[Si al menos pudiese darme un cuerpo neutro. Adjetivos, imágenes, Roland Barthes]. Por Víctor Quezada

En marzo de 1976 Michel Foucault consiguió a Roland Barthes un sitio como profesor en el Collège de France. Producto de su trabajo allí resultó su conocida y polémica "Lección inaugural", pero además, las notas de la serie de seminarios que dictó desde 1977 hasta su muerte en 1980. Lo Neutro, en concreto, se dictó en el periodo de 1977-1978, periodo en el cual le sorprende la muerte de su madre. El seminario trata sobre la cesación de los conflictos, objeto que ronda y va reformulando ayudado por una incansable erudición. El siguiente texto se basa principalmente en una lección del curso, la que trata sobre el adjetivo y su estatuto respecto del deseo de lo Neutro.

Si al menos pudiese darme un cuerpo neutro. Adjetivos, imágenes, Roland Barthes

Podríamos caracterizar lo Neutro en Barthes como una forma de evadir, desplazar (cfr. “La respuesta”, Barthes, 2004) las luchas del presente; y hablamos de forma aquí en dos sentidos: primero, como una vía otra, de evasión a la exigencia de la toma de posición, a la exigencia de la doxa, pero que nunca (como en el caso de "La crítica Ni Ni" en Mitologías) se sitúa como garante de la verdad o juez, en una posición de pretendida objetividad; segundo, hablamos de forma como un modo (es cierto, utópico) de escritura, una forma de la taciturnidad que abraza el derecho a quedarse callado; el tacere en oposición al silere (cfr. “El silencio”, 2004), pues lo Neutro, frente a la paranoia del sentido (la paranoia que cree que todo tiene sentido), es también la “postulación de un derecho a callarse, de una posibilidad de callarse” (2004: 69). Lo Neutro vendría a signar un movimiento de desplazamiento y suspensión a través del cual, según Éric Marty, “el sujeto se libera del lenguaje, la palabra, el decir de la alienación de un sentido preconstituido, de la plenitud del estereotipo, de la repetición, de la generalidad. Y lo hace gracias al trabajo de la neutralización, la desecación, la purificación que es el trabajo de la escritura” (2007: 201).

El deseo de lo Neutro quiere desbaratar el paradigma: la oposición de dos términos virtuales de la cual “actualizo uno al hablar, para producir sentido” (2004: 51). Lo que implicaría la suspensión del orden, la ley y la arrogancia de la lengua en la que habita el poder. En la Lección inaugural, Barthes señala: “No vemos el poder que hay en la lengua porque olvidamos que toda lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva” (1993: 118). Es por esto que lo Neutro, cito el Seminario, “querría una lengua sin predicación, donde los temas no estarían fichados (puestos en fichas e inmovilizados) por un predicado (un adjetivo)” (2004: 103).
En este sentido, el adjetivo respecto de lo Neutro tiene un estatuto ambivalente. En principio es, según consta en “El grano de la voz”, “la categoría lingüística más pobre” (1986: 262); adosado al sustantivo, lo califica, “embadurna al ser”, lo “sella” en una imagen, lo encierra en “una especie de muerte” (2004: 103); es el medio de clasificación por excelencia y, por tanto, la huella de la fuerza opresiva de la lengua. Pero, también, y contrariamente, es la manera que la lengua tiene para expresar lo Neutro de la sustancia. A través del recurso del artículo neutro (lo) más la trasposición del adjetivo en nombre (enálage), el adjetivo se sustantiva para expresar las cualidades de lo sensible: así, lo obvio y lo obtuso, lo liso, lo neutro, encuentran en la lengua una “forma (tanto como es posible) impredicable” (2004: 103); forma que, según Jean-Claude Milner, constituye un gesto arraigado en la apelación al griego como lengua de la filosofía. El artículo neutro no sería otro “que el artículo de la lengua griega [to], sin el cual la filosofía seguramente no habría podido comenzar a decirse” (2004: 25). Elevado el adjetivo a nombre, la lengua suspende el paradigma sujeto / predicado; lo Neutro “sería lo impredicable” (103) y, paradójicamente, su forma de manifestación en la lengua es la trasposición del adjetivo en nombre.

