[Época de discursos]. Por Priscilla Cajales

Durante 2018, la editorial Anagénesis publicó El discurso del hablante lírico, de Alonso Fernández (Santiago, 1992). A partir de este primer libro del autor, la poeta y editora de Hebra, Priscilla Cajales (1984), reflexiona sobre "ese Yo que se levanta" y "logra su sentido en los otros, no en sí mismo, en un efecto espejo que le devuelve razón y sostén en la medida de lo público".

Época de discursos

“La escritura, en cambio, suele ser vacío.
En las entrañas del hombre que escribe no hay nada”
Roberto Bolaño. “La parte de Archimboldi”. 2666.

Sobre el título
Hay que tener valor para poner juntas en el título de un libro de poesía las palabras “discurso” y “lírica”. Valor para enfrentar estos monumentos, porque las palabras son monumentales sobre todo en su valor temporal. Porque el tiempo pasa por ellas y les ciñe la época y el pulso de uso, les otorga peso –lo que podemos llamar peso histórico– o las deja de lado; en el peor de los casos las deja en ridículo. Pero esta es una época de discursos, discursos breves, algunos sonoros, muchos vacíos. Discursear es ponerse en un lugar, es dejar de lado y, a su vez, escoger para producir algo en quienes oyen.

Sobre el hablante
¿Qué seríamos sin la poesía?, se preguntan algunos santos inocentes que le tienen pavor a andar en horas punta en el Metro, a no tener más de 300 pesos para comprar almuerzo o a una casa sin libros. Según el mito cristiano, primero fue la palabra. Según los griegos, la lírica era producto del contacto con los dioses, pero un contacto cuya finalidad era reunir frente a un discurso a esos que andan en Metro y comen sopaipillas en la calle. Frente a las palabras. Entonces, ese Yo que se levanta logra su sentido en los otros, no en sí mismo, en un efecto espejo que le devuelve razón y sostén en la medida de lo público.

Sobre el libro
Según me enseñaron, el hablante lírico se vuelve aún más lírico en cuanto abandona al “Tú” para llamar y al “Él” en la descripción. Entonces se queda solo y vuelve sobre sí mismo. El discurso del hablante lírico no hace eso –o no se limita a este ejercicio posible–. Se pone a sí mismo en la palestra, es cierto, y se quita el nombre como quien se quita algo que le pesa mucho. Se pone en duda:
“yo el hablante alonso fernández
que he nacido sin nombre como todos
los hombres y mujeres de este mundo” (8).
Este hablante da cuerpo a la literatura y la hace su compañera de tragos. Ella le lanza
“una canción de sangre y de grito
la cual penetró por mi boca roja
y ahogó la vida que en mí vivía” (11).
La literatura no salva a nadie, eso lo sabemos. Esta literatura que se toca como a un compañero de cervezas no hace más que arrastrar al hablante al vacío. Porque no se puede estirar la mano para encontrarla y después salir arrepentido y entero:
“en las pozas de agua hay ojos que aparecen y desaparecen
cómo duele tener los ojos abiertos
preferiría tenerlos cerrados para siempre
arrancármelos y pegarlos al techo” (15).
Pero no, no se pueden cerrar los ojos que han visto. Que han visto la ciudad enmascarada en plástico, donde las montañas son reemplazadas por edificios que nos hacen guiños con ojos amarillos.
El hablante lírico de Alonso Fernández –y aquí estoy de acuerdo con Javier Ossandón– se sostiene con mayor fuerza en el capítulo que da fin al libro, “la lírica del hablante”, como si en estos tres poemas familiares, en donde vemos la habitación de mierda en la que duerme, pudiéramos oler el origen de esta disputa. Porque este libro es una pelea con la tradición literaria chilena. Y con su tiempo. Este hablante se niega a ser Jorge Teillier o Enrique Lihn –volviendo a una pelea añeja, pero no por eso inútil– porque sobre las discusiones ocurre algo parecido a lo que intuyo ocurre con las palabras.
Este hablante se hace llamar hombre y por lo tanto entra en su tradición:
“soy un hombre anónimo en el ombligo del universo
con mis manos nevadas construyo
una luz que no ilumina sino de día” (9).
Esa luz, la literatura, una luz que ya sabemos no salva ni aclara, sino que profundiza:
“porque debes saber hermana mía
que la literatura
en su origen y en su desesperación
es lo último en el mundo
a lo que recurre el ser humano” (55).

Priscilla Cajales (1984). Poeta y profesora. Publicó el libro Termitas (2008). Actualmente trabaja en el proyecto Editorial Hebra.

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