[La imaginación arruinada: Tentativas sobre experiencia, herencias y narrativas]. Por Eduardo Peñafiel

Eduardo Peñafiel nos dice en el siguiente artículo: "decretar la imposibilidad de la experiencia puede, también, cobijar su promesa". Su revisión, en este sentido, del enunciado benjaminiano de la crisis de la experiencia, aboga por delinear las posibilidades de esa (futura) experiencia posible. A través de un recorrido que pasa por el filósofo italiano Giorgio Agamben y el crítico argentino Ricardo Forster, "La imaginación arruinada: Tentativas sobre experiencia, herencias y narrativas", examina las conceptualizaciones de la memoria y la política en cierta narrativa chilena contemporánea, deteniéndose en "Jamás el fuego nunca" de Diamela Eltit y "Formas de volver a casa" del narrador y poeta Alejandro Zambra. El siguiente artículo fue leído en el marco del "V Seminario Internacional Políticas de la Memoria: Arte y memoria, miradas sobre el pasado reciente", realizado en Buenos Aires, Argentina, en octubre de 2012.


La imaginación arruinada: Tentativas sobre experiencia, herencias y narrativas

I. Experiencia

En nuestra época –si es una época la nuestra, pero sobre todo si es ‘nuestra’-  condicionada por el definitivo asentamiento de los dispositivos, la cuestión de la experiencia y sus posibilidades aparecen por completo usurpadas a los hombres. Más allá de la pobreza de experiencia que anunciara Benjamin en 1933, hoy proliferan diagnósticos que certifican una muerte irremediable; y sin embargo, el propio término aparece una y otra vez en distintas escenas de la vida contemporánea, tanto bajo el signo de la fugacidad y el consumo, como del límite al que se ve forzado por la razón moderna y cuyas aristas no cesan de anunciar posibilidades, situaciones y gestos que permitan repensar su estatuto en la contemporaneidad.
Incluso diagnósticos radicales como el enunciado por Giorgio Agamben, en su ensayo “Infancia e historia” de 1978, en donde señala que “cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de que ya no es algo realizable”, tal vez deban ser matizados. Ahora, tras “Profanaciones”, sabemos que el propio Agamben articula una teoría de la profanación que podría inscribirse en la restitución (parcial, temporal, efímera) de la experiencia por el uso. En un breve ensayo titulado “Elogio de la Profanación”, analiza la creación de un ‘Absoluto Improfanable’ por parte del capitalismo tardío, a través, principalmente, de la proliferación de los dispositivos, los cuales funcionan a partir de la captura y subjetivación de un deseo de felicidad en una esfera separada del individuo. Frente a estas condiciones, postula un ejercicio de profanación, enfocado a la restitución de los medios puros, es decir, aquellos que no están sujetos a una determinada finalidad, a un producto o intercambio, que puede huir de la reificación, concepto que resulta idóneo respecto a la experiencia.
La reificación, en tanto falsa objetividad referida al conocimiento, así como proceso deformante de la vida y la conciencia, parece confirmar, en su presencia actual, la sentencia de Adorno, según la cual, la experiencia y su desvanecimiento en la actualidad, se remite al atemporal proceso tecnificado de bienes materiales. El efecto del indisociable binomio técnica / mercancía, se aparece como el origen y el signo que comprime la experiencia hasta el estatuto anecdótico, ajeno, improbable y cuasi mítico que hoy le conocemos. Y, de igual modo, asoman las narrativas, las manifestaciones del lenguaje que, en oposición o legitimando, dieron forma y fondo a estos espectros.
Los elementos propuestos por Agamben solo pueden ser comprendidos como extensiones, actualizadas y destellantes, de la obra de Walter Benjamin, especialmente,  aquellos conocidos textos referidos a la experiencia y la narración. La pregunta por el futuro de las tesis benjaminianas marca el horizonte del programa profano del filósofo italiano. ¿En qué grados ha penetrado la separación y anulación de la experiencia en la vida contemporánea? ¿Cómo imaginar la incierta posibilidad de la experiencia en la era de los dispositivos y los flujos, del imperio de la imagen y de los medios, de las escrituras naturalizadas y la estadística?
