolista de los elementos que aparecen en el imaginario y de sus recursos tales, a partir de la lectura que el crítico inglés otorga en El castillo de Axel.

***

Señales probables, que espero signifiquen una apertura a una obra tan compleja como la de Ximena Rivera, han sido expuestas. Asimismo, como ya se ha advertido, no considero que la conjugación Rimbaud-Eliot sea una idea categórica, pero al menos permite explorar, a juicio de un servidor, el oxígeno inglés que los versos de Rivera respiran a menudo. Hay influencias aún soterradas y por indagar, si concebimos a la crítica como una extenuante tarea desde la dimensión potencial de identificar aquel entramado que solemos denominar tradición. Una hilera de textos se presenta ante nuestros ojos desafiante: heredero tras heredero, la concentración nos sumerge en el mar agitado de las intertextualidades.
Entonces, después de todo, travesía cansina, pero travesía en fin: “No sé cuánto ha durado el viaje / ni sé ya medir el tiempo, / pero estamos muy cansados / de luchar con el mar / y con esa extrañeza de estar vivos” declara la voz en páginas de Rivera. El tedio que se dibuja como estigma final evoca el gran verso del soneto “Brisa marina”: “La carne es triste ¡ay! y todo lo he leído”. Y es que desfondar lo desconocido a raíz de la desaparición de la Belleza y su armonía (excursión que yace como sacrificio constante y como acto inaudito en la era moderna) conlleva per se una sensación de agotamiento y consecuente hastío. Todo lo conocido se marchita porque ya no es útil en el momento en que la mirada del vidente se posa sobre los elementos. El conjuro es indivisible y desnudo se arroja sobre la página en blanco. De allí la inmolación, el riesgo y el logro de la ceremonia al escribir: redactar aquello que perdemos sin conocer.
Algo sí creemos desprender con certeza del derrotero nebuloso en las zonas del enigma, una sentencia que vivifica a las palabras de los poemas de Rivera (su concentración e intensidad): acto de fe, la poesía es un acto de fe.

Víctor Campos Donoso (Iquique, 1999). Estudiante de tercer año en la carrera Literatura Hispanoamericana de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Participó del Taller de Poesía de “La Sebastiana” (2018), a cargo de los poetas Ismael Gavilán y Sergio Muñoz. Actualmente cursa el Diplomado de Poesía Chilena de la ya mencionada universidad y es ayudante del proyecto “Poéticas postdictatoriales. Memoria y neoliberalismo en el Cono Sur: Chile y Argentina”, dirigido por el doctor en literatura Claudio Guerrero.

Nota
* Nadia Prado, en un reciente artículo llamado Ximena Rivera: La gramática de la suspensión o el desorden razonado de los sentidos, visualiza la bisagra entre lo propio y lo ajeno que el hablante adolece. Esto asumirá la consecuencia de la alteridad, de la otredad desde la voz misma: “El yo se separa, se deshace, se disuelve y radicaliza su infidelidad e incoincidencia, pudiendo solo ser restituido por otro que habita extraño en sí mismo”.

Enlaces
Bello, Javier. Los náufragos. Portal Universidad de Chile
Rivera, Ximena. Obra Reunida. Valparaíso: Ediciones Inubicalistas (PDF, 902 KB).

Fuente de las imágenes
Wong, Julia. "Obra completa de Ximena Rivera Órdenes". Las críticas.com


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