[La imaginación arruinada: Tentativas sobre experiencia, herencias y narrativas]. Por Eduardo Peñafiel
Eduardo Peñafiel nos dice en el siguiente artículo: "decretar la imposibilidad de la experiencia puede, también, cobijar su promesa". Su revisión, en este sentido, del enunciado benjaminiano de la crisis de la experiencia, aboga por delinear las posibilidades de esa (futura) experiencia posible. A través de un recorrido que pasa por el filósofo italiano Giorgio Agamben y el crítico argentino Ricardo Forster, "La imaginación arruinada: Tentativas sobre
experiencia, herencias y narrativas", examina las conceptualizaciones de la memoria y la política en cierta narrativa chilena contemporánea, deteniéndose en "Jamás el fuego nunca" de Diamela Eltit y "Formas de volver a casa" del narrador y poeta Alejandro Zambra.
El siguiente artículo fue leído en el marco del "V Seminario Internacional Políticas de la Memoria: Arte y memoria, miradas sobre el pasado reciente", realizado en Buenos Aires, Argentina, en octubre de 2012.
La imaginación arruinada: Tentativas sobre
experiencia, herencias y narrativas
I. Experiencia
En nuestra época –si es una época la nuestra,
pero sobre todo si es ‘nuestra’- condicionada por el definitivo asentamiento de
los dispositivos, la cuestión de la experiencia y sus posibilidades aparecen
por completo usurpadas a los hombres. Más allá de la pobreza de experiencia que
anunciara Benjamin en 1933, hoy proliferan diagnósticos que certifican una
muerte irremediable; y sin embargo, el propio término aparece una y otra vez en
distintas escenas de la vida contemporánea, tanto bajo el signo de la fugacidad
y el consumo, como del límite al que se ve forzado por la razón moderna y cuyas
aristas no cesan de anunciar posibilidades, situaciones y gestos que permitan
repensar su estatuto en la contemporaneidad.
Incluso diagnósticos radicales como el
enunciado por Giorgio Agamben, en su ensayo “Infancia e historia” de 1978, en
donde señala que “cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de que ya
no es algo realizable”, tal vez deban ser matizados. Ahora, tras
“Profanaciones”, sabemos que el propio Agamben articula una teoría de la
profanación que podría inscribirse en la restitución (parcial, temporal,
efímera) de la experiencia por el uso. En un breve ensayo titulado “Elogio de la Profanación”, analiza la creación de un ‘Absoluto Improfanable’ por parte
del capitalismo tardío, a través, principalmente, de la proliferación de los
dispositivos, los cuales funcionan a partir de la captura y subjetivación de un
deseo de felicidad en una esfera separada del individuo. Frente a estas
condiciones, postula un ejercicio de profanación, enfocado a la restitución de
los medios puros, es decir, aquellos que no están sujetos a una determinada
finalidad, a un producto o intercambio, que puede huir de la reificación,
concepto que resulta idóneo respecto a la experiencia.
La reificación, en tanto falsa objetividad
referida al conocimiento, así como proceso deformante de la vida y la
conciencia, parece confirmar, en su presencia actual, la sentencia de Adorno,
según la cual, la experiencia y su desvanecimiento en la actualidad, se remite
al atemporal proceso tecnificado de bienes materiales. El efecto del
indisociable binomio técnica / mercancía, se aparece como el origen y el signo
que comprime la experiencia hasta el estatuto anecdótico, ajeno, improbable y
cuasi mítico que hoy le conocemos. Y, de igual modo, asoman las narrativas, las
manifestaciones del lenguaje que, en oposición o legitimando, dieron forma y
fondo a estos espectros.
Los elementos propuestos por Agamben solo
pueden ser comprendidos como extensiones, actualizadas y destellantes, de la
obra de Walter Benjamin, especialmente, aquellos
conocidos textos referidos a la experiencia y la narración. La pregunta por el
futuro de las tesis benjaminianas marca el horizonte del programa profano del
filósofo italiano. ¿En qué grados ha penetrado la separación y anulación de la
experiencia en la vida contemporánea? ¿Cómo imaginar la incierta posibilidad
de la experiencia en la era de los dispositivos y los flujos, del imperio de la
imagen y de los medios, de las escrituras naturalizadas y la estadística?