Pero la cuestión de la experiencia es sumamente compleja, y en ella se anudan las dimensiones pretéritas de su significado con la actualidad de su situación; de igual modo, su comprensión como un concepto lingüístico colectivo, y como un significante que refiere a una pertenencia común. Y finalmente, la cuestión respecto a qué queda de la experiencia en sus diversos trazados que pueda ser actualizado, logrando sortear el peso homogeneizador en el que se halla sumido. De este modo, decretar su imposibilidad puede, también, cobijar su promesa. La naturaleza de esta aparece como la interrogante de fondo; articula la pregunta por los modos, tácticas, acciones y, también, escrituras, discursos, enunciados que logren sortear el signo crepuscular que hoy tiñe el concepto.
El potencial profanatorio de Agamben ha señalado algunas de las vías: el rostro en la pornografía, el juego, las heces, lo improductivo, entre otros aparecen como espacios y elementos en los cuales la disputa por los medios puros refulge y se vislumbra la posibilidad de la experiencia. Sin embargo, los diversos modos de dar forma a esas posibilidades, ciertas modalidades de aventurar una recuperación de la experiencia pasan inevitablemente, en primer lugar, por la capacidad de enunciarlas, de poseerlas en el lenguaje para dislocar el curso homogeneizador del ‘Absoluto Improfanable’ y sembrar allí las disposiciones para nuevos usos y nuevas experiencias.
Si pensamos en los textos de Benjamin, a la crisis de la experiencia sobrepone la pérdida de la capacidad de narrar, comprendida esta como una praxis social, con un alto y determinante contenido ético; por sobre una mera condición estética. Benjamin habla de narración. Y tal vez aquí podríamos avizorar una posibilidad, asumiendo que se trata del lenguaje y que los modos en que pueda expresarse lo tornan vital o intrascendente, un campo de batalla o un mero apéndice del dispositivo cultural.
En las innumerables variables del lenguaje se ponen en ruedo diversos regímenes; de visibilidad e invisibilidad, de inscripción y exclusión, de emergencia y colonización, de irrupción y prescripción. El infinito espacio de pliegues y tensiones que constituyen el lenguaje configuran una cartografía de lo mundano, del espacio humano de la disputa por el sentido. Este proceso constituye lo propiamente político; aquella potencia creativa (imaginativa y, por ende, crítica, diría Vico) transforma toda palabra en palabra política. Si así fuese, ¿qué características asignar al estatuto del lenguaje hoy, de modo algo general, pensando, aquí, particularmente, en la literatura chilena reciente?, y al mismo tiempo, ¿de qué modos estas expresiones literarias se insertan en un plano mayor, histórico, que compete a las políticas de la memoria, a la política y a la memoria como determinantes de una posesión cultural común?
En un breve pero potente ensayo, Ricardo Forster, en la estela de los escritos de George Steiner, aborda el problemático estadio en que las escrituras se encuentran en la actualidad y la imposición que provocan sobre el sujeto: “En el interior de la sociedad de masas, metido en las redes de la información, el individuo es dicho por un lenguaje que manipula su vida y sus ideas; sus palabras ya no le pertenecen, se le han alejado y la jerga en la que se expresa delimita no solo el empobrecimiento de su cultura sino, también, el silenciamiento del mundo como realidad vital y compleja”. La comunicación, la narrativa, el entramado simbólico en general provee, en el capitalismo contemporáneo, de la oportunidad estratégica, ideal al capital, de crear escenarios de corporalidad, desplazamientos, retornos, eficientes y sumisos, que disfrazan (cuando pueden y, por cierto, ingenuamente) antiguas y persistentes hegemonías con las destellantes nuevas tecnologías. De allí que la crisis de experiencia anunciada por Benjamin constituya el punto central desde el cual retomar la relación entre en el lenguaje, lo político, la memoria y la experiencia, ya que este ha sido el propicio campo experimental de un poder irredento: los aparentemente simples y neutrales modos de exponer lo real, de exponer el lenguaje a la constatación y el juicio, permiten que en el centro de este frágil ensamblaje sucedan los derrumbes cotidianos de lo no expresado por las gramáticas y el orden.
