[Pedro Mena es un distraído]. Por Matías Ávalos
El pasado sábado 3 de agosto, se realizó en Santiago de Chile la presentación del libro de ensayos Vicios anotados, del escritor mexicano Pedro Mena Bermúdez (1982). En la ocasión, comentaron el libro el editor de Marginalia Ediciones, Gonzalo Geraldo, y el escritor Matías Ávalos (Quilmes, 1989), para quien, en el libro de Mena, anécdotas, recuerdos, recomendaciones y confesiones, que conviven "sin relación jerárquica", van tejiendo una experiencia amistosa de lectura.
Pedro Mena es un distraído. Esa sensación tuve durante los primeros textos reunidos en Vicios anotados. Dije sensación porque así funciono. Tengo una sensación física, que el cerebro no deja escapar y traduce a lenguaje, y luego en el texto hago la traducción de la traducción. Mi presentación sería la traducción de una experiencia, me digo, y, sí, leerlo fue una experiencia.
Debo confesar que en mi trabajo como comentador de libros a veces me llegan libros pésimos, a veces me llegan algunos buenos y, en el medio, leo libros que hay que leer, libros importantes, inteligentes, exigentes y precisos que me dejan exhausto y me termino preguntando, ¿por qué era que me dedicaba a esto? Es que en función del rigor, de las exigencias, de estar enterado de tal o cuál idea de un pensador, del más revolucionario que se pueda, el más extremo y, dependiendo de la década, el más alemán o francés, muchos autores caen en el riesgo de contagiar el tedio que ellos mismos sienten al final de la ejecución concentrada de sus disciplinas.
Con Vicios anotados no, porque Mena es un distraído que carga consigo un aparato teórico determinado (por algún texto nos enteramos que estudió filosofía) pero que, como recomienda Borges (que parafraseo porque no sé dónde lo leí decirlo), no trata al lector como alguien que sabe lo mismo que él, ni alguien que sabe menos, tiene el difícil don de la simpleza. Mena propone un tema y se mueve en la medida justa entre el didactismo (por este libro conocí un cineasta austriaco genial, por ejemplo) y la honesta curiosidad del ensayista que, como propone Theodor Adorno, busca saber qué puede saber del tema propuesto. La experiencia sería la de una conversación con un par, con un amigo, que te mezcla una anécdota de la peluquería con la belleza según un tipo de cine, con la impresión que le causó tal o cuál filósofo y lo hace todo con el mismo tono, que es de los pocos tonos tolerables para una escritura tan personal, redundo: el tono de la conversación con un amigo. Ni de profesor erudito ni de alumno lisonjero, de amigo.
El libro está dividido en dos partes: “Notas literarias” y “Costal de lugares comunes”. Lo interesante de esta distinción es que ni la temática literaria se plaga de tecnicismos propios de la crítica especializada, ni en el costal de lugares comunes es posible encontrar banalidad. Sobre lo primero –la supuesta erudición que habría que desplegar para escribir de Sor Juana, Maiakovski o Santo Tomás de Aquino, autores que aparecen en Vicios anotados– cito a otro distraído, Alejandro Rossi, cuando dice que emprender un estudio serio de Borges sería “redactar nuevamente la página 124 de una tesis doctoral cuyo autor a lo mejor la está defendiendo en este preciso momento”. Sobre lo segundo, quizás baste como invitación a la lectura una descripción más bien chata pero fiel de la mezcla de temas, del pasaje por recovecos, de los usos geniales que Pedro hace de la tan denostada anécdota.
Tomo como ejemplo un texto donde cuenta una suplencia a la clase de Historia de México en la que debía dar Descubrimiento de América y Conquista española. Comenzó la clase diciéndoles a los alumnos que como ni a ellos ni a su colegio les interesaba conocer las consecuencias del arribo de Colón, les proponía botar a la basura esos temas y que cada quien atienda sus asuntos en el celular. Por su parte, se sentaría a rascarse “las pelotas durante tres horas para luego poder cobrar por hacerme el pendejo”. Naturalmente, en lugar de entregar los temas, la clase se volvió un debate atropellado y caótico sobre conquista, eurocentrismo, los conceptos de mundo, teología y geopolítica; por supuesto, sin esas palabras ni esa seriedad imbécil. Tanto la clase referida como el texto que refiere la clase se parecen más a esos problemas tratados de manera caótica que a una exposición concentrada y seria o a la página 124 de una tesis doctoral defendida en este preciso momento.
No digo que Pedro haga parábolas, sino que los distraídos se permiten leer parábolas donde además hay una anécdota, un recuerdo, una recomendación, una confesión que vuelve una experiencia agradable el acto de la lectura, y donde todo eso convive sin relación jerárquica. En esa libertad, en un mundo cada vez más controlado, tecnificado y frío, radica quizás el valor de este libro.
