[De la vida cotidiana, de Guillermo Riedemann]. Por Juan Manuel Silva Barandica

“Palabras, sí, pero palabras participantes de un proceso: días en un calendario, que nada tienen que ver con lo real, pero que lo indican. Algo así ocurre con estos poemas, descreídos, frágiles, pero también con la energía oscura y dolorosa del pasado. Porque el horror sigue ahí, se corporeiza, se actualiza y debemos sentir esa rima entre la violencia pasada y la presente, necesitamos sentirla para que surja el miedo y se active la memoria”. A partir de esta pervivencia del pasado en el presente, Juan Manuel Silva presenta De la vida cotidiana (Inubicalistas, 2019) de Guillermo Riedemann (Reumén, 1956).

De la vida cotidiana, de Guillermo Riedemann

Una de las prácticas más comunes en el cine de Raúl Ruiz es la construcción de paradojas a través de la mímesis del habla chilena. Esto, que forma parte de su poética del cine, está muy bien definido por el profesor Andrés Claro, en un artículo sobre su obra:
“Pues si ya en las conversaciones corrientes entre los chilenos nadie logra decir nada demasiado tiempo sin ser interrumpido abruptamente por otro –o de interrumpirse a sí mismo al ‘irse por las ramas’ o al ‘irse pal lado’, y otros tantos hábitos de retardo consubstanciales a la convivencia nacional–, este intercambio fragmentado y lleno de cambios de dirección llega a su máxima expresión en la conversación de bar, donde los parroquianos, cada uno con su procedencia e historia irreductibles a las de los demás, hablan todos al mismo tiempo, superpuestos, sin que ello impida que se produzca una forma de diálogo o de narrativa posible”.
Aunque parezca antojadizo, menciono lo anterior porque creo que es uno de los ejes de la poesía desplegada por Guillermo Riedemann en La vida cotidiana, sobre todo en su primera parte, llamada “La forma del cuerpo”, donde pareciera que asistimos a un diálogo ininterrumpido de voces y, principalmente, de tonos que parecen remontarnos a otra época. Así, el fraseo simula, en otro tiempo, el decir de un Chile aplastado por el golpe de Estado. Es como si fuésemos escuchando conversaciones en un bar, de mesa en mesa, sin más coherencia que el mero existir en un espacio común. De esa contigüidad nos hablan los poemas de De la vida cotidiana, como en el excelente poema “Condiciones de posibilidad”:
“Buscar al padre es perder al padre.
La búsqueda y la pérdida
son condiciones de posibilidad
de la búsqueda y la pérdida,
sin que existan como hechos
sino como procesos continuos,
personales,
de los que no existe experiencia”.
Aquí, el sujeto se ancla en las nociones de Kant sobre las estructuras que sostienen la experiencia empírica. Estas condiciones de posibilidad serían las que permitirían que exista algo, que algo sea posible. Es interesante, en este sentido, que el tono de los poemas sea en parte prosaico, como extraído de una monografía o un ensayo, puesto que el paralelismo que presupone la búsqueda y la pérdida, además del obvio matiz de la acentuación esdrújula, también refiere a que habría una síntesis paradojal entre estos dos movimientos, lo que indica una suerte de intuición budista, en la que la impermanencia y la falibilidad del mundo físico (samsara) son proyectadas en la vieja imagen del velo de Maya: la ilusión a la que comparecemos es además una trampa. La búsqueda es pérdida, o, más bien, es una forma de la pérdida porque el movimiento de hallazgo y el de renuncia son dos caras de la misma moneda, lejanas ambas de la experiencia, de la realidad sensible, de los datos discretos de lo real. Relevante, en este sentido, es la presencia del padre, el que se desplaza inalcanzable, como si al referirse a él también se indicase su tiempo, cómo se sentía la realidad antes del golpe de Estado, cómo se hablaba, cómo se pensaba, cómo la sintaxis de la población aún no se había visto interrumpida por la censura, el quiebre de la ilación y los múltiples disfraces que la lengua derivó para no ser fiscalizada. El proceso del que habla el sujeto en “Condiciones de posibilidad” es un tipo de transformación constante en la que avanzamos, o creemos avanzar, destruyendo todo a nuestro paso: el mundo al que vamos terminará siendo construido con las ruinas de uno que ya ocurrió y que ha sido destruido. Como si la poesía se activara con las potencias de Shiva, la diosa de la destrucción en la trimurti, la calma prosa de otro tiempo se ve animada por la representación de estos poemas, pero también se muestra como una ruina ante el imperio de la ambigüedad, de la falta de función. Como dice en otro poema:
“La variación de un color
puede hacer la diferencia
entre una y otra palabra,
algo así como la diferencia
entre la vida y la muerte” (16).
Pensemos que el color es el rojo, y efectivamente la diferencia en la pantonera, si nos remontamos, por ejemplo, treinta años atrás, sería significativa. Quizás hoy también, pero difícilmente esa diferencia podría ser comparada con la existente entre la vida y la muerte. Porque parece que estos poemas están hablando de algo que ocurrió, de lo que no quedan más que esquirlas, fraseos, tonos, giros.