Pero la cuestión de la experiencia es
sumamente compleja, y en ella se anudan las dimensiones pretéritas de su significado
con la actualidad de su situación; de igual modo, su comprensión como un
concepto lingüístico colectivo, y como un significante que refiere a una
pertenencia común. Y finalmente, la cuestión respecto a qué queda de la
experiencia en sus diversos trazados que pueda ser actualizado, logrando
sortear el peso homogeneizador en el que se halla sumido. De este modo,
decretar su imposibilidad puede, también, cobijar su promesa. La naturaleza de esta aparece como la interrogante de fondo; articula la pregunta por los modos,
tácticas, acciones y, también, escrituras, discursos, enunciados que logren
sortear el signo crepuscular que hoy tiñe el concepto.
El potencial profanatorio de Agamben ha
señalado algunas de las vías: el rostro en la pornografía, el juego, las heces,
lo improductivo, entre otros aparecen como espacios y elementos en los cuales
la disputa por los medios puros refulge y se vislumbra la posibilidad de la
experiencia. Sin embargo, los diversos modos de dar forma a esas posibilidades,
ciertas modalidades de aventurar una recuperación de la experiencia pasan
inevitablemente, en primer lugar, por la capacidad de enunciarlas, de poseerlas
en el lenguaje para dislocar el curso homogeneizador del ‘Absoluto
Improfanable’ y sembrar allí las disposiciones para nuevos usos y nuevas
experiencias.
Si pensamos en los textos de Benjamin, a la
crisis de la experiencia sobrepone la pérdida de la capacidad de narrar,
comprendida esta como una praxis social, con un alto y determinante contenido
ético; por sobre una mera condición estética. Benjamin habla de narración. Y
tal vez aquí podríamos avizorar una posibilidad, asumiendo que se trata del
lenguaje y que los modos en que pueda expresarse lo tornan vital o
intrascendente, un campo de batalla o un mero apéndice del dispositivo
cultural.
En las innumerables variables del lenguaje se
ponen en ruedo diversos regímenes; de visibilidad e invisibilidad, de
inscripción y exclusión, de emergencia y colonización, de irrupción y
prescripción. El infinito espacio de pliegues y tensiones que constituyen el
lenguaje configuran una cartografía de lo mundano, del espacio humano de la
disputa por el sentido. Este proceso constituye lo propiamente político;
aquella potencia creativa (imaginativa y, por ende, crítica, diría Vico) transforma
toda palabra en palabra política. Si así fuese, ¿qué características asignar al
estatuto del lenguaje hoy, de modo algo general, pensando, aquí,
particularmente, en la literatura chilena reciente?, y al mismo tiempo, ¿de qué
modos estas expresiones literarias se insertan en un plano mayor, histórico,
que compete a las políticas de la memoria, a la política y a la memoria como
determinantes de una posesión cultural común?
En un breve pero potente ensayo, Ricardo
Forster, en la estela de los escritos de George Steiner, aborda el problemático
estadio en que las escrituras se encuentran en la actualidad y la imposición
que provocan sobre el sujeto: “En el interior de la sociedad de masas, metido
en las redes de la información, el individuo es dicho por un lenguaje que
manipula su vida y sus ideas; sus palabras ya no le pertenecen, se le han
alejado y la jerga en la que se expresa delimita no solo el empobrecimiento de
su cultura sino, también, el silenciamiento del mundo como realidad vital y
compleja”. La comunicación, la narrativa, el entramado simbólico en general
provee, en el capitalismo contemporáneo, de la oportunidad estratégica, ideal
al capital, de crear escenarios de corporalidad, desplazamientos, retornos,
eficientes y sumisos, que disfrazan (cuando pueden y, por cierto, ingenuamente)
antiguas y persistentes hegemonías con las destellantes nuevas tecnologías. De
allí que la crisis de experiencia anunciada por Benjamin constituya el punto
central desde el cual retomar la relación entre en el lenguaje, lo político, la
memoria y la experiencia, ya que este ha sido el propicio campo experimental de
un poder irredento: los aparentemente simples y neutrales modos de exponer lo
real, de exponer el lenguaje a la constatación y el juicio, permiten que en el
centro de este frágil ensamblaje sucedan los derrumbes cotidianos de lo no
expresado por las gramáticas y el orden.