El adjetivo tiene un estatuto ambivalente respecto del deseo de lo Neutro; existiría, entonces, (en el juego inacabable de la puesta en paradigma, que es también una diversión) un adjetivo bueno (del lado de lo Neutro) y otro malo (del lado de la arrogancia).
El adjetivo, como la categoría lingüística más pobre, es una huella de la arrogancia, una huella de “lo natural” del lenguaje (cfr. "La afirmación", Barthes, 2004), la lengua, no de la escritura (pues, como dijimos, la escritura es taciturna, no habla), el adjetivo, al poner en paradigma, nos obliga a tomar una posición en el discurso, en la vida diaria, pues la “máquina de lenguaje” dicta subjetividades, nos obliga a definirnos, a predicar nuestras prácticas cotidianas. Barthes dice en el seminario:

Reúno bajo el nombre arrogancia todos los “gestos” (de habla) que constituyen discursos de intimidación, sujeción, dominación, aserción, soberbia; que se ubican bajo la autoridad, la garantía de una verdad dogmática, o de una demanda que no piensa, no concibe el deseo del otro (2004: 211).

El adjetivo es al nombre como el gesto al cuerpo. ¿Qué podría significar esto? En principio, que ambos (gesto y adjetivo) pertenecen al universo naturalizante [sic] del lenguaje endoxal que quiere encontrar en el habla su espacio de plenitud: el gesto arrogante, como el adjetivo, impone, nos fija en una imagen, nos agrede (“el adjetivo lo recibo siempre mal”, señala Barthes, “como una agresión” (2004: 106)). Luego, si el adjetivo fija y sella, que el cuerpo no es más que imagen (tal como en la pose fotográfica, en la que “me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen” (2011: 37)); también, que el cuerpo es tanto imagen de nosotros mismos, como las imágenes que proyectamos sobre los otros. Hablaremos entonces de algunos gestos, de algunas imágenes:

La imagen de sí mismo. El adjetivo agrede. En Roland Barthes por Roland Barthes (RB por RB), quien escribe dice de su personaje de novela:

Tolera mal toda imagen de sí mismo, sufre si es nombrado. Considera que la perfección de una relación humana depende de esa vacancia de la imagen: abolir entre los dos, entre el uno y el otro, los adjetivos; una relación que se adjetiva está del lado de la imagen, del lado de la dominación y de la muerte (2002).

Si el adjetivo agrede en la escena enunciativa (“la relación humana”) es porque me pone a mí y al otro en paradigma, nos opone y nos lanza al “vértigo sin reposo” (2004: 107) de la enunciación: “adjetivándome como ‘precioso’, el otro […] se adjetiva a sí mismo como ‘simple’, ‘directo’, ‘franco’”, paradigma que se ve invertido si me auto-califico ahora como “sutil-delicado”, pues lo adjetivo a él como “basto, grosero, limitado, víctima del señuelo de la virilidad” (107). Aparte de ese riesgo fatigoso (cito “El grano de la voz”) “el hombre que se provee, o que ha sido provisto, de un adjetivo puede resultar tanto vejado como gratificado, pero, en todo caso, está constituido” (1986: 263), o podríamos decir: pre-constituido, en la medida en que, como se lee en La cámara lúcida, “es ‘yo’ lo que no coincide nunca con mi imagen” (2011: 39).

La imagen del otro (no-querer-asir la imagen del otro). Porque el adjetivo agrede, está del lado de la arrogancia y “la fatiga del paradigma” (2004: 107). Una tarea, entonces: abolir los adjetivos; por dos razones: 1) porque lo Neutro “querría una lengua sin predicación”; 2) porque “la perfección de una relación humana depende de esa vacancia de la imagen”. Pero esta es una tarea imposible en los límites del lenguaje endoxal, del lenguaje de la clasificación. Barthes referencia entonces, en el seminario, experiencias de lenguajes-límite (el de los sofistas, la teología negativa, el hinduismo y el Tao). Pero también la experiencia del discurso amoroso.

Doble movimiento en la experiencia límite del sujeto amoroso: polinimia y anonimia. El sujeto amoroso quiere definir el objeto amado a través de una cadena incesante de predicados, cito Fragmentos de un discurso amoroso: “(Industriosa, infatigable, la máquina de lenguaje que resuena en mí –puesto que marcha bien- fabrica su cadena de adjetivos: cubro al otro de adjetivos, desgrano sus cualidades, su qualitas)” (1993: 230). El sujeto amoroso quiere, en su arrogancia (ad-rogo: hacer venir a sí, apropiarse, arrogarse), el sujeto amoroso quiere-asir al otro en una imagen, pero insatisfecho por el fracaso de la predicación, deriva en la anonimia y el otro deviene Tal, cito los Fragmentos: “Llamado sin cesar a definir el objeto amado, y sufriendo por las incertidumbres de esta definición, el sujeto amoroso sueña con una sabiduría que lo haría tomar al otro tal cual es, eximido de todo adjetivo” (230). La polinimia se suspende, se supera la predicación y el querer-asir en pos de ese sueño. La decisión de no asir al otro se toma en vistas de que los problemas de la relación amorosa provienen del deseo de apropiarse del ser amado, de la arrogancia.
Como abandono de la arrogancia de la clasificación, de la apropiación, el lenguaje límite del discurso amoroso, por la decisión de no-querer-asir la imagen del otro, envuelve un deseo de lo Neutro: el de la trascendencia del querer-asir, “la deriva lejos de la arrogancia” (2004: 59), un Neutro que es un deseo de querer-vivir (el presente y sus luchas) decantado del lenguaje endoxal, la clasificación y el adjetivo. Como nos dice Barthes al comienzo del seminario, tal Neutro es el objeto declarado del curso: la cesación de los conflictos; pero existe, asimismo, un segundo Neutro como objeto implícito que se sitúa entre la neutralización de la arrogancia como querer-vivir y la vitalidad desesperada (Pasolini) que es el odio a la muerte. Cito:

