["Empapelé mi cabeza con tu nombre". Sobre Primera piedra de Edu Barreto]. Por Christian Kent

Primera Piedra (poesía gay bajo el agua) (2018) es el primer libro de poesía de Edu Barreto (Asunción, Paraguay, 1978). En su edición contribuyeron Giselle Caputo y Andrés Ovelar; el diseño estuvo a cargo de Patricia Samudio y las ilustraciones son de Wolfgang Krauch. Revisa a continuación, el comentario realizado por el escritor, también nacido en Asunción, Christian Kent.

“Empapelé mi cabeza con tu nombre”

En el prólogo de cierta edición de la Divina Comedia, dice Borges, citando a Stevenson, que los personajes de un libro son una sarta de palabras. Dice del conde Ugolino que es un “organismo verbal” que consta de treinta tercetas.
He seguido esta huella de lectura en el poema Primera piedra de Edu Barreto. Tras el ejemplo de Morelli, o de Holmes, o de Carlo Ginzburg, gusto siempre como lector de perseguir indicios. Para ello, me fijo en el pormenor, en lo que parece menos crucial.
Primera piedra (al decirlo, no puedo evitar paladear el “Primero Sueño” de Sor Juana) es un poema de amor. Salvo que el amado no aparece como objeto de adoración, como ideal o, en definitiva, como algo extático y estático; sino como hecho lingüístico, gramatical, pero sobre todo simbólico, que se hace y deshace en la palabra del poema.
“Escribo como amo, a tientas, sin puntos, solo siguiendo señales”.
Se ha dicho suficiente que el otro es la casa del uno (“Mi boca es el terreno más apto para levantar tu casa”). Bataille ha pensado el erotismo como el deseo de devorar al otro, de incorporarlo al uno, de salvar la discontinuidad entre uno y otro mediante la petite mort, como dicen los franceses al orgasmo. Barreto, en su juego amatorio, construye y reconstruye al amante en un juego de trazos, de collage, de pastiche, de retazos y disfraces. Al hacerlo, renueva la existencia del amante, del cantor y de su canto.
Los griegos nos han dejado el antecedente de Pigmalión y Galatea.
En el poema “Al mirarte”, se descubre esta relación creador-creación entre los amantes. El amado es el muñeco, el Pigmalión, edificado a medida y necesidad del que profiere su vida.
“Increíblemente deseé sacarte los ojos con un bisturí, cristalizarlos y colocarlos en un pequeño altar. Cada vez que regrese a casa, por la tarde, los tendré para reflejarme en ellos”.
Se ve que la necesidad es ocuparlo como espejo; no ve en sus ojos, mutilados, separados del resto del cuerpo, sino su propia realidad.
Platón pensó el amor como una vía de retorno a la unidad. Aquí regresamos a la parte. En este sentido, podemos pensar en el monstruo de Mary Shelley; una vida precaria, fragmentaria, que se despierta en el límite de la organicidad. Pero, regresando a la cita de Stevenson, estos fragmentos son pedazos de discurso. El otro existe, sobre todo, en el ámbito del nombre, de lo nombrado: “Empapelé mi cabeza con tu nombre / junto al primer grito de la noche”.
Se descubre en estos últimos versos el nombre del otro como disfraz, como máscara, que es otra manera de espejarse, pero también de ocultarse.
Este rito macabro de lenguaje ocurre también en el sentido opuesto. El amante viste al otro con sus propios órganos. Lo reviste de su fisionomía: “Me arranqué uno a uno los dientes, para entregártelos como ofrenda”. Para evocarlo, se ofrenda. Entonces podemos pensar el poema (o en el amor) como un acto de donación; se renuncia a una parte vital para entregarla al mundo. Que sean los dientes parece significativo, ya que estos, en la literatura forense, son la última posibilidad de identificación de un cuerpo desconocido. Personalmente, siempre he pensado en los dientes como la calavera expuesta, como la cara más visible de la muerte.
El amante existe en tanto que se arroja al otro (“Zambullirse, dejar piel, disfraz barato”). En este acto transitivo de muerte y regeneración se da inicio a una criatura cosida con los retazos de ambos. Como Frankenstein, es un remedo de la unidad, es un esfuerzo vano por imitar un organismo vivo desde el hacer (ars, technes), desde el lenguaje; en el intento, se logra apenas un balbuceo (balbuceo lo bien que te portaste), un rudimento simbólico que transita los añicos. (No se recompone lo que se volvió añicos).
Este ritual lingüístico nos da una pista del ejercicio poético en sí mismo. Un eterno volver a comenzar el edificio de la palabra y ver como se desmorona sobre sus cimientos. En el esfuerzo por evocar al amado, se abre un edificio infinito de referencias. Ya no sabemos qué es lo que quiere reconstruirse, la figura del otro o la posibilidad de un discurso que alcance a mencionarlo. Cabe suponer que la medida del otro coincide con aquella del lenguaje.
“Te vuelvo a nombrar, me olvido, no aprendo”.
No se puede llegar al otro. Esa es la sentencia fatal. Se puede franquearlo mediante correspondencias. Como el primitivo dios maya de los hombres de la primera tierra, se levanta un hombre de barro que es barrido por el agua. Mi boca es el terreno más apto para levantar tu casa, dice Barreto, pero ese terreno es una arena gris donde el otro germina como nombre, y ese nombre es una espina, un excedente, algo que hiere en su insustancialidad, en su fracaso por contener el ser de lo nombrado.
¿Los nombres son o no son las cosas? Es la preocupación del Crátilo. Nombrar es errar y en esa errancia ubica Barreto su discurso amoroso; no como ascensión a la unidad, sino como un ritual erótico (verbal) en el que el amante oficia de hacedor del otro. Como hacedor, como demiurgo, debe también crear el barro de su escultura: la palabra que origina al uno y al otro. Salvo que estemos de acuerdo con el Crátilo, diremos que los nombres acaban siempre por equivocarse: Cuando me preguntan, te reemplazo. Cuando te recuerdo, me distraigo.



Bajo
Con el cuerpo en el suelo
veo mejor las cosas bajas
(tus cosas).
Tienen color, puntas,
suenan huecas si las agito.
Tu mentira, ese perro negro
con tres patas, pelaje raído.
La sonrisa fingida
es apenas
una araña que desaparece
en el pelo.
Una pelusa,
tu ego,
deshaciéndose al entrar en la boca.
Es hora de levantarme
y entender que en lo bajo
siempre habitan .......... alimañas.

Fondo
Las moscas brotaron de la pared,
las alas al comienzo,
los ojos después.
Empapelé mi cabeza
con tu nombre
junto al primer grito de la noche.
Los charcos crecieron
en las ramas:
turbios y húmedos.
Me arranqué uno a uno los dientes,
para entregártelos como ofrenda.
Cosí a mi suéter tres botones
y a tu foto un amuleto.
La caída fue larga y dura
con metros y metros de heridas.
Así cuando me busques
el fondo terminará
por enterrarme.

Al mirarte
no me asaltaron ganas de correr barrio
abajo y abrazar el primer tronco que viera.
Increíblemente deseé sacarte los ojos con
un bisturí, cristalizarlos y colocarlos en un
pequeño altar.
Cada vez que regrese a casa, por la tarde, los
tendré para reflejarme en ellos.
Así, ¿quién necesita un espejo?

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