[La caza de lo ausente: Cacerías de Federico Torres]. Por Christian Kent

Federico Torres es un poeta argentino nacido en Berisso, Provincia de Buenos Aires, en 1984. Reside alternativamente entre Formosa y Alberdi (Paraguay) desde el año 2000. Publicó la colección de cuentos Cavernario (2012) y el poemario Cacerías (2018). Coordinó la antología Así nomá´é (Ñasaindy Cartonera, 2013). Cacerías, que ahora nos reseña el escritor paraguayo Christian Kent (1983), es un poemario corregido en conjunto con Gastón Franchini y reeditado en Formosa por Canto Rodado en mayo del 2018.

La caza de lo ausente

Mi intención es tratar de entender qué vínculos entabla el universo de este poemario con la noción de la caza, más allá de la obvia relación que existe con los dos poemas titulados “Cacería I” y “Cacería II”, pues me ha parecido ver, en todo el conjunto, una cierta afinidad entre la pluma y la flecha, el señuelo y la metáfora.
Para comenzar a acercarnos a la tesis de la presente reseña, quizá sea bueno citar a Carlo Ginzburg:
“Durante milenios, el hombre fue cazador. La acumulación de innumerables actos de persecución de la presa le permitió aprender a reconstruir las formas y los movimientos de piezas de caza no visibles, por medio de huellas en el barro, ramas quebradas, estiércol, mechones de pelo, plumas, concentraciones de olores. Aprendió a olfatear, registrar, interpretar y clasificar rastros tan infinitesimales como, por ejemplo, los hilillos de baba. Aprendió a efectuar complejas operaciones mentales con rapidez fulmínea, en la espesura de un bosque o en un claro lleno de peligros”.
Este bosque, siguiendo la tesis de Ginzburg, estaba destinado a desembocar en la multitudinaria imagen del libro de la naturaleza; o bien, dirían los islámicos, el "ayat", o la escritura de Alah que es el universo visible.
Generaciones y generaciones de cazadores fueron perfeccionando este patrimonio cognoscitivo para luego agregar una manufactura y dar así con el sortilegio de la pintura, capaz de capturar el alma de la presa (su imagen), y capaz todavía de algo más maravilloso: capturar el tiempo. Mediante la técnica del lenguaje, la fábula de un hombre que pierde el camello puede atravesar los siglos en boca de tártaros, hebreos, turcos, etc., cada uno de estos agregando sus propios elementos: para los sirios el camello era en verdad un caballo, para los persas el hombre era tuerto, decían los griegos que llevaba dos odres en la grupa, etc.
Lo interesante de esta teoría indiciaria de Ginzburg es el carácter analógico que descubre en el discurso, en el sentido en que “hace conocer abiertamente lo otro, revela lo otro”, como señala Heidegger en “El origen de la obra de arte”.
La metáfora permite decir lo que las palabras no alcanzan. La huella –además de ser lo que es en sí misma (un algo)– evoca una presencia ausente (un otro). Es alumbramiento al tiempo que es ocultación; revela en cuanto posterga el encuentro con aquello que no está ahí.
En el poema “Unas birras con mi viejo”, de Cacerías, encontramos un ejemplo:
¿Sabés quién es este?
le pregunta al quiosquero
es el Fede, responde él mismo
con esa voz que saca de no sé dónde
como cuando cuenta de los pescados enormes
que se le escaparon del río”.
Y en el poema “Manguruyú”, este otro:
“La huida de pez –bien podría decirse viejo–
pende de la impericia del pescador”.
La pesca nunca se concreta. Está tradicionalmente marcada por el fracaso, por ese "casi" que define los relatos del padre. Mientras que sea imposible pescar, la narración será posible. La impericia del padre como pescador se ve compensada siempre por la habilidad para narrar, que convoca a su alrededor a un grupo de hermanos "entre incrédulos y fascinados".
La profundidad del río, donde se oculta el pez, es el espacio de lo insólito; el espacio de lo posible. En definitiva, es el espacio de la metáfora, de la imaginación y de la poesía. El enorme bagre, el gran Manguruyú, siempre logra romper el hilo y permanecer en su condición de mito. Una pesca exitosa, por el contrario, sería la caída del símbolo a la presencia innegable de la cosa. La verdad de la poesía solo puede existir como una lucha entre el alumbramiento y la ocultación (Heidegger).
Esta relación entre el indicio y la presa escondida, entre el símbolo y su referencia, reaparece constantemente a lo largo del poemario en diferentes formas. En un notable poema, quizás uno de mis preferidos, aparece una mujer desnuda frente al espejo.
“El juego consiste en verse andar
sin rumbo y habitar los espejos
mirar de reojo y casi por descuido
cuando una teta saluda respingada
o una pierna hasta las nalgas
desaparece como si no fuera
parte de su cuerpo”.
Fragmentos que hablan de una totalidad ausente. Tal vez cada poema es un anhelo de esa totalidad, pero su naturaleza depende de su carácter inalcanzable; al punto de que las partes se independizan de aquel todo que huye de la posibilidad del espejo, y la representación se convierte en un campo de correspondencias, de desplazamientos, en un auténtico forêts de symboles.
Solo en la imagen del árbol es posible tener una idea del bosque. Esa es la naturaleza del lenguaje: un constante resbalarse del sentido, un juego de indicios detrás de una presa que solo existe en tanto que no está, como los peces que se escapan del anzuelo del padre o como las partes de una mujer que al mirarse duda de estar en posesión de su propio cuerpo:
“De vez en cuando la duda la corroe
y vuelve atrás a verse el rostro
como si al sonreírse y guiñarse un ojo
se asegurase de que su cuerpo aún
le pertenece y no anda por ahí
en el calor de la siesta, sin ella”.
El poema "Cacerías I" es un poema breve en el que se asiste, o bien, en el que nos aproximamos a la posibilidad de la captura. Pero, como veremos, tal posibilidad es cierta solo en parte, pues hay algo siempre que huye de las manos del poeta / cazador:
“Nunca le vi la cabeza
solo la cola de la víbora brotaba de la tierra.