¿Qué es entonces lo que separa el retiro de las arrogancias de la muerte odiada? Esta distancia difícil, increíblemente fuerte y casi impensable, es lo que llamo lo Neutro, el segundo Neutro. Su forma esencial es en definitiva una protesta; consiste en decir: me importa poco saber si Dios existe o no; pero lo que sé y lo que sabré hasta el final es que no debería haber creado al mismo tiempo el amor y la muerte (60).

Imagen de la muerte. En El imperio de los signos, Barthes nos habla del rostro del actor-travesti del teatro Kabuki. Ese rostro como recién salido del agua, “lavado de sentido” (1991: 129). Una cara que se va a escribir, purificada de expresividad, una cara que no sería el plagio de la mujer (como, en su consideración, en su mirada ficticia de Japón, lo es la del travesti “occidental” que “quiere ser una mujer” (128), quiere-asir su imagen). El actor-travesti, en cambio, es “el gesto de la feminidad” (128), cuyos signos impasibles combina.
Para Barthes el teatro está ligado desde su origen a la imagen de la muerte. En La cámara lúcida, declara: “maquillarse suponía designarse como un cuerpo vivo y muerto al mismo tiempo” (2011: 65). Podríamos aventurarnos a pensar, a partir de esta cita, que el rostro del actor-travesti del Kabuki suspende la predicación por la paradoja que significa la presencia simultánea de lo vivo y lo muerto en un cuerpo. Pero, para Barthes, el rostro lavado tendría que ver con “cierta manera de enfrentar a la muerte” (129). El rostro del actor-travesti, como el rostro de la mujer del general Nogi en la fotografía del día anterior a su suicidio, es una respuesta frente a la muerte, por la cual el rostro deviene impredicable:

Mírese esta fotografía del 13 de septiembre de 1912: el general Nogi, vencedor de los rusos en Port-Arthur, se hace fotografiar con su mujer; habiendo muerto recientemente su emperador, han decidido suicidarse al día siguiente; por tanto, saben; él, perdido en su barba, su kepi, sus galones, apenas tiene rostro; pero ella mantiene su rostro entero: ¿impasible?, ¿imbécil?, ¿campesino?, ¿digno? Como para el actor travesti, ningún adjetivo cabe, el predicado está desplazado, no por la solemnidad de la muerte próxima, sino al contrario, por la exención del sentido de la Muerte, de la Muerte como sentido. La mujer del general Nogi ha decidido que la Muerte era el sentido, que la una y el otro se despedían mutuamente y que, en consecuencia, en cuanto al rostro, no era necesario ‘hablar de ello’ 129.

En RB por RB, el adjetivo es fúnebre, pero la imagen de esta muerte esbozada en el rostro impredicable de la mujer de Nogi es otra muerte. En ningún caso la que marca ese “profundo cambio que he llamado ‘mitad de mi vida’”, “ese momento en que se descubre que la muerte es real, y no sólo temible” (1994: 336), en ningún caso, pero comparte con aquella, con la muerte de la Madre, la resistencia al adjetivo.

Imágenes de la Madre. Primero, la madre, en el vértigo de la agresión calificante, en medio de los gestos arrogantes del querer-asir en las relaciones humanas, representa una quietud, una calma “(la madre, ¿no es la única que no califica al niño, ni lo pone en una balanza?)” (2004: 107). Segundo, la madre que no califica, que no predica al niño, que no lo fija en una imagen ni lo encierra en la muerte de la clasificación, otorga al cuerpo del hijo su neutralidad. En La cámara lúcida leemos:

¡ah, si por lo menos la Fotografía pudiese darme un cuerpo neutro, anatómico, un cuerpo que no significase nada! Por desgracia estoy condenado por la Fotografía […] a tener siempre un aspecto: mi cuerpo jamás encuentra su grado cero, nadie se lo da (¿quizá tan sólo mi madre? Pues no es la indiferencia lo que quita peso a la imagen […] es el amor, el amor extremo) (1980: 39-40).

