[Las bolsas de basura de Enrique Winter. Sobre lo oculto, los restos y el doble]. Por Juan Manuel Mancilla

Juan Manuel Mancilla escribe sobre Las bolsas de basura, novela de Enrique Winter publicada por Alquimia (Chile, 2016).

Las bolsas de basura de Enrique Winter. Sobre lo oculto, los restos y el doble

El texto, sus texturas
En esta novela no hay nada claro; por el contrario, todo es oscuro, misterioso en su contenido: “camuflado” (37), “envasada”, “oculto” (47), “cubrirlo” (53), “polizonte” (59), “ataúd”, “féretro” (63), “disfrazado” (169)… palabras –semas si se quiere– que van determinando la oscuridad en el “interior” del texto. No obstante, lo anterior dista de ser una cualidad negativa. Es más, en esto creo que consiste su gracia, en la de ir construyendo o tejiendo las palabras de tal manera que van embolsando su propia empaquetadura. Una especie de novela de Troya (sin caballo), en que Winter trabaja con el lenguaje produciendo una “forma” (bolsa) a través de la cual transporta, oculta y soporta el propio contenido (¿basura?).
Advierto pues que el propio narrador se transforma en un taxidermista del texto y que, a medida que avanzamos, más nos distanciamos de esa capa específica que constituye el aparentemente sencillo argumento: la historia de desamor entre una pareja de jóvenes, tal vez recién egresados de Veterinaria, quienes tienen un proyecto en conjunto que no llega a concretarse. A partir de esta separación, Miguel decide dejar Talca y se traslada hasta la ciudad de Coquimbo para trabajar en los valles interiores como cuidador-pastor de cabras.
He aquí en la novela un tópico desconstruido, me refiero al tema del viaje y la espera. Miguel (un Ulises talquino) se embarca al puerto mientras Brenda se queda recogiendo perros muertos en Talca (una Ítaca provinciana), para practicarles embalsamamiento con técnicas de taxidermia no del todo aprendidas. En el tiempo de separación, le acechan pretendientes, sin embargo, ella no teje sino corta, recorta, cose y sutura las pieles curtidas de los animales que desentraña en la intimidad de su cuarto de baño transformado en un quirófano casero en el que opera los cuerpos inertes de los canes siniestrados, pero que, no obstante, oculta como horribles trofeos en su ropero para perros.
La separación de la pareja es distanciamiento geográfico-emocional, aunque también es metáfora de la ruptura por donde los deshechos de las bolsas comienzan a fugarse, a salirse de su envoltura negra. Por estas roturas escurrirán otras materias argumentales, en específico, la historia de dos travestis coquimbanos, Eugenio y Brian, trabajadoras sexuales del puerto pirata, que termina fatalmente con la muerte del primero, atropellado, y con Miguel envuelto in-directamente en el hecho.
A partir de ese hecho la novela deviene o devanea por la intriga policíaca, la novela negra o el thriller cinematográfico. En este sentido, Las bolsas de basura se inscribe en las poéticas contemporáneas que se relacionan con lo abyecto, con lo rechazado, con lo que repulsa y repele al cuerpo social. En este sentido, tal como Lorena Amaro ha señalado, la obra de Winter “sugiere el contorno de una ruina, de una pérdida. También el contorno de la crueldad y el mal, cuya amenaza es constante en esta y en algunas otras cuantas narraciones recientes, [como por ejemplo] Los restos, de Betina Keizman y Taxidermia, de Álvaro Bisama”. Agregaríamos a esta lista los filmes nacionales Tony Manero, Aurora, Matar a un hombre y, de Argentina, Aura; películas en las que vemos que los cuerpos son objetos de la exploración anatómica en el espacio cerrado de la morgue o el taller quirúrgico y estético del cirujano taxidermista. Todas estas poéticas se hacen cargo o se descargan en lo oculto, lo envuelto y desechado; tramas negras como las bolsas destinadas para el desperdicio y quen titula la obra de Enrique Winter.
De manera consecuente, uno de los planos de concreción del desborde está dado por la acumulación, la descripción minuciosa, en donde la palabra barroca da mano a lo que excede. Una manipulación del lenguaje que lo devuelve a su estado de des-composición, de des-orden, lo que no es igual a caos, sino un sistema otro, un nuevo proceso, una nueva capa sobre los sedimentos de otro estrato. Un tejido textual que no enrolla la trama en forma de madeja, quizás ahí, una idea posible del título, que refiere a lo in-forme, lo deforme, la bolsa amorfa, ese raro objeto destinado a contener, guardar y proteger los desperdicios del uso humano: tejidos, cueros, pieles, cáscaras, objetos y sustancias que en aquel oscuro plástico cerrado, propician la proliferación de una nueva posibilidad, un nuevo ciclo, un reciclaje de lo vivo o inerte en que las descomposiciones inauguran un nuevo orden de cosas.
Este desborde en el nivel significante se concreta en el uso experimental de metalenguajes, codificaciones formales de saberes y prácticas en donde lo médico, lo forense, a través de la inclusión de informes y expedientes del archivo legal (55, 108, 148) se contraponen a otros sistemas menos rígidos o más ligeros en el uso cotidiano del lenguaje, por ejemplo, como la recurrencia al refranero chileno o a la transcripción de e-mails (85-90) y diálogos telefónicos personales. Pero el desborde, el derrame, también lo encontramos en el nivel del significado, como, por ejemplo, en el uso del preservativo que se rompe y escurre ahí donde debía contener.

