[Roland Barthes o la muerte impostergable]. Por Víctor Quezada

Entre la muerte de su madre y su propia muerte, Roland Barthes publicó La cámara lúcida, dictó los seminarios sobre Lo Neutro y La preparación de la novela y, además, redactó 8 pliegos de notas que constituyen el plan general de escritura de un proyecto de novela titulado Vita Nova. Examinando este caso y otros como el de Veneno de escorpión azul de Gonzalo Millán, Diario de muerte de Enrique Lihn y Poema sucio de Ferreira Gullar, el texto que sigue trata de explicarse esa "locura de trabajo" que adviene con la consciencia de la muerte próxima.

Roland Barthes o la muerte impostergable

La morte non è
nel non poter comunicare
ma nel non poter più essere compresi
(Pasolini, “Una disperata vitalità”)

i
En El imperio de los signos, Barthes nos habla del rostro del actor travesti del teatro Kabuki. Ese rostro como recién salido del agua, “lavado de sentido” (1991: 129). Una cara que, purificada de expresividad, espera el momento de su escritura (su gesto), una cara que no sería el simulacro de la mujer como, en su consideración, en su mirada ficticia de Japón, lo es la del travesti “occidental” que “quiere ser una mujer”; el rostro del actor del Kabuki, en cambio, es “el gesto de la feminidad” (128), cuyos signos impasibles combina.
Para Barthes el teatro está ligado desde su origen a la imagen de la muerte, en específico, al culto de los muertos. En La cámara lúcida, declara: “maquillarse suponía designarse como un cuerpo vivo y muerto al mismo tiempo” (2011: 65). Podríamos aventurarnos a pensar, a partir de esta cita, que el rostro del actor travesti del Kabuki suspende la predicación por la paradoja que significa la presencia simultánea de lo vivo y lo muerto en un cuerpo, pero, más bien, ese rostro lavado tiene que ver con “cierta manera de enfrentar a la muerte” (1991: 129). El rostro del actor travesti, como el de la mujer del general Nogi en la fotografía del día anterior a su suicidio, es una sumisión frente a la muerte por la cual el rostro deviene impredicable:
Mírese esta fotografía del 13 de septiembre de 1912: el general Nogi, vencedor de los rusos en Port-Arthur, se hace fotografiar con su mujer; habiendo muerto recientemente su emperador, han decidido suicidarse al día siguiente; por tanto, saben; él, perdido en su barba, su kepi, sus galones, apenas tiene rostro; pero ella mantiene su rostro entero: ¿impasible?, ¿imbécil?, ¿campesino?, ¿digno? Como para el actor travesti, ningún adjetivo cabe, el predicado está desplazado, no por la solemnidad de la muerte próxima, sino al contrario, por la exención del sentido de la Muerte, de la Muerte como sentido. La mujer del general Nogi ha decidido que la Muerte era el sentido, que la una y el otro se despedían mutuamente y que, en consecuencia, en cuanto al rostro, no era necesario “hablar de ello” (1991: 129).
En Roland Barthes por Roland Barthes, el adjetivo es fúnebre, pero la imagen de esta muerte esbozada en el rostro impredicable de la mujer de Nogi es otra muerte. En ningún caso la que marca ese “profundo cambio que he llamado ‘mitad de mi vida’” (1994: 336), en ningún caso, pero por un lado comparte con aquella, con la muerte de la Madre, la resistencia al adjetivo, a la predicación, a la puesta en paradigma y, por otro, parece anticipar aquel momento de toma de conciencia “en que se descubre que la muerte es real y no solo temible” (ibíd.).
Si el general Nogi y su mujer saben de su muerte próxima, Barthes, en “Mucho tiempo he estado acostándome temprano”, constata una evidencia:
Llega un momento (es un problema de conciencia) en que “los días están contados”: se comienza una cuenta atrás borrosa y sin embargo irreversible. Sabíamos que éramos mortales (todo el mundo nos lo ha dicho, desde que tenemos orejas para oírlo); de repente, nos sentimos mortales (no es un sentimiento natural; lo natural es creerse inmortal; de ahí tantos accidentes por imprudencia) (1994: 334-335).
Como sabemos, Roland Barthes murió atropellado por la furgoneta de una lavandería mientras cruzaba la Rue des Écoles a comienzos de 1980, pero más allá de la anécdota, de esta cita podemos concluir un par de cosas. Primero, la conciencia de la propia muerte no sería conocible en los términos de uno u otro saber; el discurso necrológico, el religioso o cualquiera de las formas de la escatología nada podrían enseñarnos sobre la muerte. No se llegaría a la conciencia de la muerte a través del conocimiento, pareciera ser que tal conciencia nada tendría que ver con el conocimiento o sus modos de adquisición. Segundo, la autoconciencia, pues toda toma de conciencia implica un hacerse consciente de sí, viene con el fuerte sentimiento de una evidencia: la muerte, entonces, no se hace evidente sino hasta que nos sentimos mortales.
Este sentimiento llega en momentos extraordinarios. Por decirlo junto a Barthes, junto a Proust, junto a Dante: la conciencia llega en “la mitad de la vida”, insistimos, en “ese momento en que se descubre que la muerte es real y no solo temible”. Para Dante la mitad de la vida llegó a los 35 años, tras la pérdida de Beatriz; para Proust, lo mismo que para Barthes, llegó con la muerte de la madre (Marcel de 34, Roland, en cambio, de 62). La mitad de la vida nada tiene que ver con alcanzar alguna edad en particular, es obviamente una metáfora que nos sirve aquí para hablar de ese momento en el que la conciencia de la muerte llega y, al mismo tiempo, de la “vitalidad desesperada” que sobreviene como posibilidad de una nueva práctica de la escritura.

