[Cajones ajenos]. Por Christian Kent
Christian Kent (Asunción, Paraguay, 1983), nos cuenta de sus encuentros, sus lecturas con esas voces a destiempo de las cartas de escritores, poniendo su atención en el Epistolario íntimo de César Vallejo y las cartas del editor de Random House, Saxe Commins.
Para la opinión de Novalis: “Las cartas son los monumentos más importantes que el hombre puede dejar tras de sí”. Como siempre, dispuesto a la exageración. Pero algo de razón tiene, si se piensa de manera menos grandilocuente, digamos más sensible e íntimamente, como es natural en el lenguaje de las cartas, y se dijera que son el testimonio más directo de la emoción humana.
En las cartas había un sentido algo vanidoso de preciosidad o, si se quiere, un placer de la letra, un regodeo en la forma. Además, estaba el agregado de la caligrafía, que es una marca personalísima, irrepetible. Como la voz, tiene la mano su timbre.
Anduve leyendo cartas. El Epistolario íntimo de Vallejo (Alquimia ediciones, 2016), por poner un ejemplo notable. Claro, sigue siendo Vallejo, uno lo descubre en la elección de ciertas palabras, y también en sus pensamientos, tan profundos como humildes, tan criollos como universales, que concurren en una sintaxis frágil, contradictoria, que a cada tanto parece romperse como la cola de una lagartija (vuelve a crecer, íntegra, fortalecida). Además de todo eso hay otra cosa que falta en sus poemas, o en su prosa, que es esa voz que no tiene por qué ni para qué mostrarse decididamente literaria. Su voz está descansando, está hablando con amigos, con colegas y, al hacerlo, se desviste los trajes de escritura.
Es un poco ridícula esa dicotomía poeta/hombre. En el mejor de los casos uno es siempre poeta, también cuando es hombre, o viceversa. Personalmente, no encuentro inteligente esa manía de separar, de dividir; una persona dividida es una persona rota. Yo veo en las cartas al poeta, pero con pretensiones distintas: escribiendo cuando no “escribe”, pensando cuando no “piensa”. Lo que no quiere decir que esas cartas no puedan considerarse como obras de literatura o, incluso, si caemos en la trampa del género, decir que todas las cartas pueden serlo, pueden ser leídas como piezas literarias. De ser así, tal vez me gustarían menos, porque son menos alusivas que expresivas: Vallejo dice que sufre, que está solo, que está enfermo, que está contento, que ha escrito o no, escribe sobre cuestiones financieras y sobre temas de trabajo. En pocas palabras: confiesa.
Claro que lo que uno confiesa en la carta no lo confiesa ante un público, sino ante otra persona en particular, ante el remitente, quienquiera que sea. Puede que sea reprobable la confesión en la poesía, yo no lo sé realmente, no tengo una opinión al respecto. Pero en la carta la confesión no solamente no lo es, sino que además es su parte más esencial; existe para que encontremos un espacio de cercanía con el que no está (es casi una magia), y hasta es más fácil mostrarse en pelotas, abierto, que cuando el otro está en nuestra presencia. Personalmente, siento a veces que mis palabras son mi verdadero cuerpo, más que este en el que me muevo por en tanto. Nunca se está tan desnudo –o tan presente– como cuando se escribe.
Lo reprobable, entonces, si es que hay algo que reprobar, es que acabemos leyendo estos papeles privados, que nunca pretendieron ser leídos por el grueso, pero sí solamente, en el caso de las cartas de Vallejo, por Gerardo Diego o por Juan Larrea o por Pablo Avril de Vivero. Pienso en ello constantemente mientras leo: ¿no somos acaso profanadores, espías morbosos de los cajones ajenos? Lo peor es que no me siento del todo mal, hay cierta satisfacción en esas modestas perversidades. Y el efecto es que quiero seguir leyendo. En la poesía uno, como lector, es un tirano exigente que espera siempre instantes reveladores, pero en las cartas el placer proviene de lo más nimio. Por ejemplo: “No tengo cigarrillos. Voy a fumar un pucho reincidente” (Carta de Vallejo a Óscar Imaña. Lima, 2 de agosto, 1918). O este otro, en la misma carta: “Estoy constipado, y a veces mis narices se ven en apuros sonoros y angustiosos”. Y luego darse cuenta de que la palabra cotidiana de Vallejo, como algunos de sus poemas, están atestados de esos diminutivos que son tan peruanos: “Una estrofita decía…”, “¿Sabrás como estoy en este momentito?…”, “Así le he dicho a Nestítor te diga…”, etc. Sobre la guerra civil española, dice, así, a la pasada, en una carta a Larrea: “Habrá que esperar que el drama de la pólvora termine”.