Las figuras y sus recurrencias: lo oculto, el doble, los restos
Me gustaría resaltar brevemente una serie de insistencias simbólicas de la novela y las huellas que estas van marcando sobre el texto con motivo de adelantar posibles lecturas. En este sentido, los restos me parece que constituyen uno de los puntos claves que organizan la narración. Restos, sobras, desperdicios que al ser extraídos de las bolsas encuentran un posible campo de depósito simbólico, restos que sacados y dejados a la vista del lector podrían conformar los hechos ocultos de una sociedad de individualidades incomprensibles, por ejemplo, los motivos por los que Brenda (que, dicho sea de paso, significa espada) oculta su afición-profesión, su gusto por la recolección y posterior embalsamamiento de perros.
En este sentido, lo oculto constituye otra de las insistencias del texto. La mayor parte de los personajes está siempre en condiciones de encierro, de embalaje, de encubrimiento. Hay aquí una tentativa de insinuar las apariencias, lo que los personajes esconden por temor, por vergüenza, por prohibición. Por ejemplo, los travestis se ocultan y solo salen de noche. Los carretes o fiestas ocurren en el interior de las pensiones, las acciones de Brenda suceden en su baño o habitación. O, en otro plano, la relación oculta de un político con Eugenio, el travesti coquimbano. En Las bolsas de basura se explota la figura del disfraz, del antifaz, de lo que cubre y a la vez encubre, pero nunca sustituye. Una manera de referir y hacer presente también al “resto” del país, sus regiones. Una metáfora de la nación que ha envuelto sus provincias en bolsas de basura, dejadas entre desperdicios, convirtiéndolas en los patios al sur o al norte de la metrópolis (mercantilista-elitista).
Finalmente, los dobles son también insistencias que marcan la novela y que de alguna manera guían o llevan al lector a ingresar en este juego de apariencias o dobleces de la piel, a mirar en los pares de espejo que se repiten a lo largo del texto: los amantes, los taxidermistas, los performistas (24), los travestis (163), los siameses (80), todas parejas y pares, que más que encontrar en su doble al complemento, desencajan el molde de la dualidad anhelada en el otro, desbordan los límites emocionales y corporales del otro, sujeto al que desfiguran. De ahí la idea de la taxidermia, de la manipulación de la piel, de los órganos, de los tejidos conectivos, la re-figuración del ser así. De esconder la muerte, de simular la vida, de aparentar vivir a costas de matar algo.
Finalmente, vuelvo sobre la idea que abre este texto: en Las bolsas de basura de Enrique Winter no hay nada claro, pero ahora me desdigo, pues hay una interesante insinuación durmiendo sobre una nebulosa: los oficios y sus afectos. Ambos personajes son de profesión veterinarios, Miguel y Brenda trabajan con animales, ya ella con sus perros atropellados de Talca, ya Miguel con las cabras locas sueltas por los cerros de Coquimbo, no obstante, es hacia ellos donde ellos mismos traspasan sus afectos. En los animales encarnan y desentraman sus espíritus: “No puede ser esto que me pasa sea mi vida (…) Pero qué otra cosa podría ser sino lo que me pasa y apenas recuerdo, hasta que yo haya pasado y nadie me embalsame. Apunta Miguel (…)” (185). Una animalidad que, en el cruce (en la cruza) con lo humano, encuentra en la muerte su inmortalidad muda. Ese camino inverso de regreso que llevó al travesti Eugenio a morir bestialmente en la esquina del Empalme bajo las ruedas de un automóvil, aplastado y deforme como perro atropellado. Quizás sea la misma soledad de las velas de la animita que embalsama las lágrimas de aquel que ahora le llora.


Juan Manuel Mancilla (Santiago, 1980) Escritor y músico. Publicó El Arca (Oxímoron, 2016), Baúl (Bordelibre, 2015) y Testamento (Bordelibre, 2017), libros que conforman el proyecto unitario denominado Grabados. En 2013 lanzó su disco Latitud Altitud. Es Magister en Estudios Latinoamericanos y Licenciado en Castellano y Filosofía por la Universidad de La Serena

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