ii
¿Se puede hacer algo más que luchar por la vida? En su diario de muerte, Gonzalo Millán reflexiona: “Escribir Veneno de escorpión azul es hacer algo antes de morir, luchar por tu vida” (40). Y ese “algo” señala, en su plena concepción, el deseo de una escritura sin atributos o predicados más que los que la cercanía de la muerte promete: la página blanca que, lavada de todo sentido, espera el momento de su gesto.
Existiría, no obstante, una versión macabra de la escritura de la muerte: Enrique Lihn, enfermo, desahuciado:
Mueve su mano ortopédica como un imbécil que jugara
con una piedra o un pedazo de palo
y el papel se llena de signos como un hueso de hormigas (51).
Hacer “algo” antes de morir, en la versión de Lihn, sería parecido a ese gesto del enfermo de gravedad que “se masturba para dar señales de vida” (67). Ese “algo”, vaciado ahora frente a la escritura de la muerte que todo lo carcome, nada significa, nada tendría que ver con la neutralidad que se abre a la vitalidad, a la “locura de trabajo” (Barthes, 2005: 280). La escritura del Diario de muerte: “No va a firmar un decreto / de excepción que lo devuelva a la vida” (51); sin embargo, se escribe. Antes de morir, tanto Lihn como Millán escriben.