También llegó a mis manos otro libro de cartas. Las de Saxe Commins, editor de la prestigiosa Random House durante la edad dorada de la novela yanqui. Se carteaba con sus autores que eran Eugene O’Neil (a quien llama Gene), Faulkner, Sinclair Lewis y algunos otros que ahora no recuerdo. El señor Commins hizo siempre lo que estuvo en sus manos por parecer invisible. Al principio de su carrera quiso ser escritor, pero se dio cuenta de que no podía hacerlo por sí solo, de que su talento era el de crear autores; es decir, escribir tras la figura de otro, tras el nombre de otro, desde la realidad del fantasma (ghost writer, en inglés). Su esposa, Dorothy Commins, no podemos juzgarla, creyó necesario publicar sus cartas y la personalidad del editor quedó descubierta.
En una entrevista, un periodista le preguntó cómo definiría su labor, a lo que respondió: “Hago limpieza y reparaciones”. Ese era Commins, un hombre de trabajo, con pocas o ninguna excentricidad, que reconoció y pulió el talento de varios escritores de genio y nunca tuvo la urgencia de la notoriedad, aunque esta haya tocado inesperadamente su puerta.
Tal vez eso sea lo único interesante de ese conjunto de cartas, la realidad de un notable hombre de letras que prefirió borrar su nombre de la literatura.
Hace no mucho vi una película llamada “La Librería”, uno de los personajes, un sensible y solitario lector, antes de empezar a leer arrancaba de los libros el retrato de los autores para alimentar el fuego de la chimenea. Yo estoy de acuerdo: se puede prescindir de los nombres y las biografías.
Lo detestable en el espistolario de Commins: la fantasía alimentada de que los escritores tienen vidas extraordinarias. O peor, la peligrosa mentira de que “hay que vivir mal para escribir bien”. ¡Pavadas!
Cajones ajenos
Para la opinión de Novalis: “Las cartas son los monumentos más importantes que el hombre puede dejar tras de sí”. Como siempre, dispuesto a la exageración. Pero algo de razón tiene, si se piensa de manera menos grandilocuente, digamos más sensible e íntimamente, como es natural en el lenguaje de las cartas, y se dijera que son el testimonio más directo de la emoción humana.
En las cartas había un sentido algo vanidoso de preciosidad o, si se quiere, un placer de la letra, un regodeo en la forma. Además, estaba el agregado de la caligrafía, que es una marca personalísima, irrepetible. Como la voz, tiene la mano su timbre.
Anduve leyendo cartas. El Epistolario íntimo de Vallejo (Alquimia ediciones, 2016), por poner un ejemplo notable. Claro, sigue siendo Vallejo, uno lo descubre en la elección de ciertas palabras, y también en sus pensamientos, tan profundos como humildes, tan criollos como universales, que concurren en una sintaxis frágil, contradictoria, que a cada tanto parece romperse como la cola de una lagartija (vuelve a crecer, íntegra, fortalecida). Además de todo eso hay otra cosa que falta en sus poemas, o en su prosa, que es esa voz que no tiene por qué ni para qué mostrarse decididamente literaria. Su voz está descansando, está hablando con amigos, con colegas y, al hacerlo, se desviste los trajes de escritura.
Es un poco ridícula esa dicotomía poeta/hombre. En el mejor de los casos uno es siempre poeta, también cuando es hombre, o viceversa. Personalmente, no encuentro inteligente esa manía de separar, de dividir; una persona dividida es una persona rota. Yo veo en las cartas al poeta, pero con pretensiones distintas: escribiendo cuando no “escribe”, pensando cuando no “piensa”. Lo que no quiere decir que esas cartas no puedan considerarse como obras de literatura o, incluso, si caemos en la trampa del género, decir que todas las cartas pueden serlo, pueden ser leídas como piezas literarias. De ser así, tal vez me gustarían menos, porque son menos alusivas que expresivas: Vallejo dice que sufre, que está solo, que está enfermo, que está contento, que ha escrito o no, escribe sobre cuestiones financieras y sobre temas de trabajo. En pocas palabras: confiesa.