Así, solo logramos acceder a ese estadio de constatación de la catástrofe, y al “espantoso reconocimiento –escribe Forster- de que nuestras lenguas pueden ser, y de hecho han sido, doblemente envilecidas: por el totalitarismo político que convierte a las palabras en un instrumento para la muerte y, desde el ‘otro lado’ de la modernidad civilizadora, por la degradación mediática del lenguaje, por su lavaje y empobrecimiento sistemáticos”. Forster es tajante: el lenguaje hoy se exhibe ‘empobrecido’, ‘envilecido’, ‘serializado’. ¿Cómo generar las aperturas lingüísticas, discursivas, que posibiliten una, digamos, experiencia en el lenguaje? ¿En qué espacios o tiempos, incluso a través de qué ‘medios’ intentar este regreso?, ¿Cómo abordar ese espacio que se abre entre el pasado y el presente como modo de recuperación de la experiencia?, ¿Qué rol asignar a la memoria y de qué modos esto se realiza o no, en la literatura; o más bien, en un pensamiento crítico actual?

II. Memoria
Si la experiencia se ha vuelto algo inasible, conviene, entonces, comenzar por la memoria. Si bien esta se ha convertido en una obsesión cultural, sus contornos y modos no pueden sino resultar fundamentales para un pensamiento crítico y una aproximación a la experiencia en el umbral indefinible del presente. Para situar la importancia de dicho concepto, y retomando algunas consideraciones de Walter Benjamin al respecto, es necesario situarlo en la vinculación, directa e indesligable, que la memoria establece con el olvido y el recuerdo.
Considerando la cuestión guía de este ensayo, la literatura chilena reciente y la relevancia de una herencia crítica, política, estas variaciones permiten aproximaciones, tangenciales, que permiten iluminar procesos y matices. Entonces, anudar la cuestión en la pregunta: ¿acaso no es necesario olvidar para recordar? ¿No está sujeto el proceso de la memoria a una suerte de olvido que, latente, dialécticamente, lo permite? Estas preguntas dan algunas pautas a través de las cuales comenzar a pensar en torno a una política de la memoria que no esté destinada a la cristalización; sino abierta al experimento y la reactualización de un contenido que se entronca a la historia.
En la segunda tesis sobre la historia de Walter Benjamin, en cuyas líneas radica una búsqueda de la felicidad que se tiñe de cierta nostalgia y, más importante aún, se carga de una pulsión ética en  la cual radica la comunión con el pasado, se lee: “El pasado lleva consigo un secreto índice por el cual es remitido a la redención. ¿Acaso no nos roza un hálito del aire que envolvió a los precedentes?, ¿acaso las mujeres que cortejamos no tienen hermanas que jamás pudieron conocer? Si es así, entonces existe un secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra. Entonces hemos sido esperados en la tierra. Entonces nos ha sido dada, tal como a cada generación que nos precedió, una débil fuerza mesiánica, sobre la cual el pasado reclama derecho”. La presencia de este vínculo generacional es lo que en Benjamin haría posible la existencia del complejo concepto “débil fuerza mesiánica”. Ahora bien, al separar el carácter mesiánico de la potencia ética no traicionamos la reflexión benjaminiana. Para ello, situar la relevancia de la técnica respecto a la narración y la idea de comunidad, muy brevemente, puede iluminar la interpretación.
En Benjamin, la idea de la pobreza de la experiencia colinda con la idea de la crisis de la narración, impulsada por los desarrollos técnicos. Si como señala, la narración corresponde, no a un tipo específico de experiencia, sino a  la experiencia en cuanto tal, en sí misma, en este sentido, la idea de Benjamin se refiere no tanto al extravío de un contenido mediante el cual los hombres dotaban de sentido a su comunidad, como a la posibilidad de la comunidad en sí. Y esto, en tanto coincide con un modo de producción, la narración, que atañe de igual modo de la capacidad técnica que la sostiene. De aquí se puede interpretar que la crisis de la narración y su efecto de transmisibilidad, de comunidad, son extirpadas en la era de la reproductibilidad técnica en aras de la historia, como registro y archivo de los hechos que ya no pueden ser transmitidos. La experiencia da paso a una memoria que debe, inevitablemente, ser inscrita en los dispositivos técnicos  propios de cada tiempo.