¿Qué señalan estos diarios empalidecidos por la muerte? Más acá de sus propias diferencias, que actúan a manera de variaciones sobre un mismo tema: la entrega a la alienación del cuerpo enfermo en Lihn y la indeterminación del objeto de escritura que permite asir la realidad a partir de la notación del presente en Millán; ambos diarios se fundan en el carácter inevitable de la escritura. De manera consecuente, el saber que se manifiesta bajo la figura de la mitad de la vida surge como escritura y –en su estado de exacerbación– bajo la forma específica de una protesta, la que consiste en afirmar: “Me importa poco saber si Dios existe o no; pero lo que sé y lo que sabré hasta el final es que no debería haber creado al mismo tiempo el amor y la muerte” (Barthes, 2004: 60).
Frente a lo impostergable no queda más que el tiempo de la escritura. Ferreira Gullar, escapando de las políticas de represión de la dictadura brasilera, llega a Santiago de Chile en mayo de 1973, donde permanece hasta unas semanas después del golpe de Estado del 11 de septiembre. En su tránsito infausto, logra salir del país y recala en Buenos Aires:
Desembarqué en Ezeiza exactamente el día en que Perón había muerto. Se iniciaba el gobierno de Isabelita que duraría poco y terminaría también con un golpe militar. Era una suerte de moda latinoamericana. Con el pasaporte vencido, me vi rodeado de dictaduras por todos lados y me convencí de que mis días estaban contados, puesto que desaparecía mucha gente sin motivo. Fue un poco antes del golpe, convencido de que hacía la última cosa de la vida, que escribí el Poema sucio. Lo escribí para decir lo que me faltaba decir, dado que podría desaparecer en cualquier momento (Ferreira Gullar, 284).
Hacer algo antes de morir o decir lo que me falta decir, convencido de que hago la última cosa de la vida. ¿Cómo hablar del deseo que sobreviene a la conciencia de la muerte impostergable, sin caer en la alteración que supone el límite de la existencia? ¿Cómo hablar, por otro lado, de la posibilidad de una nueva práctica de la escritura?
Desplegada entre dos momentos (el de la toma de conciencia y lo impostergable), la vitalidad desesperada abre el tiempo de la escritura. Ambos momentos son esencialmente inaplazables y para la literatura (en tanto conjunto de estereotipos, topos y tropos, en su propia historicidad) también inalcanzables:
Digo que no quiero decir otra cosa
que lo que digo, pero al decirlo fallo
porque el blanco siempre se mueve.
La palabra sigue con retardo al grito (Millán, 78).
Cruzadas por la vitalidad que señala el tiempo de la escritura, la conciencia de la muerte y la muerte como límites eluden la historicidad de la literatura, condenada a llegar tarde a la realización de su propio objeto. Pero, quizás, la vitalidad desesperada nada tenga que ver con el sometimiento a un objetivo o a la representación de un objeto, por imposible que este sea; la vitalidad desesperada sería algo así como un puro “quemarse” por no poder dejar de jugar con fuego o alguna otra metáfora inútil. Recordemos: Malraux o Cocteau o el mismo Pasolini –qué importa– frente a la pregunta: “¿Qué salvaría si su casa se incendiara?” Declaran por toda respuesta: “El fuego”. Pero debo aquí desenmascararme, me sirvo de analogías, trabajo con semejanzas pues no sé –o tendría que decir, no puedo saber todavía– por completo de qué hablo. Aun así, querer escribir no supondría el abandono de un objeto pues aún debemos decir lo que nos falta decir.

Si bien Barthes a lo largo del seminario sobre Lo Neutro sugiere ciertas conexiones entre la vitalidad desesperada que adviene como locura de trabajo y el grado cero de la escritura, una escritura blanca o intransitiva –que en este caso son para mí exactamente lo mismo– es innegable que escribimos “algo” y que es, precisamente, ese algo lo que nos falta por escribir. Parece insostenible pensar en una escritura sin atributos, por completo neutra, ya que declarar el deseo de lo neutro es perder de antemano toda neutralidad. No obstante, la práctica radical de la escritura –como trabajo, como “sumisión lúcida a la persistencia del lenguaje” (2004: 223)- es intransitiva (se escribe absolutamente), cuestión que no supone de manera directa la suspensión de un objeto de escritura pues, plantea Barthes a modo de excepción en La preparación de la novela, “quizás querer-escribir” sea “querer escribir algo” (2005: 45); para Ferreira Gullar ese algo sería: “rescatar lo vivido, pero sin nostalgia y, sí, como una tentativa de tornarlo de nuevo presente” (285); para Millán, la lucha por la vida; para Lihn, el volverse otro como devastación del sujeto; para Barthes, digo, la inmortalidad.