Este quiebre, esta ambigüedad que provoca que situaciones dispares se unan, se sinteticen, representa el límite entre dos tiempos, espacios, cuerpos. En este sentido, si la pérdida de un país se asimila a la pérdida del padre, este quiebre histórico es alegorizado por la imagen de la mujer de los ríos, la que habita los poemas, pero en ausencia.
Así, la voz, la familia, el país y la pareja son imágenes de la fractura que quiere desplegarse en el poemario, siendo fundamental el movimiento zigzagueante que presenta la escritura al suspender el lirismo, entre datos documentales y una versificación reflexiva.
En “El cuerpo de los hechos”, todo este tiempo pasado, esta otra vida es destruida, y lo que asomaba como alegoría, en tanto cristalización de un tiempo pasado en una forma de hablar como en la ausencia de una figura femenina, que representaría un quiebre, alcanza un carácter documental y violento, a través de la exposición de múltiples casos de violencia estatal. Como plantea G. Lukács:
“El reflejo artístico de la realidad parte de las mismas contraposiciones que cualquier otro reflejo de la realidad. Su especificidad consiste en que busca para su solución un camino diferente que el del reflejo científico. La mejor manera de caracterizar este rasgo específico del reflejo artístico de la realidad consiste en partir intelectualmente del objetivo alcanzado, para iluminar desde él los presupuestos de su consecución. Este objetivo es en todo arte grande el de dar una imagen de la realidad en la cual la contraposición de apariencia y esencia, de caso singular y ley, de inmediatez y concepto, etc., esté disuelta de tal modo que los dos extremos coincidan en unidad espontánea en la impresión inmediata de la obra de arte, que formen para el receptor una unidad inseparable. Lo universal aparece como propiedad de lo singular y de lo particular, la esencia se hace visible y vivenciable en el fenómeno, la ley se manifiesta como causa motora específica del caso singular especial representado. Engels expresa muy claramente esa característica de la dación artística de forma al decir sobre la caracterización de los personajes en la novela: ‘Cada uno es un tipo, pero también, al mismo tiempo, un individuo determinado, un 'este', como decía el viejo Hegel, y así ha de ser’” (198).
Estas particularidades, entonces, son dispuestas como fotogramas de un breve documental, sin una trama demasiado clara: pareciera que todos estos casos se juntaron en estas páginas animados por el dolor, el quiebre y la melancolía que sobreviene al exterminio. Algo así ocurre en la última parte llamada “La mujer de los ríos”, donde se explora la sensación de la violencia física y espiritual, a través del recuerdo.
En fin, todos los simulacros esgrimidos en el libro dibujan una sensibilidad crepuscular, funérea, en la que se reúnen distintos tipos de despedidas, tanto de ese país que pudo ser, como de los torturados, desaparecidos, aniquilados. Junto con ser un ejercicio de memoria, De la vida cotidiana es un libro que habla sobre cómo continuar, cómo hacerse parte de ese proceso continuo, que podría ser el Tao o el dharma, sin verse atrapado por las circunstancias.
En un último poema, por ejemplo, se habla del polvo en suspensión como la marca de aquello que pasa. El polvo nos habla del movimiento, de la vida, de la acción, aunque en cámara lenta, sin los agentes de dichas acciones. Hay, además, la escenificación de la vida: la experiencia como parte de una representación. Todas estos marcadores textuales de artificialidad hacen retroceder al sujeto, el que, como un cangrejo avanza hacia atrás, hacia el origen mismo del testimonio, instalando en ese punto la bella incertidumbre de quien no se arroga la verdad.
Polvo en suspensión
Sometido hasta un punto imposible,
se descubre la impostura.
Se levanta por error
una capa de polvo.
No se decide reflexivamente,
es parte de una escena montada
por dedos fantasmales.
Sobreviene allí el desinterés,
o la frialdad, y el olvido
que lo anteceden.
Habrá otras explicaciones,
pero para qué.
Es hora de dejarlo.
No hay relación con los hechos,
no hay relación con la mujer de los ríos.
La diferencia entre una y otra palabra, la existencia en tanto lenguaje y la teatralidad del lenguaje mismo para representar el horror muestran sus cansados engranajes en De la vida cotidiana. Palabras, sí, pero palabras participantes de un proceso: días en un calendario, que nada tienen que ver con lo real, pero que lo indican. Algo así ocurre con estos poemas, descreídos, frágiles, pero también con la energía oscura y dolorosa del pasado. Porque el horror sigue ahí, se corporeiza, se actualiza y debemos sentir esa rima entre la violencia pasada y la presente, necesitamos sentirla para que surja el miedo y se active la memoria.


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