Más allá de un elemento que permite la rememoración y el registro, la memoria se inscribe, siguiendo a Benjamin, en una zona de confluencia ética y política, donde comunidad y experiencia se tornan indistintas. De allí que la decadencia anunciada del arte de narrar, la disolución de la figura del narrador, trae aparejada la emergencia de la Historia como sitial por antonomasia de la posibilidad de la memoria. La conjunción de historia y memoria significa, entonces, la extirpación radical de la experiencia como momento de realización de lo ético en comunidad para dar paso a la sobredeterminación técnica del mundo; aquella escena que Benjamin remite a un anonadado ángel de la historia. Entonces, ¿qué destino le compete a la memoria en la era actual, donde la técnica ha multiplicado sus efectos y la experiencia se debate constantemente entre el anuncio de su crisis y la evanescencia de su lamento?

III. Narrativas
El saldo de cuentas crítico que la memoria establece con las cristalizaciones post-pinochetistas se aparece en la narrativa actual en diversos modos y grados. La incidencia del conflicto soterrado no emerge como una potencia reivindicativa, sino como la escenificación de una deuda simulada, no del todo asumida. En este sentido, y solo a modo de enunciación de una línea de análisis que requeriría mayor extensión, es posible rastrear algunas señas, conscientes de la preponderancia técnica, en la narrativa actual, y en las cuales, el ejercicio de la memoria en su inevitable imbricación política, problematiza este frágil vínculo generacional. Quisiera, aquí, tomar en consideración algunas breves escenas en la cuales el vínculo de la política, la memoria y la experiencia en su matiz histórica coinciden en la puesta en crisis de una herencia crítica. Esbozos en los cuales creo encontrar una seña del actual estadio de la literatura en Chile, signada por la urgencia de la imaginación y el símbolo de la ruina: se trata de pasajes de sentido en los cuales se juegan instancias definitorias para una relación entre literatura y política, o bien, para una literatura política. 
Convertida en una figura central de la narrativa de post-dictadura, Diamela Eltit elabora en “Jamás el fuego nunca” una zona de indistinción que, leída desde la política de los dispositivos contemporáneos, se abre a la posibilidad de leer conjuntamente la fractura social, los cuerpos y la suspensión del tiempo histórico. Eltit abre la posibilidad de pensar las herencias de la intervención sobre el cuerpo como correlato del impacto en la subjetividad contemporánea de los dispositivos técnicos. Entre personajes que se hallan desencajados de la temporalidad que los definía, inscripta en su potencia aún la vívida imagen de la militancia y la pertenencia a las células en pos de la revolución, los personajes de la novela se sitúan en un espacio extemporáneo de imbricación entre teoría y praxis, entre discursos y modos de producción, frente a lo cual, una realidad inasible, gigante, los reduce y encierra progresivamente, hasta reducir la utopia revolucionaria a unos conflictos domésticos que no logran escapar de un lenguaje aparentemente desfasado. Allí, su personaje escribe: “Nos habíamos convertido en una célula sin destino, perdidos, desconectados, conducidos laxamente por un conjunto de palabras selectas y convincentes pero despojadas de realidad” (p.27). En esta constatación se hacen visibles algunas de las consideraciones más importantes para graficar la condición heredada de una cultura crítica. Tanto la realidad como la imbricación social aparecen tanto en el lenguaje como en la experiencia revolucionaria de los protagonistas como una instancia ya caduca, desde la cual no es posible una reinstauración de la utopía como programa, como discurso, como experiencia. El riesgo, hoy constatable del fracaso de las pulsiones revolucionarias de los ’70, mantenidas en el curso de la dictadura como bastiones aislados, pero vívidos, da paso, mediante el agobio del límite, a un cuerpo de mero tránsito.
Aquí asoma la particular capacidad de Eltit como narradora de la crisis, o de una crisis: en la militancia, los sujetos en la narración supieron leer, agónicamente, el tránsito que supone el fracaso de la revolución y con ello la utopía, para dar paso a la memoria como único garante del gesto ya fracasado. La memoria como consuelo premeditado, consensuado. La memoria como obligación de hacerse memoria, operada por aquellos discursos que, impulsados por la absolución, olvidaron la densidad y el horizonte preñado de la imaginación revolucionaria.