Estiré hasta sentir
el crujir de algo que se desgarra
y seguí estirando
entre el susto y la excitación
mirando el deslizar
de las escamas azul-verdes
revelando un interior alienígena.

La dejé ahí desinflada y deshecha
para que las hormigas o el tiempo
la royeran de a poco”.
"Nunca le vi la cabeza", empieza el poema. Solo la cola de la víbora brotaba de la tierra. Sus dos extremos funcionan como una alegoría de los dos extremos fundamentales de la existencia, el nacimiento y la muerte, el comienzo y el fin. La cabeza no está a la vista, pero sí la cola. Como también es cierto que el origen, en un sentido universal, se esfuma siempre detrás de las nieblas del mito. En tanto que la muerte es una realidad, un drama al que asistimos en el escenario de la existencia, una gesticulación, una danza.
Ahora, es significativo que "solo la cola brote de la tierra". Es decir, solo la muerte nace.
Tal vez, en el gesto de la caza, lo que se busca es exaltar la vida. La muerte no es, en este sentido, otra cosa que su realización, su punto climático. La cacería es un gesto mágico en el que la muerte aparece no tanto como antagonista, sino como momento álgido, verdadero, poético de la vida.
Pero, en el desarrollo del poema que acabamos de leer, el cazador se encuentra ya con el cadáver, con la putrefacción. Pienso, en este punto, casi de manera inevitable, en las Mil y una noches: los cuentos se escriben frente al espejo de la muerte. Estos cuentos, esta quimera, no es otra cosa –sobre todo para el poeta– que la propia vida, y la vida no es otra cosa que una eterna postergación (la estrategia de Sheherazade); no es otra cosa que la errancia del cazador en aquel interminable y oscuro libro de la naturaleza, donde las cosas acuden a él con deseo de convertirse en signos.



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