Así, solo logramos acceder a ese estadio de
constatación de la catástrofe, y al “espantoso reconocimiento –escribe Forster-
de que nuestras lenguas pueden ser, y de hecho han sido, doblemente
envilecidas: por el totalitarismo político que convierte a las palabras en un
instrumento para la muerte y, desde el ‘otro lado’ de la modernidad
civilizadora, por la degradación mediática del lenguaje, por su lavaje y
empobrecimiento sistemáticos”. Forster es tajante: el lenguaje hoy se exhibe
‘empobrecido’, ‘envilecido’, ‘serializado’. ¿Cómo generar las aperturas
lingüísticas, discursivas, que posibiliten una, digamos, experiencia en el
lenguaje? ¿En qué espacios o tiempos, incluso a través de qué ‘medios’ intentar
este regreso?, ¿Cómo abordar ese espacio que se abre entre el pasado y el
presente como modo de recuperación de la experiencia?, ¿Qué rol asignar a la
memoria y de qué modos esto se realiza o no, en la literatura; o más bien, en
un pensamiento crítico actual?
II. Memoria
Si la experiencia se ha vuelto algo inasible,
conviene, entonces, comenzar por la memoria. Si bien esta se ha convertido en
una obsesión cultural, sus contornos y modos no pueden sino resultar
fundamentales para un pensamiento crítico y una aproximación a la experiencia
en el umbral indefinible del presente. Para situar la importancia de dicho
concepto, y retomando algunas consideraciones de Walter Benjamin al respecto, es
necesario situarlo en la vinculación, directa e indesligable, que la memoria
establece con el olvido y el recuerdo.
Considerando la cuestión guía de este ensayo,
la literatura chilena reciente y la relevancia de una herencia crítica,
política, estas variaciones permiten aproximaciones, tangenciales, que permiten
iluminar procesos y matices. Entonces, anudar la cuestión en la pregunta:
¿acaso no es necesario olvidar para recordar? ¿No está sujeto el proceso de la
memoria a una suerte de olvido que, latente, dialécticamente, lo permite? Estas
preguntas dan algunas pautas a través de las cuales comenzar a pensar en torno
a una política de la memoria que no esté destinada a la cristalización; sino
abierta al experimento y la reactualización de un contenido que se entronca a
la historia.
En la segunda tesis sobre la historia de
Walter Benjamin, en cuyas líneas radica una búsqueda de la felicidad que se
tiñe de cierta nostalgia y, más importante aún, se carga de una pulsión ética
en la cual radica la comunión con el
pasado, se lee: “El pasado lleva consigo un secreto índice por el cual es
remitido a la redención. ¿Acaso no nos roza un hálito del aire que envolvió a
los precedentes?, ¿acaso las mujeres que cortejamos no tienen hermanas que
jamás pudieron conocer? Si es así, entonces existe un secreto acuerdo entre las
generaciones pasadas y la nuestra. Entonces hemos sido esperados en la tierra.
Entonces nos ha sido dada, tal como a cada generación que nos precedió, una
débil fuerza mesiánica, sobre la cual el pasado reclama derecho”. La presencia
de este vínculo generacional es lo que en Benjamin haría posible la existencia
del complejo concepto “débil fuerza mesiánica”. Ahora bien, al separar el
carácter mesiánico de la potencia ética no traicionamos la reflexión benjaminiana.
Para ello, situar la relevancia de la técnica respecto a la narración y la idea
de comunidad, muy brevemente, puede iluminar la interpretación.
En Benjamin, la idea de la pobreza de la
experiencia colinda con la idea de la crisis de la narración, impulsada por los
desarrollos técnicos. Si como señala, la narración corresponde, no a un tipo
específico de experiencia, sino a la
experiencia en cuanto tal, en sí misma, en este sentido, la idea de Benjamin se
refiere no tanto al extravío de un contenido mediante el cual los hombres
dotaban de sentido a su comunidad, como a la posibilidad de la comunidad en sí.
Y esto, en tanto coincide con un modo de producción, la narración, que atañe de
igual modo de la capacidad técnica que la sostiene. De aquí se puede
interpretar que la crisis de la narración y su efecto de transmisibilidad, de
comunidad, son extirpadas en la era de la reproductibilidad técnica en aras de
la historia, como registro y archivo de los hechos que ya no pueden ser
transmitidos. La experiencia da paso a una memoria que debe, inevitablemente,
ser inscrita en los dispositivos técnicos propios de cada tiempo.
