[Gustavo Riccio: un “gringo” en San Lorenzo]. Por Christian Kent

Christian Kent (Asunción, 1983) nos escribe sobre la vida en Paraguay de un "autor desconocido", un "poeta proscrito", un "cómplice", un "semejante", el poeta del grupo Boedo Gustavo Riccio (1900-1927).

Gustavo Riccio: un “gringo” en San Lorenzo

En el autor desconocido, en el poeta proscrito, encontré un cómplice y, también, por qué no, un semejante. Huérfanos de público y de aplausos, estos han escrito sin el compromiso de los notables, con la anchura de quien se encuentra de pronto solo en la casa y puede abarcar todos los espacios. Y no solo eso, además, gracias a sus borrosas biografías, reducidas a veces a un par de anécdotas o al registro de un carteo con algún escritor (visible o no), el territorio del autor relegado ha sido siempre un suelo fértil para la mitología.
Comencemos…
En las décadas de 1920 y 1930, Buenos Aires se convirtió en un centro importante de producción artística, en intenso diálogo con las corrientes de la vanguardia internacional. Dos grupos, que son a la vez antagónicos y complementarios, representaban territorios (barrios porteños) dispares en la geografía social y cultural de aquella época: Florida y Boedo.
El grupo Florida, en el cual se destaca la figura de Jorge Luis Borges, influenciado por el carácter cosmopolita y diverso de la calle que le da nombre, se vincula a una literatura experimental que emerge a partir de las primeras manifestaciones del futurismo y de las vanguardias europeas en general. Mientras que el grupo Boedo -al que pertenecieron, entre otros, Roberto Arlt, Álvaro Yunque, César Tiempo, Elías Castelnuovo- se identifica con las reivindicaciones de la clase trabajadora, con el realismo político y con un internacionalismo que respondía a la militancia izquierdista.
Álvaro Yunque, uno de los protagonistas del grupo Boedo, colaborador asiduo de Claridad (revista editada por Antonio Zamora que fue influenciada por la Revolución Soviética, el realismo social, el pensamiento de Henri Barbusse y Romain Rolland, en cuyos números llegaron a colaborar los paraguayos Óscar Creydt –el número 240, de diciembre de 1931, fue dedicado enteramente a Creydt– y Obdulio Barthe), describió de esta manera las diferencias entre ambos grupos:
Boedo era la calle; Florida la torre de marfil. Buenos Aires, cerebro de la Argentina, vio así representadas por dos grupos turbulentos, excesivos hasta la injusticia, las dos ramas estéticas que, desde el Renacimiento, o sea, desde que nació al mundo occidental la teoría del arte por la belleza, del arte-forma, se han disputado la posesión del arte. En Florida: los neogrecolatinos, los estetas, los que cultivan un arte para minorías, hermético y vanguardista. En Boedo: los antimitológicos, los socializantes, los que iban hacia el pueblo con sus narraciones y sus poemas hoscos de palabras crudas, cargados de sangre, sudor y lágrimas, los revolucionarios (citado en Baur, Sergio. "Itinerario de la vanguardia argentina". Revista tunecina de estudios hispánicos, número 1, 2014).
El 17 de junio de 1925, aparece también una revista llamada Campana de Palo, dirigida por Carlos Giambiaggi y Alfredo Chiabra, que se convierte en un organismo de difusión de la labor literaria del grupo, aunque ellos mismos no sean propiamente poetas de Boedo. En ese mismo año la editorial Campana de palo publica Zancadillas de Álvaro Yunque, amigo, mentor y mecenas del “poeta menor” que anunciamos al principio de este artículo y que dejamos, para dar rápida y desprolija cuenta del contexto, en el tintero: hablamos de Gustavo Riccio, que también en el año 25, a través de la editorial “Campana de palo”, publica su primer y único libro en vida, Un poeta en la ciudad.
Gustavo Riccio murió a los 26 años, en 1927, meses antes de cumplir la profética edad de Robert Johnson, Brian Jones, Jimi Hendrix y compañía. Dejó una obra escasa, con poemas que podríamos considerar geniales si los leyéramos con las dispensas de un gran cariño. Pero, nos interesa recuperarlo, más allá de lo ya dicho, es decir, de una natural propensión a lo discriminado por el tiempo, porque Riccio, porteño como era, demostró en su escritura y en su vida una particular atracción por el mundo paraguayo. Al punto que estuvo, en el fecundo año de 1925, viviendo en una “casuca” de un pintor en la ciudad de San Lorenzo e, incluso, de manera póstuma, ostentó uno de los primeros títulos en “jopara” [yopará: mezcla de castellano y guaraní] del que tenemos registro: el mítico Gringo Purajhei.
Por falta de datos, me animo a alguna especulación. Es sabido que el grupo Boedo, afín a los ideales socialistas y anarquistas de la época, se nutrió con las Ideas y Críticas de Rafael Barrett. Escribe sobre esto Roa Bastos, en su ensayo titulado “Rafael Barrett. Descubridor de la realidad social del Paraguay”, que fue publicado como introito a la edición de Ayacucho (Venezuela) de El dolor paraguayo:
Castelnuovo, Stoll, Yunque, Barletta, los hermanos Tuñón, Gustavo Riccio (que estuvo y escribió en el Paraguay), Roberto Mariani entre otros varios integrantes del grupo Boedo, registran este encuentro de “contemporáneos a destiempo” con Barret, escritor y pensador.