Matías Ávalos (Quilmes, Argentina, 1989). Escribió y montó el drama Niñitos Furiosos (La Sede, 2013), publicó Todos juntos estamos solos (Hojas Rudas, 2018) y recibió la beca de creación del Fondo del Libro y la Lectura por su libro de cuentos Todo lo que queda. Es colaborador del Suplemento de literatura Grado Cero.
Pedro Mena es un distraído
Pedro Mena es un distraído. Esa sensación tuve durante los primeros textos reunidos en Vicios anotados. Dije sensación porque así funciono. Tengo una sensación física, que el cerebro no deja escapar y traduce a lenguaje, y luego en el texto hago la traducción de la traducción. Mi presentación sería la traducción de una experiencia, me digo, y, sí, leerlo fue una experiencia.
Debo confesar que en mi trabajo como comentador de libros a veces me llegan libros pésimos, a veces me llegan algunos buenos y, en el medio, leo libros que hay que leer, libros importantes, inteligentes, exigentes y precisos que me dejan exhausto y me termino preguntando, ¿por qué era que me dedicaba a esto? Es que en función del rigor, de las exigencias, de estar enterado de tal o cuál idea de un pensador, del más revolucionario que se pueda, el más extremo y, dependiendo de la década, el más alemán o francés, muchos autores caen en el riesgo de contagiar el tedio que ellos mismos sienten al final de la ejecución concentrada de sus disciplinas.
Con Vicios anotados no, porque Mena es un distraído que carga consigo un aparato teórico determinado (por algún texto nos enteramos que estudió filosofía) pero que, como recomienda Borges (que parafraseo porque no sé dónde lo leí decirlo), no trata al lector como alguien que sabe lo mismo que él, ni alguien que sabe menos, tiene el difícil don de la simpleza. Mena propone un tema y se mueve en la medida justa entre el didactismo (por este libro conocí un cineasta austriaco genial, por ejemplo) y la honesta curiosidad del ensayista que, como propone Theodor Adorno, busca saber qué puede saber del tema propuesto. La experiencia sería la de una conversación con un par, con un amigo, que te mezcla una anécdota de la peluquería con la belleza según un tipo de cine, con la impresión que le causó tal o cuál filósofo y lo hace todo con el mismo tono, que es de los pocos tonos tolerables para una escritura tan personal, redundo: el tono de la conversación con un amigo. Ni de profesor erudito ni de alumno lisonjero, de amigo.
El libro está dividido en dos partes: “Notas literarias” y “Costal de lugares comunes”. Lo interesante de esta distinción es que ni la temática literaria se plaga de tecnicismos propios de la crítica especializada, ni en el costal de lugares comunes es posible encontrar banalidad. Sobre lo primero –la supuesta erudición que habría que desplegar para escribir de Sor Juana, Maiakovski o Santo Tomás de Aquino, autores que aparecen en Vicios anotados– cito a otro distraído, Alejandro Rossi, cuando dice que emprender un estudio serio de Borges sería “redactar nuevamente la página 124 de una tesis doctoral cuyo autor a lo mejor la está defendiendo en este preciso momento”. Sobre lo segundo, quizás baste como invitación a la lectura una descripción más bien chata pero fiel de la mezcla de temas, del pasaje por recovecos, de los usos geniales que Pedro hace de la tan denostada anécdota.
Tomo como ejemplo un texto donde cuenta una suplencia a la clase de Historia de México en la que debía dar Descubrimiento de América y Conquista española. Comenzó la clase diciéndoles a los alumnos que como ni a ellos ni a su colegio les interesaba conocer las consecuencias del arribo de Colón, les proponía botar a la basura esos temas y que cada quien atienda sus asuntos en el celular. Por su parte, se sentaría a rascarse “las pelotas durante tres horas para luego poder cobrar por hacerme el pendejo”. Naturalmente, en lugar de entregar los temas, la clase se volvió un debate atropellado y caótico sobre conquista, eurocentrismo, los conceptos de mundo, teología y geopolítica; por supuesto, sin esas palabras ni esa seriedad imbécil. Tanto la clase referida como el texto que refiere la clase se parecen más a esos problemas tratados de manera caótica que a una exposición concentrada y seria o a la página 124 de una tesis doctoral defendida en este preciso momento.
No digo que Pedro haga parábolas, sino que los distraídos se permiten leer parábolas donde además hay una anécdota, un recuerdo, una recomendación, una confesión que vuelve una experiencia agradable el acto de la lectura, y donde todo eso convive sin relación jerárquica. En esa libertad, en un mundo cada vez más controlado, tecnificado y frío, radica quizás el valor de este libro.
Matías Ávalos (Quilmes, Argentina, 1989). Escribió y montó el drama Niñitos Furiosos (La Sede, 2013), publicó Todos juntos estamos solos (Hojas Rudas, 2018) y recibió la beca de creación del Fondo del Libro y la Lectura por su libro de cuentos Todo lo que queda. Es colaborador del Suplemento de literatura Grado Cero.
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