Podríamos agregar, perfilando la lectura de Nelly Richard respecto a la proliferación del narrador en primera persona que, en clave autobiográfica, daría cuenta de un individualismo de nuevo cuño que superpone lo personal en desmedro de lo colectivo; que en esta obra de Eltit, la personalización actúa en sentido contrario: encarna el destino de una perspectiva de época, se sitúa en la encrucijada de tiempos históricos, entre una revolución que pervive en el lenguaje, y un presente, una actualidad que no cesa de señalarle el destino fúnebre de toda la retórica que la mantiene con vida. En esta cesura histórica, se juega la memoria y la crítica, y al mismo tiempo, la propia consciencia de una revolución que esquivó la propicia lectura trágica que sostuviera su tragedia real. Entonces, la narradora dice: “Lo hemos perdido, el rostro, el tiempo nos ha convertido en formas humanas radicalmente seriadas, multitudinarias, pero dotados de rigor, esa serie opaca, disciplinada en la que se reconoce un militante, un verdadero militante” (p.40)
Dos breves consideraciones secundarias. La novela “Formas de volver a casa” de Alejandro Zambra, que se inicia y cierra con la ruina como símbolo de un proceso histórico que encuentra en la naturaleza su motivo y signo (los terremotos ocurridos en Chile los años 1985 y 2010), articula del modo más gráfico el problema que concierne a la memoria y a ese “secreto pacto entre generaciones”. En un diálogo que resulta sumamente representativo de la suspensión de un tópico como la “lucha de clases” en el aparato simbólico chileno, el personaje de la novela “Formas de volver a casa” interpela la identificación de la madre con problemáticas de clase alta en la forma de una novela romántica. Lo llamativo del diálogo sobrepasa lo anecdótico para insertarse en la lectura amplia del vocabulario político: ¿Qué derrotero tomó el término, clave para el pasado fracturado, previo al golpe de Estado, “clase” en los lenguajes ficcionales, y aun, en las ciencias sociales en general?, ¿cómo se vincula una cierta terminología política con la subjetividad vía dispositivo técnico? Las honduras del correlato aparecen, sin duda, muy vagas, y sin embargo, anuncian un modo de entender el discurso que fricciona los respectivos dominios y derriba las parcelitas interpretativas.
Si esta escena puede tener un asidero que permite ampliar la lectura, este se halla en la misma narrativa de Zambra. Su obra, íntegra, hace eco de la tendencia actual por la síntesis absoluta. La construcción de las frases y un estilo conciso, pueden ser leídos como resonancia de la imposición técnica que los dispositivos contemporáneos realizan en la comunicación. Por otra, ciertos contenidos reflejan la confrontación en la que pasado y presente se sitúan. 
Lo que en la lectura benjaminiana se aparece como la necesaria vinculación que permite la emergencia de la ética, en estos ejemplos de la narrativa chilena actual se traduce en la puesta en evidencia máxima de aquel fracaso. Tanto la metáfora biológica que sustenta a la narradora de Eltit, tanto el lenguaje como la utopía fracasada que porta, dan cuenta de la ruptura profunda de una herencia palpable, en la que la decadencia de los personajes grafican el descenso en lo inerte de la memoria, la museificación. En Zambra, la escritura concisa representa la ausencia de comunión entre el pasado trágico y un presente ínfimo, aunque completamente arrebatado de sus posibilidades de experiencia.
Ambas posturas, aquí brevemente enunciadas, conducen a una reflexión que halla en el trato sobre la memoria, ciertas incidencias sumamente relevantes, tanto en los cuerpos como en el lenguaje, tanto biopolítica como discursivamente. Aquella zona de tensión nos introduce, nos obliga a nuevos modos de concebir el ejercicio de la memoria, del lenguaje y su relación con los dispositivos, a fin de replantear los contornos de un concepto de experiencia que dé lugar a dichas transformaciones y las exponga en las dimensiones correctas. Escenas que dan cuenta de los restos, o mejor, las ruinas de una utopía, una revolución, un acaecer de lo político sobre cuyas herencias la narrativa actual refleja sus condiciones e inmanencias.