Tercero. El andrógino sería el sujeto en el cual “está lo maternal” (2004: 259). La figura mítica del andrógino desbarata el paradigma genital, a diferencia del hermafrodita, término complejo, especie de monstruo de dos sexos, el andrógino es la unión de lo masculino y lo femenino: senos y pene en un mismo cuerpo (al menos en la versión que aquí nos interesa). Si el andrógino desbarata el paradigma, lo hace a través de una figura del éxtasis: condición para-dóxica del ser uno mismo y aparte de uno mismo. Pero en el ser aparte no está lo femenino, sino lo maternal representado por los senos como fuente de nutrición: “Habría quizá que volver a esto (creo, mal explorado): no confundir forzosamente la madre y la mujer. En cuyo caso, el andrógino sería el sujeto en el cual está lo maternal” (259). En La cámara lúcida leemos:

Si, tal como han dicho tantos filósofos, la Muerte es la dura victoria de la especie […], si, después de haberse reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere, habiéndose así negado y sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado en su misma enfermedad a mi madre (2011: 115).

Cuarto. En la Foto del Invernadero (es la foto de su madre y su tío, de niños, en un invernadero, esta foto es la que da comienzo a toda la argumentación de La cámara lúcida) Barthes vuelve a encontrar a su madre, no la identificación, no su representación, no el analogon de la madre, sino su verdad. Cito: “Sólo podría expresar esta concordancia mediante una sucesión infinita de adjetivos; me los ahorro, convencido no obstante de que esta fotografía reunía todos los predicados posibles que constituían la esencia de mi madre” (2011: 113). Como en el caso del lenguaje-límite del discurso amoroso, la polinimia infinita (ligada en la práctica religiosa, al nombre del dios) encuentra una talidad (un carácter de tal) que es finalmente lo inefable de la esencia de la Madre. La Madre no se puede decir, no se puede predicar, desaparecida su existencia física, la Madre se convierte en Idea y la Fotografía del Invernadero, a su vez, en el medio por el que, parafraseando a Milner, se suscita lo único del ser, su cualidad (2004: 94). Cito La cámara lúcida:

Puesto que lo que he perdido no es una Figura (la Madre), sino un ser; y tampoco un ser, sino una cualidad (un alma): no lo indispensable, sino lo irremplazable. Yo podía vivir sin la Madre (todos lo hacemos, más o menos tarde); pero lo que me quedaba de vida sería por descontado y hasta el final incalificable (sin cualidad) (119).

La muerte de su madre es, de forma explícita, la experiencia que posibilita la reflexión sobre un segundo Neutro (“Entre el momento en que decidí el objeto de este curso […] y aquel en que tuve que prepararlo”, leemos en el seminario, “se produjo en mi vida, algunos lo saben, un acontecimiento grave, un duelo” (2004: 59)). Ese segundo Neutro que es la vitalidad desesperada se sitúa en la distancia incualificable entre “lo que me queda de vida” y el límite existencial de la muerte propia. Se lee en La cámara lúcida, tras la muerte de su madre: “Mi particularidad ya no podría nunca más universalizarse (a no ser, utópicamente, por medio de la escritura, cuyo proyecto debía convertirse desde entonces en la única finalidad de mi vida)” (2011: 115). Podríamos decir, para finalizar, que la vitalidad desesperada del segundo Neutro, como “sumisión lúcida a la persistencia del lenguaje” (el trabajo mismo del escritor) (2004: 223), es el derecho a callarse, el derecho a la escritura (de la novela).


Bibliografía

Barthes, R. (1991 [1970]). El imperio de los signos. Mondadori.
------------- (2002 [1975]). Roland Barthes por Roland Barthes. Buenos Aires: Paidós.
------------- (1993 [1977]). Fragmentos de un discurso amoroso. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
------------- (1994 [1978]). “Mucho tiempo he estado acostándome temprano”. El susurro del lenguaje. Buenos Aires: Paidós.
------------- (1993 [1978]). “Lección inaugural”. El placer del texto y Lección inaugural. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
------------- (2011 [1980]). La cámara lúcida. Buenos Aires: Paidós.
------------- (1986 [1982]). “El grano de la voz”. Lo obvio y lo obtuso. Buenos Aires: Paidós.
------------- (2004 [2002]). Lo Neutro. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
Marty, Éric (2007 [2006]). Roland Barthes, el oficio de escribir. Buenos Aires: Manantial.
Milner, Jean-Claude (2004 [2003]). El paso filosófico de Roland Barthes. Buenos Aires: Amorrutu editores.

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