Esta “sugerente coincidencia en la concepción de un realismo crítico”, como lo expresa Roa, pudiera haber sido la puerta de entrada de Gustavo Riccio a un Paraguay tan ignorado e invisible como lo sería él mismo con el tiempo. También lo dijo el poeta Pérez Maricevich: “Barret es uno de los precursores de la literatura social americana”. Pero, como ya se ha dicho, es mera conjetura, pues es probable que otros motivos le hayan podido traer al país de los mosquitos, desde donde escribió algunos poemas y desde donde se carteo con el crítico literario Luis Emilio Soto.
Va a perdonarme que sea más breve que Vd. Estoy sudando tinta, y a pesar de tener envuelta la cabeza en un tul, el zumbido de los mosquitos me impide coordinar ideas. Por esta razón no hay genios paraguayos. Yo, por ejemplo, en cuatro meses que llevo en este país, no he producido aún ninguna obra maestra. Espero realizarla a mi regreso. (Carta enviada por Gustavo Riccio a Luis Emilio Soto. 21 de noviembre de 1925).
“El goce de proyectar especular es un goce insustituible” (la cita, como debe ser, la hace el propio Riccio, anticipando su segunda publicación, Gorriones, que jamás vio la luz). Riccio cuenta, en una primera carta a Soto, que estaba hospedado en casa de un “simpático e ingenuo pintor paraguayo”. Conversando con una amiga artista plástica, pensamos en algunos posibles pintores de la época: Holden Jara, Laterza Parodi, Alborno… ¡Soler!, Ignacio Nuñez Soler tendría que ser, pintor anarquista, fundador del Centro Cultural Rafael Barrett y de una técnica naif que podría acercarse en algo a las duras apreciaciones que hace el huésped argentino sobre su obra:
(…) para alegrarme la vista tal vez, ha llenado mi cuarto de gritos de colores. Cada cuadro chilla hasta ensordecer y cegar a un mismo tiempo, y ya conozco la historia de cada uno de ellos por habérmela contado con minuciosidad. (Carta enviada por Gustavo Riccio a Luis Emilio Soto. 4 de septiembre de 1925).
En una posdata al margen de la hoja, escondido, estaba el nombre del real anfitrión: Manuel Campón, de quien no puede conseguirse un solo dato, ni siquiera una mención.
Además de sus ya conocidas impresiones acerca del clima tropical y de cómo este es el bochornoso responsable de la ausencia de genios en Paraguay, las cartas a Soto dan una impresión muy precisa y bastante atinada que tiene el poeta del “carácter nacional”, tema que ocupó el ejercicio literario de la intelectualidad colorada durante casi todo el siglo XX. Vale la pena poner en relieve la idea de que, para Riccio, Paraguay es un “país de leyenda”, que se resiste a la contemporaneidad en virtud de sobrevivir una supuesta “personalidad nativa y tradicional”.
No se equivoca Ud.: el Paraguay es un país de leyenda. Sus habitantes no viven la vida contemporánea ni sienten la atracción de lo nuevo y lo moderno que produce entusiasmos febriles en todos los hombres de todos los países; desdeñan las comodidades y menosprecian los progresos de la civilización porque estos anularían la “personalidad” -dicen ellos- de las costumbres nativas y echarían por el suelo la nacionalidad y la tradición. Aquí no se mira hacia adelante; todos los ojos se vuelven atrás, hacia ese pasado engañoso que les embriaga como un licor, y se duermen soñando en su pasado (21 de noviembre de 1925).
Y también, mediante una simpática comparación, revela al crítico el carácter espartano –fatalista y aguerrido– de los paraguayos: “(…) le sonríen a la muerte como se le sonríe a una mujer”.
En Un poeta en la ciudad, todavía no aparece “lo paraguayo” como tema en la poesía de Riccio. En él canta todavía el poeta socialista que trabajaba en la relojería de su padre en Rivadavia y llevaba la contabilidad de la confitería El Molino. Aparece un Riccio que le canta a la naturaleza aprisionada en los pocos metros cuadrados de cielo que dejan los edificios porteños y también el poeta de la obrería, el working class heroe que retrata, por ejemplo, a unos albañiles italianos:
De pie sobre el andamio, en tanto hacen la casa,
cantan los albañiles como el pájaro canta
cuando construye el nido de pie sobre una rama.
Cantan los albañiles italianos. Cantando
realizan las proezas heroicas estos bravos
que han llenado la historia de prodigiosos cantos.
Hacen subir las puntas de agudos rascacielos
trepan por los andamios; y en lo alto sienten ellos
que una canción de Italia se les viene al encuentro.
Más líricos que el pájaro son estos que yo elogio:
el nido que construyen no es para su reposo.
Ellos cantan haciendo la casa de los otros.
El primer “poema paraguayo” que publica Riccio, aparece en la Exposición de la actual poesía argentina, compilada por Pedro-Juan Vignale y César Tiempo, este último colaborador también de la revista Claridad, junto con algunos poemas de su hasta entonces único libro y otro inédito titulado “Tu mirada”. El poema en cuestión se titula “Versos al Lago Ipacaraí” y podría ser considerado como un antecedente de la empalagosa canción de Zulema de Mirkin y Demetrio Ortiz, “Recuerdos de Ypacarai”. Solo que, como anotan los editores de la Exposición en la semblanza del poeta, con “un vigoroso hálito lírico que a veces tuerce la línea hacia la caricatura, y un fondo de honrada verdad que hace pensar en la poesía de las blusas azules”.
Versos al lago Ipacaraí