Más allá de un elemento que permite la
rememoración y el registro, la memoria se inscribe, siguiendo a Benjamin, en
una zona de confluencia ética y política, donde comunidad y experiencia se
tornan indistintas. De allí que la decadencia anunciada del arte de narrar, la
disolución de la figura del narrador, trae aparejada la emergencia de la
Historia como sitial por antonomasia de la posibilidad de la memoria. La
conjunción de historia y memoria significa, entonces, la extirpación radical de
la experiencia como momento de realización de lo ético en comunidad para dar
paso a la sobredeterminación técnica del mundo; aquella escena que Benjamin
remite a un anonadado ángel de la historia. Entonces, ¿qué destino le compete a
la memoria en la era actual, donde la técnica ha multiplicado sus efectos y la
experiencia se debate constantemente entre el anuncio de su crisis y la
evanescencia de su lamento?
III. Narrativas
El saldo de cuentas crítico que la memoria
establece con las cristalizaciones post-pinochetistas se aparece en la
narrativa actual en diversos modos y grados. La incidencia del conflicto
soterrado no emerge como una potencia reivindicativa, sino como la
escenificación de una deuda simulada, no del todo asumida. En este sentido, y
solo a modo de enunciación de una línea de análisis que requeriría mayor
extensión, es posible rastrear algunas señas, conscientes de la preponderancia
técnica, en la narrativa actual, y en las cuales, el ejercicio de la memoria en
su inevitable imbricación política, problematiza este frágil vínculo
generacional. Quisiera, aquí, tomar en consideración algunas breves escenas en
la cuales el vínculo de la política, la memoria y la experiencia en su matiz
histórica coinciden en la puesta en crisis de una herencia crítica. Esbozos en
los cuales creo encontrar una seña del actual estadio de la literatura en
Chile, signada por la urgencia de la imaginación y el símbolo de la ruina: se
trata de pasajes de sentido en los cuales se juegan instancias definitorias
para una relación entre literatura y política, o bien, para una literatura
política.
Convertida en una figura central de la
narrativa de post-dictadura, Diamela Eltit elabora en “Jamás el fuego nunca”
una zona de indistinción que, leída desde la política de los dispositivos
contemporáneos, se abre a la posibilidad de leer conjuntamente la fractura
social, los cuerpos y la suspensión del tiempo histórico. Eltit abre la
posibilidad de pensar las herencias de la intervención sobre el cuerpo como
correlato del impacto en la subjetividad contemporánea de los dispositivos
técnicos. Entre personajes que se hallan desencajados de la temporalidad que
los definía, inscripta en su potencia aún la vívida imagen de la militancia y
la pertenencia a las células en pos de la revolución, los personajes de la
novela se sitúan en un espacio extemporáneo de imbricación entre teoría y
praxis, entre discursos y modos de producción, frente a lo cual, una realidad
inasible, gigante, los reduce y encierra progresivamente, hasta reducir la
utopia revolucionaria a unos conflictos domésticos que no logran escapar de un
lenguaje aparentemente desfasado. Allí, su personaje escribe: “Nos habíamos
convertido en una célula sin destino, perdidos, desconectados, conducidos
laxamente por un conjunto de palabras selectas y convincentes pero despojadas
de realidad” (p.27). En esta constatación se hacen visibles algunas de las
consideraciones más importantes para graficar la condición heredada de una
cultura crítica. Tanto la realidad como la imbricación social aparecen tanto en
el lenguaje como en la experiencia revolucionaria de los protagonistas como una
instancia ya caduca, desde la cual no es posible una reinstauración de la
utopía como programa, como discurso, como experiencia. El riesgo, hoy
constatable del fracaso de las pulsiones revolucionarias de los ’70, mantenidas
en el curso de la dictadura como bastiones aislados, pero vívidos, da paso, mediante
el agobio del límite, a un cuerpo de mero tránsito.
Aquí asoma la particular capacidad de Eltit
como narradora de la crisis, o de una crisis: en la militancia, los sujetos en
la narración supieron leer, agónicamente, el tránsito que supone el fracaso de
la revolución y con ello la utopía, para dar paso a la memoria como único
garante del gesto ya fracasado. La memoria como consuelo premeditado,
consensuado. La memoria como obligación de hacerse memoria, operada por
aquellos discursos que, impulsados por la absolución, olvidaron la densidad y
el horizonte preñado de la imaginación revolucionaria.