IV. Repetición
La carga que las herencias imponen sobre el lenguaje en los distintos períodos de la historia, traen aparejado el uso ético que de la memoria aquellos tiempos se ocupan de remarcar. Benjamin establecía esta relación claramente al anunciar la pobreza de la experiencia, el declive de la autoridad narrativa y la ruptura que introduce la técnica, así como los umbrales a través de los cuales comenzar a imaginar su redefinición. Los modos de comprender o aprehender el pasado resignifican los usos que del lenguaje se establecen con una referencia ética. De este modo, una ética de la memoria en curso suele abordar dos modos, antinómicos aunque complementarios, sobre los cuales algo así como una “literatura política” es posible. El pasado como un tiempo despedazado por sus propios procedimientos internos, “el pasado recordado como tiempo aciago”, escribe Forster. Por otra parte, su rememoración como tiempo heroico. Quizás, entonces, cabría apelar a cierta idea, tentativa, de novedad, que situando las paradojas del presente lograse introducir ese resto arqueológico que produce las fricciones significantes.
Nuestra actualidad chilena, bajo el signo engañoso del consenso, aparece determinada por el paciente afán de atenuar las marcas de la violencia heredada que, hace poco tiempo, aún permanecía adherida a las siluetas de las palabras. El recuerdo conflictivo, la visión fugaz del límite que detonaba la remembranza, son ignoradas, eliminadas, se vuelven innombrables para no aguar la celebración de nuestro eternizado presente. La detallada separación de los lenguajes, su giro a cierto convencionalismo sin origen ni motivo, acabó desplazando las posibles lecturas disconformes de la historia. La antigua multiplicidad simbólica del pasado se reduce a un oprobio pasajero, una rabieta, un grito sordo, fácilmente confundido en la espesura banal de los dispositivos.
El problema del lenguaje que supone la contemporaneidad, su homogeneización y banalización tienen correlatos en las distintas esferas de la sociedad y, por supuesto, la academia no queda al margen. También las ciencias sociales habrían optado por narrar dócilmente el abandono de la palabra y sus matices, a través de diversos modos, dominados por las ansias de dar cabida tanto al orden como a su legitimidad, entregándose a un pragmatismo ampliado y a una cuantificación imposible, la especialización y sus expertos, lo manejable, lo inmediato y final.
Una escritura que tenga por objetivo la recuperación del aliento crítico que funda la experiencia, debiese incidir sobre las concepciones de la memoria y el recuerdo como detonantes y sentidos, reiterativos, complementarios, inevitables. En este arduo camino, tal vez debería seguir el referente de la transformación y la lucha interpretativa de Ba’al Shem, el “Maestro del Santo Nombre”, que según Scholem, alguna vez contó esta historia: “… Cuando Ba’al Shem tenía ante sí una tarea difícil, solía ir a cierto lugar del bosque, encendía un fuego, meditaba y rezaba, y lo que él había decidido hacer, se llevaba a buen fin. Cuando, una generación más tarde, el Magguid de Meseritz se enfrentaba a la misma tarea, iba al mismo lugar del bosque y decía: Ya no podemos encender el fuego, pero aún podemos decir las plegarias, y aquello que quería se volvía realidad. Nuevamente una generación más tarde rabí Moshé Leib de Sassov tuvo que realizar esta tarea. También fue al bosque y dijo: Ya no podemos encender el fuego, ni conocemos las meditaciones secretas que corresponden a la plegaria, pero sí conocemos el lugar en el bosque donde todo esto tiene lugar, y ha de ser suficiente, y fue suficiente. Pero pasada otra generación, cuando se pidió a rabí Israel de Rishin que realizara la tarea, se sentó en el sillón dorado de su castillo y dijo: No podemos encender el fuego, no podemos decir las plegarias, no conocemos el lugar, pero podemos contar la historia acerca de cómo se hizo todo esto. Y –agrega el narrador- la historia que él contó tuvo el mismo efecto que las acciones de los otros tres”.

Eduardo Peñafiel (Ovalle, Chile, 1982). Periodista (Universidad de Chile). Candidato a Magister en Comunicación y Cultura, Universidad de Buenos Aires, Argentina. En 2011 ganó la Beca de Creación del Fondo del Libro y la Lectura en la categoría ensayo. Actualmente cursa el Magíster en Pensamiento Contemporáneo de la Universidad Diego Portales.

Bibliografía

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