Claro que lo que uno confiesa en la carta no lo confiesa ante un público, sino ante otra persona en particular, ante el remitente, quienquiera que sea. Puede que sea reprobable la confesión en la poesía, yo no lo sé realmente, no tengo una opinión al respecto. Pero en la carta la confesión no solamente no lo es, sino que además es su parte más esencial; existe para que encontremos un espacio de cercanía con el que no está (es casi una magia), y hasta es más fácil mostrarse en pelotas, abierto, que cuando el otro está en nuestra presencia. Personalmente, siento a veces que mis palabras son mi verdadero cuerpo, más que este en el que me muevo por en tanto. Nunca se está tan desnudo –o tan presente– como cuando se escribe.
Lo reprobable, entonces, si es que hay algo que reprobar, es que acabemos leyendo estos papeles privados, que nunca pretendieron ser leídos por el grueso, pero sí solamente, en el caso de las cartas de Vallejo, por Gerardo Diego o por Juan Larrea o por Pablo Avril de Vivero. Pienso en ello constantemente mientras leo: ¿no somos acaso profanadores, espías morbosos de los cajones ajenos? Lo peor es que no me siento del todo mal, hay cierta satisfacción en esas modestas perversidades. Y el efecto es que quiero seguir leyendo. En la poesía uno, como lector, es un tirano exigente que espera siempre instantes reveladores, pero en las cartas el placer proviene de lo más nimio. Por ejemplo: “No tengo cigarrillos. Voy a fumar un pucho reincidente” (Carta de Vallejo a Óscar Imaña. Lima, 2 de agosto, 1918). O este otro, en la misma carta: “Estoy constipado, y a veces mis narices se ven en apuros sonoros y angustiosos”. Y luego darse cuenta de que la palabra cotidiana de Vallejo, como algunos de sus poemas, están atestados de esos diminutivos que son tan peruanos: “Una estrofita decía…”, “¿Sabrás como estoy en este momentito?…”, “Así le he dicho a Nestítor te diga…”, etc. Sobre la guerra civil española, dice, así, a la pasada, en una carta a Larrea: “Habrá que esperar que el drama de la pólvora termine”.
También llegó a mis manos otro libro de cartas. Las de Saxe Commins, editor de la prestigiosa Random House durante la edad dorada de la novela yanqui. Se carteaba con sus autores que eran Eugene O’Neil (a quien llama Gene), Faulkner, Sinclair Lewis y algunos otros que ahora no recuerdo. El señor Commins hizo siempre lo que estuvo en sus manos por parecer invisible. Al principio de su carrera quiso ser escritor, pero se dio cuenta de que no podía hacerlo por sí solo, de que su talento era el de crear autores; es decir, escribir tras la figura de otro, tras el nombre de otro, desde la realidad del fantasma (ghost writer, en inglés). Su esposa, Dorothy Commins, no podemos juzgarla, creyó necesario publicar sus cartas y la personalidad del editor quedó descubierta.
En una entrevista, un periodista le preguntó cómo definiría su labor, a lo que respondió: “Hago limpieza y reparaciones”. Ese era Commins, un hombre de trabajo, con pocas o ninguna excentricidad, que reconoció y pulió el talento de varios escritores de genio y nunca tuvo la urgencia de la notoriedad, aunque esta haya tocado inesperadamente su puerta.
Tal vez eso sea lo único interesante de ese conjunto de cartas, la realidad de un notable hombre de letras que prefirió borrar su nombre de la literatura.
Hace no mucho vi una película llamada “La Librería”, uno de los personajes, un sensible y solitario lector, antes de empezar a leer arrancaba de los libros el retrato de los autores para alimentar el fuego de la chimenea. Yo estoy de acuerdo: se puede prescindir de los nombres y las biografías.
Lo detestable en el espistolario de Commins: la fantasía alimentada de que los escritores tienen vidas extraordinarias. O peor, la peligrosa mentira de que “hay que vivir mal para escribir bien”. ¡Pavadas!
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