Ah, lago Ipacaraí,
tú tienes ondas que suben como el pájaro tiene alas;
cuando te enojas vomitas malas
palabras en guaraní.
Ante mis ojos adquieres todo el prestigio
de los valientes:
sobre tu lecho, medrosos, no abren sus piernas los puentes…

Eres un lago con gorro frigio.
Tú odias, yo sé, a los turistas que van cada año
a retenerte en el ojo de sus Kodaks y a tirarte
confetis de interjecciones: ¡ah! ¡oh!... Tú, para vengarte,
le das a alguno un mordisco mientras le ofreces el baño.

Y frente a la poesía
de tus ondas que se enarcan como ballenas,
¿qué tiene que hacer, me digo, la gastada utilería
de las góndolas, los cisnes, las lunas y las sirenas?

Tú, libre de la infecciosa literatura
que ha envenenado otros lagos, contemplas dos maravillas,
de un lado la luz eléctrica cantando en sus lamparillas,
del otro el tren encendiendo de ruidos la noche oscura.

Como tus antepasados, oh lago Ipacaraí,
que se adornaban con plumas de colores en el pelo,
te pones tú el arco iris, vincha que te ofrece el cielo,
y sueñas como los fuertes de la raza guaraní.
Este poema cierra la selección de Riccio para la Exposición de Vignale y Tiempo, seguido de unas “palabras finales” de Álvaro Yunque, despidiendo al joven poeta que acababa de morir.
El Gringo Purajhei aparece publicado de manera póstuma en 1928, incluyendo el poema “Gorrión” que había anunciado algunos años antes (recordemos la cita de Baudelaire) y “Vaso de agua”. Lubrano Zas, su único biógrafo, le dedicó un libro titulado Gustavo Riccio: Un poeta de Boedo, sacando a la luz alguna correspondencia que mantuvo el joven poeta.
Estamos acostumbrados a que el movimiento se dé en sentido contrario: que el artista paraguayo se largue a la “vaira Baires” como diría un poeta local, por lo que resulta extraño que, en esas épocas en que Buenos Aires, por su parte, tenía la mirada puesta en la Europa que furiosa ametrallaba poemas (“Zang Tumb Tumb!”) y manifiestos, un joven con “temperamento ardoroso y vivaz de italiano”, haya buscado, en la entonces bucólica San Lorenzo, “la vida descansada y plácida que anhelaba Fray Luis de León”, como le decía en una carta a Soto. Resulta igualmente curiosa la mirada cruda y displicente del poeta al entorno paraguayo; una patria prolífica en mosquitos y escasa de genio.
Pero, más allá de lo anecdótico, lo que queda en la posteridad es el título de un libro desconocido, que puede leerse como un antecedente de la poesía en jopara, en manos de un poeta anarquista y extranjero. Para el paraguayo, vale la pena aclarar, todo aquel que ha nacido fuera de los límites de la patria es inmediatamente un gringo, hable portugués, inglés, italiano o lo que fuese. Consciente de esto, o tal vez no, Riccio escribe lo que después de su muerte se convertiría en libro, con el nombre de Gringo Purajhéi: el canto de un extranjero, de un gringo, de un argentoitaliano o un itálicoargentino:
Por amor a la tradición, las casas de Asunción amenazan desmoronarse y no se construyen casas modernas para evitar el avance del “extranjerismo disolvente”; por amor a lo nativo no se conoce el teléfono ni las obras sanitarias ni las aguas corrientes. Prefieren el agua del aljibe; en él apagaron su sed los grandes que “les dieron patria”. Y por amor a lo nativo también, cultivan el “odio al extranjero”.

Fuente de la imagen de Gustavo Riccio: Revista El Bosco.

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