[Decir sí]. Por Víctor Quezada
El siguiente texto intenta un recorrido mínimo por la concepción barthesiana del discurso arrogante. Una primera versión fue leída en el lanzamiento del libro Contra el origen (Marginalia, 2016) durante la 4ª Feria del Libro Independiente de Valparaíso en agosto de 2016; oportunidad en la que también participaron el escritor Jaime Pinos y Gonzalo Geraldo, editor de Marginalia.
Decir sí
this is the oppressor’s language
yet I need it to talk to you
Quisiera ahora hablarles de la arrogancia. Esos discursos de intimidación –al decir de Roland Barthes- “que se ubican bajo la autoridad, la garantía de una verdad dogmática, o de una demanda que no piensa, no concibe el deseo del otro” (Lo neutro. Buenos Aires: Siglo XXI, 2004, 211). Pero antes sea quizás conveniente considerar ciertas ideas que constituyen la base de la “aserción” barthesiana sobre el discurso arrogante.
Al hablar de discurso, de inmediato ponemos el énfasis en las concreciones de la lengua, en sus manifestaciones intersubjetivas, por lo tanto, políticas. Sin embargo, existe una cualidad inherente al “sistema”: antes de que hablemos, la lengua es naturalmente asertiva. Hablar, antes que todo, es decir sí: afirmar la existencia de algo en un tiempo y un espacio determinados.
Nuestra lengua está atada a una concepción diferencial del ser. Así como un fonema es pertinente respecto de un conjunto de alternativas paradigmáticas, así como un signo se determina a partir de relaciones de diferencia en el nivel léxico (esta rosa roja, por ejemplo, que bien podría ser simplemente rosa, blanca) o sintáctico (“esta muerte, esta rosa negra”), cuando decimos sí a algo (sí a la vida, sí a la libertad, sí a ser uno mismo), de inmediato negamos la existencia de otra cosa. Optando, anulamos la opción:
Esto tiene consecuencias permanentes, insistentes para los que hablamos –escribe Barthes-, y que, por y en el lenguaje, debemos asumir la responsabilidad de nuestra imago ante el otro (lenguaje: el problema no es hacerse entender, sino hacerse reconocer); nuestra imagen (que viene del lenguaje) es “naturalmente” arrogante (94).
El problema de la arrogancia, entonces, consistiría en restringir este carácter afirmativo de la lengua; matizarlo introduciendo la interrogación, la duda, la negación o, en su extremo, la suspensión y el silencio.
A nosotros, a quienes nos es imposible participar de la lengua sin una imagen que nos cristalice y, de paso, niegue al otro que somos; nosotros que hablamos y escribimos tenemos que estar en una batalla constante con la lengua, la que nos obliga, primero, a afirmar, luego, a decir, tercero, a decidir entre una u otra imagen y, como summum de lo político, de la moral, a tomar una posición.
Sirva, de paso –para continuar (esta fatalidad que es tener que continuar)-, un ejemplo, una “anécdota” de la violencia:
Ser un “homosexual reprimido”. Nota de mi diario, en algún momento de estos últimos meses:
Ser un “homosexual reprimido”. Nota de mi diario, en algún momento de estos últimos meses:
Tras la masacre de Orlando, tras el asesinato de Daniel Zamudio, se sugirió en algún medio que el asesino era un “homosexual reprimido”. Esta sutil figura, que se presenta tolerante a las prácticas homoeróticas y promueve sus agenciamientos políticos, sin embargo, pretende anular el problema social que hay detrás: la homofobia profunda [it's the queer inside they fear, as Mr. Carlin said]; ya que al circunscribir toda esa violencia a un grupo, a los problemas identitarios de quien no quiere o puede presentarse “tal cual es”, se escabulle el problema de fondo: el odio a uno mismo, el horror a reconocerse como una persona abierta a la sexualidad y sus prácticas afectivas.
Pienso, ahora que escribo, enfermo, desde esto que llamo “mi” casa: existiría una ideología contemporánea de la “transparencia” que acepta todo lo aceptable en la medida en que se haga público, en que tome una posición política, paradigmática. Discursos que podemos llamar propiamente de la doxa –como esos de la prensa- denuncian principalmente a “el que no quiere ser quien realmente es”, nos obligan a presentarnos de manera pública, a ser “honestos”. En estos estrechos límites de la identidad –en estos amplios límites del mercado- tomamos posiciones, nos cristalizamos en imágenes. La lengua es arrogante porque afirma modos de existencia particulares y condena aquellos disidentes, es arrogante porque nos pone en paradigma anulando la tercera vía, la tercera forma que no es solución del conflicto, síntesis, sino la deriva lejos de la arrogancia.
Sin duda son más interesantes que esta exigencia de la ideología de la transparencia, que esta “honestidad”, otras versiones de la identificación de uno mismo:
- la versión del bildungsroman que presenta a un sujeto que será, en el futuro, lo que hoy es en menor medida. De ahí todo un tránsito que –como problema práctico- integra la negatividad a la vida por cumplir: la libertad de un aprendizaje que desestabiliza –aunque pueda terminar afirmándola- la moralidad del mundo.
- la versión del diario de vida: esa subjetividad que –para glosar a Martín Cerda- buscándose se reconoce perdida.
- la versión barthesiana que pide ser a través de la neutralización de la arrogancia.
No se trata, sin embargo, esta batalla de neutralización de la lengua, de denunciar los discursos arrogantes, “desenmascararlos”, simplemente, porque allí donde hay dogma, allí donde hay verdad, existe la arrogancia.
Barthes, a lo largo de los seminarios sobre Lo neutro y La preparación de la novela, reflexiona sobre prácticas de escritura que pudieran conmover, sacudir, las cristalizaciones de la lengua, el conflicto, la articulación retórica, la narración de la vida, a partir de las figuras de la notación, el fragmento o la forma del incidente; al decir de Alberto Giordano, a través del “registro sin ataduras retóricas del matiz y la contingencia intransitiva (la ocurrencia discreta de lo que no tendrá proyecciones)” (“Vida y obra. Roland Barthes y la escritura del Diario”. Con Barthes. Santiago de Chile: Marginalia Editores, 2016).
Tales escrituras, esas formas breves, cruzadas por una especial concepción del tiempo (la inminencia: aquello que amenaza con presentarse), manifiestan “la posibilidad de figurar un yo pulverizado e incierto, sobre cuya discontinuidad se podría sostener la metamorfosis artística de la propia vida” (Giordano). No se trata, insisto, de denunciar la arrogancia pues es natural a la lengua, sino de reconocerla allí donde aparece, aprender de sus estrategias para imaginar (fantasear: recuerda, según Bretón, el yo es una casa llena de fantasmas) un lenguaje –quizás idealizado- que eluda el problema de representarnos, un lenguaje con el que podamos propiamente hacernos parte de nuestras vidas.
Enlaces
Barthes, Roland. Lo neutro. Buenos Aires: Siglo XXI, 2004.
Pinos, Jaime. "Contra la arrogancia". Letras.s5
Rich, Adrienne. "The burning of paper instead of children".
Carlin, George. Brain Droppings. New York: Hyperion, 1997.
*Fuente de la fotografía de Roland Barthes: "Celebrating Roland Barthes at 100". Rhystranter.
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