iii
Sin la conciencia de lo impostergable el trabajo absoluto de la obra no puede ser concebido. La obra por hacer se escribe, precisamente, en el lapso desplegado entre la mitad de la vida y el límite existencial de la muerte propia. La obra como trabajo suspende los valores que impone la doxa y, con ellos, el tiempo de la contingencia para abrazar una nueva temporalidad casi “mística”, casi “paradisíaca”.
Similar al tiempo de labor que se le otorga a Jaromir Hladík, condenado a muerte por fusilamiento en "El milagro secreto", la temporalidad que el escritor anhela es la de “un tiempo liso: sin topes, (…) sin ‘cosas por hacer’ que vendrían a romper la cosa por hacer” (Barthes 2005: 285). Borges anticipa el deseo de este tiempo ininterrumpido de la obra que detiene el universo físico y nos permite eludir la muerte mientras dura:
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurriría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud (618).
Para Hladík la obra por hacer suspende la contingencia y su habla administrativa a la vez que nutre la práctica de la escritura, la hace posible en la sobrevida que engendra el tiempo detenido entre la orden y su ejecución.
Gracias al tiempo de labor, Hladík puede escribir Los enemigos, su tragedia inconclusa; una vez resuelto el último epíteto, la contingencia se reanuda y la “cuádruple descarga” acaba con su vida. Esta versión de la temporalidad casi mística, casi paradisíaca de la escritura nos permite establecer una distinción del todo pertinente para nuestro tema. El milagro secreto, en relación con el objeto de escritura, opera en dos niveles: uno práctico y otro “metafísico”: Hladík desea terminar su tragedia y este objeto solo es dable por la suspensión de la muerte.
Para Roland Barthes la ruptura que representa la evidencia de la muerte propia sobreviene como “vida nueva” que alimenta lo que nos falta decir. El objeto, en este sentido, no refiere tanto a “la tragedia” o “la novela” –ya que ambas prueban su carácter pasajero- como al objeto metafísico: la suspensión del tiempo, la inmortalidad. Si bien se escribe absolutamente, se llega a escribir algo.
Como sabemos, Vita Nova es el título del proyecto inconcluso de novela (pues no podría haber sido de otra manera o pensarlo de otra manera es irrelevante) que Barthes ideó como motivo final de su vida [1]. La novela se manifiesta en la temporalidad de la práctica de la escritura que suspende la arrogancia de la trascendencia, del mantenerse vivo a como dé lugar ya que la obra por hacer es inalcanzable por definición. Situada fuera de la historia, la obra no cristaliza como monumento que liga un nombre propio con un conjunto de textos. No, la vida nueva que otorga la obra por hacer indica otro tipo de sobrevivencia, un nuevo tiempo de reposo desembarazado del presente y la propia muerte. Barthes habla a través de Chateaubriand:
“Un año o dos de soledad en un rincón de la tierra bastaría para terminar mis Mémoires, pero mi único reposo han sido los nueve meses en que dormí la vida <expresión admirable> en el seno de mi madre: es probable que no reencuentre ese reposo antes-de-nacer sino en las entrañas de nuestra madre común, después-de-morir” (la Obra, con su gran O inicial, es como el vientre de la vida dichosa, la vida prenatal (2005: 284).
La obra por hacer es mediadora de la inmortalidad, pero no toda inmortalidad es agradable. Habría dos tipos de inmortalidad: la vía arrogante que necesita conservar los privilegios de una subjetividad que se quiere estable, perpetua: continuar, no moverse –me pregunto: “¿Cuando haya terminado este texto (…) no habrá más que comenzar otro?” (2005: 37)-. Contra esta inmortalidad –representada por Sísifo, condenado a empujar eternamente una gran piedra montaña arriba para que, una vez en la cima, esta caiga rodando hasta el valle- protesta la vida nueva.
La inmortalidad es el tiempo de labor, la vía dichosa tras la ruptura. En este sentido, ser inmortal en la Obra es nacer absolutamente de nuevo, escribir de manera radical, “como si no lo hubiera hecho jamás” (2005: 41). Pero esta inmortalidad dichosa mediada por la obra, específicamente en Barthes, está atravesada por el duelo. Pensar la inmortalidad, así, es también enfrentarse a la pregunta que conmueve la escritura de En busca del tiempo perdido: ¿cómo sobrevivo a la muerte de quien amo? O, en otras palabras, ¿cómo vuelvo inmortal la vida de quien ha sido amado?