Podríamos agregar, perfilando la lectura de
Nelly Richard respecto a la proliferación del narrador en primera persona que,
en clave autobiográfica, daría cuenta de un individualismo de nuevo cuño que
superpone lo personal en desmedro de lo colectivo; que en esta obra de Eltit,
la personalización actúa en sentido contrario: encarna el destino de una
perspectiva de época, se sitúa en la encrucijada de tiempos históricos, entre
una revolución que pervive en el lenguaje, y un presente, una actualidad que no
cesa de señalarle el destino fúnebre de toda la retórica que la mantiene con
vida. En esta cesura histórica, se juega la memoria y la crítica, y al mismo
tiempo, la propia consciencia de una revolución que esquivó la propicia lectura
trágica que sostuviera su tragedia real. Entonces, la narradora dice: “Lo hemos
perdido, el rostro, el tiempo nos ha convertido en formas humanas radicalmente
seriadas, multitudinarias, pero dotados de rigor, esa serie opaca, disciplinada
en la que se reconoce un militante, un verdadero militante” (p.40)
Dos breves consideraciones secundarias. La
novela “Formas de volver a casa” de Alejandro Zambra, que se inicia y cierra con la ruina como
símbolo de un proceso histórico que encuentra en la naturaleza su motivo y
signo (los terremotos ocurridos en Chile los años 1985 y 2010), articula del modo más gráfico el problema que concierne a la memoria y a
ese “secreto pacto entre generaciones”. En un diálogo que resulta sumamente
representativo de la suspensión de un tópico como la “lucha de clases” en el
aparato simbólico chileno, el personaje de la novela “Formas de volver a casa”
interpela la identificación de la madre con problemáticas de clase alta en la
forma de una novela romántica. Lo llamativo del diálogo sobrepasa lo anecdótico
para insertarse en la lectura amplia del vocabulario político: ¿Qué derrotero
tomó el término, clave para el pasado fracturado, previo al golpe de Estado,
“clase” en los lenguajes ficcionales, y aun, en las ciencias sociales en general?,
¿cómo se vincula una cierta terminología política con la subjetividad vía
dispositivo técnico? Las honduras del correlato aparecen, sin duda, muy vagas,
y sin embargo, anuncian un modo de entender el discurso que fricciona los
respectivos dominios y derriba las parcelitas interpretativas.
Si esta escena puede tener un asidero que
permite ampliar la lectura, este se halla en la misma narrativa de Zambra. Su
obra, íntegra, hace eco de la tendencia actual por la síntesis absoluta. La
construcción de las frases y un estilo conciso, pueden ser leídos como
resonancia de la imposición técnica que los dispositivos contemporáneos
realizan en la comunicación. Por otra, ciertos contenidos reflejan la
confrontación en la que pasado y presente se sitúan.
Lo que en la lectura benjaminiana se aparece
como la necesaria vinculación que permite la emergencia de la ética, en estos
ejemplos de la narrativa chilena actual se traduce en la puesta en evidencia máxima de
aquel fracaso. Tanto la metáfora biológica que sustenta a la narradora de
Eltit, tanto el lenguaje como la utopía fracasada que porta, dan cuenta de la
ruptura profunda de una herencia palpable, en la que la decadencia de los
personajes grafican el descenso en lo inerte de la memoria, la museificación.
En Zambra, la escritura concisa representa la ausencia de comunión entre el
pasado trágico y un presente ínfimo, aunque completamente arrebatado de sus
posibilidades de experiencia.
Ambas posturas, aquí brevemente enunciadas,
conducen a una reflexión que halla en el trato sobre la memoria, ciertas
incidencias sumamente relevantes, tanto en los cuerpos como en el lenguaje,
tanto biopolítica como discursivamente. Aquella zona de tensión nos introduce,
nos obliga a nuevos modos de concebir el ejercicio de la memoria, del lenguaje
y su relación con los dispositivos, a fin de replantear los contornos de un
concepto de experiencia que dé lugar a dichas transformaciones y las exponga en
las dimensiones correctas. Escenas que dan cuenta de los restos, o mejor, las
ruinas de una utopía, una revolución, un acaecer de lo político sobre cuyas
herencias la narrativa actual refleja sus condiciones e inmanencias.
