[El espejo del silencio]. Por Věra Linhartová

Věra Linhartová
es una escritora e historiadora del arte nacida en Brno, en la actual República Checa, el 22 de marzo de 1938. Durante la década de 1960 se exilió en Francia, desde entonces comenzó a escribir en francés. Ha publicado Sur un fond blanc (1996) y Dada et surréalisme au Japon (1987), entre otros ensayos. El texto que ofrecemos a continuación, traducido por Mariela Malhue (Santiago de Chile, 1984), fue publicado originalmente en el diario Liberté, volumen 22, número 4: “Et la poésie?”, de julio-agosto de 1980, con el título "Le miroir du silence".

El espejo del silencio

No supe nunca lo que era la poesía, incluso menos, si yo tuve o no algún derecho a un lugar en esta área indefinible. Durante mucho tiempo creí que el ejercicio de la poesía era para mí el único medio en donde me estaba permitido encontrarme en este mundo, perfectamente ilegible, caótico. Ahora, contrario a mi esperanza de antes, me parece más que debo aceptar esta evidencia: la poesía no es un medio de saludo ni una panacea que puede asegurar mi bienestar en el mundo. Su imperio está mucho más limitado. Al mismo tiempo, es infinitamente más amplio.
La eficacia de la palabra poética opera pocas veces respecto de aquel que fue su mediador. Más justa es la palabra a través de la cual una realidad sin nombre busca ser expresada y, además, esta expresión deviene impersonal, anónima, universal. No hay lugar para extraer ninguna vanidad ni para esperar ninguna satisfacción, aunque sea pasajera, de una cosa que no pertenece, cuyos orígenes se remontan sin duda a una experiencia vivida, cuyos objetivos se pierden más allá de mi horizonte. Ya que la poesía comienza ahí solamente donde el yo calla.
Esto que yo llamaría, más bien, la mala suerte del poeta es el hecho de estar constantemente solicitado por otra cosa, por otra cosa diferente de aquello que está delante de sus ojos, por un llamado que lo desvía de la vida inmediata. Ahora, es justamente esta vida inmediata que él intenta asir, para aprehenderla en su espontaneidad, para restituirla intacta. Ahí donde él amaría tocar con los dedos, tiene que tomar el desvío de la palabra. Y la palabra -muy rígida, porque se apoya sobre la carcasa de la lógica, o demasiado borrosa ya que se deja llevar a un desfile de imágenes distorsionadas- es sin lugar a dudas un medio demasiado poco sutil para no fallar a la exigencia de quien ha resentido las vibraciones sin voz del momento presente, del instante por atrapar. El hombre más ligero, más transparente, el más permeable a los ínfimos escalofríos de las cosas mudas -el poeta- está, por lo tanto, sin cesar, trabado en su inspiración. Aunque él esté olvidado de sí mismo, desprendido de las apariencias del mundo, habita todavía en el lugar del verbo.
La palabra es la última carnada, la paradoja del poeta. Aunque el hombre en él busca ser borrado, el poeta no puede renunciar a expresar, primero, el deseo de este borramiento. Receptáculo maleable de hechos fugitivos, el poeta no puede impedir desviarlos de su pulcra orientación, de intervenir para modificar su curso. Así, él transforma cada instante, todo lo que nació para desaparecer, en un tono, en una cadencia sorda que terminarán por traer a una palabra, al encadenamiento de las palabras cuyos lazos producirán una imagen fija, durable, artífice que será el opuesto del instante vivido.
La palabra viene siempre mal a propósito, porque ella articula y fragmenta lo que, en el origen, ha sido confuso. Enturbia la vista, perturba la simplicidad de la visión, separa y gradúa lo que ha sido una claridad o una oscuridad, sin mezcla. Sin embargo, el trabajo poético, una vez acabado, puede producir un retorno inesperado, otra paradoja que viene a anular la primera; este montón incongruente de palabras, de elementos diferentes que es el texto poético puede devenir, en su momento, una suerte de volumen compacto, inseparable, como un espacio de resonancia perfectamente acordado a las vibraciones del universo, donde la palabra no es más que fluidez. ¿Se podría esperar, entonces, que, en el seno mismo del lenguaje común, exista una palabra aparte, la palabra poética que, insumisa a la ley general, pueda, después de, claramente, haber resonado, volver en lo confuso? ¿Puede haber una palabra que no deje trazas?
Hay momentos en los que creo en esta eventualidad; pero más a menudo yo me pregunto si no es, además, una ilusión particularmente tenaz. No llego a zanjar entre estas dos interrogantes contrarias: ¿se puede atribuir a la poesía un poder mágico, casi absoluto, o bien, se la debe tener no solo como una trivialidad sino, inclusive, como un obstáculo real a toda la comprensión directa? Por lo tanto, desde entonces, agoté todos los argumentos para apoyar o desmentir mis conjeturas, me enfrenté invariablemente a una certeza ineludible: desde alguna parte, desde algún lugar para mí desconocido, me vienen palabras sorprendentes a las resonancias familiares y nuevas. Su surgimiento obedece a un orden que yo no sabría definir, pero que se manifiesta imperiosamente desde que se aparta un poco del itinerario marcado por él.
Al fin, sin saber cómo ni por qué, debo admitir que a un costado de la palabra profana, insignificante, tributaria de lo accidental, existe una palabra poética, la única en la cual el movimiento es enteramente libre, independiente de mi voluntad. No puedo evocarla más que en términos imprecisos y vagos. Esta palabra aquí me sobrepasa, lo que me precede hacia aquellos lugares donde podría franquear mis límites. Ella parte ligada con los ritmos que no inventé, comienza con los ecos donde repercuten las sonoridades que yo jamás escuché.
Ella no tiene otro objetivo que estar al unísono con la duración intermitente de este mundo.
Puede que la palabra poética sea un medio entre otros, un camino entre ellos, innombrables, que traen hacia el cumplimiento, hacia la abolición de toda distancia entre yo y otros, entre yo y el mundo. Puede que ella sea el medio por excelencia. Con sus aporías y sus contradicciones, corresponde finalmente, mejor que ningún otro vehículo conocido, a la alternancia de los extremos. A este movimiento portador del mundo, donde el negro y el blanco son reconciliables al fin, a este juego incesante entre la afirmación y el olvido, cuya meta es el yo del poeta.
Un signo distintivo de la palabra profana, desenterrada, y la palabra poética mudada en plenitud, consiste, quizás, en esto: en la lengua de los poetas, cada uno de los vocablos porta en él la carga imponderable de un silencio continuo, armonioso, que es el contrapunto de ruido provocado por el verbo. Cada palabra, cada partícula es anclada en un espacio que está más allá de las palabras. Este es el porqué, me parece, en la poesía, este espejo del silencio donde se realiza una comunión directa entre las diversas caras de un mismo universo, entre elementos tan diferentes que, en ningún otro lugar, tendrían oportunidad de encontrarse.
Como si la poesía fuera una medida común de lo inconmensurable, o aún, una paradoja resuelta, en un brusco relámpago. Algo muy simple, que yo renuncio a comprender y que, sin embargo, no deja de causarme sorpresa, tanto por inquietarme como por alegrarme.

Věra Linhartová
Traducción de Mariela Malhue

Enlace
Linhartová, Věra. "Le miroir du silence". Liberté, volumen 22, número 4: “Et la poésie?”, de julio-agosto de 1980.

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