iv
En La cámara lúcida (el libro Photo-Mamá, como se califica en Diario de duelo), la imagen de la madre suscitada por la foto del invernadero obliga al Barthes enunciador a desarticular su argumentación sobre la fotografía. Al finalizar la primera parte del libro, escribe: “Debía hacer mi palinodia” (2011: 100). El punctum, aquella singularidad que nos afecta en la medida en que despliega una relación referencial con lo que ha sido, se pospone. La foto del invernadero manifiesta una evidencia más profunda: la cualidad de una vida que la luz, posada sobre un cuerpo, preserva como su verdad completa.
En la foto del invernadero Barthes vuelve a encontrar a su madre, no la identificación, no su representación, no el analogon de la madre, sino su verdad:
Solo podría expresar esta concordancia mediante una sucesión infinita de adjetivos; me los ahorro, convencido no obstante de que esta fotografía reunía todos los predicados posibles que constituían la esencia de mi madre (2011: 113).
Como en el caso del lenguaje-límite del discurso amoroso, la polinimia infinita (ligada en la práctica religiosa al nombre de dios) encuentra una talidad (un carácter de tal) que señala lo inefable de la esencia de la Madre. La Madre, como la Obra con su gran O inicial, no se puede decir, no se puede predicar; desaparecida su existencia física, la Madre se convierte en Idea y la fotografía del invernadero, a su vez, en el medio por el que se suscita lo único del ser, su aspecto cualitativo. Cito La cámara lúcida:
Puesto que lo que he perdido no es una Figura (la Madre), sino un ser; y tampoco un ser, sino una cualidad (un alma): no lo indispensable, sino lo irremplazable. Yo podía vivir sin la Madre (todos lo hacemos, más o menos tarde); pero lo que me quedaba de vida sería por descontado y hasta el final incalificable (sin cualidad) (2011: 119).
La muerte de la madre es, de forma explícita, la experiencia que posibilita la reflexión sobre un segundo neutro: “Entre el momento en que decidí el objeto de este curso (…) y aquel en que tuve que prepararlo, se produjo en mi vida (…) un acontecimiento grave, un duelo” (2004: 59). Ese segundo neutro que es la vitalidad desesperada se sitúa en la distancia incualificable entre “lo que me queda de vida” y el límite existencial de la muerte propia. Se lee en La cámara lúcida, tras la muerte de su madre:
Mi particularidad ya no podría nunca más universalizarse (a no ser, utópicamente, por medio de la escritura, cuyo proyecto debía convertirse desde entonces en la única finalidad de mi vida) (2011: 115).
El primer neutro como objeto declarado del seminario es la cesación de los conflictos, la deriva lejos de las arrogancias, ya sea en la forma de la "nota", del "fragmento", del satori, del tacere, la "delicadeza" o el "retiro". El duelo, asumido como evidencia de lo impostergable, por otro lado, abre el horizonte hacia un nuevo objeto: la vitalidad desesperada que es el odio a la muerte. A partir de esta protesta las figuras del optimismo o la dicha inundan la reflexión sobre una práctica suprema de escritura que logre evadir las exigencias del habla arrogante y los imperativos de la muerte. Escribe Barthes en La preparación de la novela: “Asumir una pérdida, un duelo, es transformarlo en otra cosa” (2005: 34). El odio a la muerte transformado en la vida inmortal de quien se ama es el derecho a la escritura.


Nota
[1] En la nota número 10 de la edición castellana de La preparación de la novela se lee: “Vita Nova es (…) el título que Barthes le había dado a su proyecto de novela redactado en ocho páginas entre agosto y diciembre de 1979” (2005: 38).

Bibliografía

Barthes, Roland (1991). El imperio de los signos. Barcelona: Mondadori.
-------------------- (1994). “Mucho tiempo he estado acostándome temprano” en El susurro del lenguaje. Buenos Aires: Paidós.
-------------------- (2002). Roland Barthes por Roland Barthes. Buenos Aires: Paidós.
-------------------- (2004). Lo Neutro. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
-------------------- (2005). La preparación de la novela. Buenos Aires: Siglo XXI Wditores.
-------------------- (2009). Diario de duelo. México: Siglo XXI Editores.
-------------------- (2011). La cámara lúcida. Buenos Aires: Paidós.
Borges, Jorge Luis (2007). “El milagro secreto” en Obras completas I. Buenos Aires: Emecé.
Ferreira Gullar (2008). Poema sucio / En el vértigo del día. Buenos Aires: Corregidor.
Lihn, Enrique (1989). Diario de muerte. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.
Millán, Gonzalo (2008). Veneno de escorpión azul. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales.
Milner, Jean Claude (2004). El paso filosófico de Roland Barthes. Buenos Aires: Amorrortu Editores.

Comentarios

Alejandro R. dijo…
Hermoso ensayo. Iluminador, telúrico y renovador.

Hay patria!