IV. Repetición
La carga que las herencias imponen sobre el
lenguaje en los distintos períodos de la historia, traen aparejado el uso ético
que de la memoria aquellos tiempos se ocupan de remarcar. Benjamin establecía
esta relación claramente al anunciar la pobreza de la experiencia, el declive
de la autoridad narrativa y la ruptura que introduce la técnica, así como los
umbrales a través de los cuales comenzar a imaginar su redefinición. Los modos
de comprender o aprehender el pasado resignifican los usos que del lenguaje se
establecen con una referencia ética. De este modo, una ética de la memoria en
curso suele abordar dos modos, antinómicos aunque complementarios, sobre los
cuales algo así como una “literatura política” es posible. El pasado como un
tiempo despedazado por sus propios procedimientos internos, “el pasado
recordado como tiempo aciago”, escribe Forster. Por otra parte, su rememoración
como tiempo heroico. Quizás, entonces, cabría apelar a cierta idea, tentativa,
de novedad, que situando las paradojas del presente lograse introducir ese
resto arqueológico que produce las fricciones significantes.
Nuestra actualidad chilena, bajo el signo engañoso
del consenso, aparece determinada por el paciente afán de atenuar las marcas de
la violencia heredada que, hace poco tiempo, aún permanecía adherida a las
siluetas de las palabras. El recuerdo conflictivo, la visión fugaz del límite que
detonaba la remembranza, son ignoradas, eliminadas, se vuelven innombrables
para no aguar la celebración de nuestro eternizado presente. La detallada
separación de los lenguajes, su giro a cierto convencionalismo sin origen ni
motivo, acabó desplazando las posibles lecturas disconformes de la historia. La
antigua multiplicidad simbólica del pasado se reduce a un oprobio pasajero, una
rabieta, un grito sordo, fácilmente confundido en la espesura banal de los
dispositivos.
El problema del lenguaje que supone la
contemporaneidad, su homogeneización y banalización tienen correlatos en las
distintas esferas de la sociedad y, por supuesto, la academia no queda al
margen. También las ciencias sociales habrían optado por narrar dócilmente el
abandono de la palabra y sus matices, a través de diversos modos, dominados por
las ansias de dar cabida tanto al orden como a su legitimidad, entregándose a
un pragmatismo ampliado y a una cuantificación imposible, la especialización y
sus expertos, lo manejable, lo inmediato y final.
Una escritura que tenga por objetivo la
recuperación del aliento crítico que funda la experiencia, debiese incidir
sobre las concepciones de la memoria y el recuerdo como detonantes y sentidos,
reiterativos, complementarios, inevitables. En este arduo camino, tal vez
debería seguir el referente de la transformación y la lucha interpretativa de
Ba’al Shem, el “Maestro del Santo Nombre”, que según Scholem, alguna vez contó
esta historia: “… Cuando Ba’al Shem tenía ante sí una tarea difícil, solía ir a
cierto lugar del bosque, encendía un fuego, meditaba y rezaba, y lo que él
había decidido hacer, se llevaba a buen fin. Cuando, una generación más tarde,
el Magguid de Meseritz se enfrentaba a la misma tarea, iba al mismo lugar del
bosque y decía: Ya no podemos encender el fuego, pero aún podemos decir las
plegarias, y aquello que quería se volvía realidad. Nuevamente una generación
más tarde rabí Moshé Leib de Sassov tuvo que realizar esta tarea. También fue
al bosque y dijo: Ya no podemos encender el fuego, ni conocemos las
meditaciones secretas que corresponden a la plegaria, pero sí conocemos el
lugar en el bosque donde todo esto tiene lugar, y ha de ser suficiente, y fue
suficiente. Pero pasada otra generación, cuando se pidió a rabí Israel de Rishin
que realizara la tarea, se sentó en el sillón dorado de su castillo y dijo: No
podemos encender el fuego, no podemos decir las plegarias, no conocemos el
lugar, pero podemos contar la historia acerca de cómo se hizo todo esto. Y
–agrega el narrador- la historia que él contó tuvo el mismo efecto que las
acciones de los otros tres”.
Eduardo Peñafiel (Ovalle, Chile, 1982). Periodista (Universidad de Chile). Candidato a Magister en Comunicación y Cultura, Universidad de Buenos Aires, Argentina. En 2011 ganó la Beca de Creación del Fondo del Libro y la Lectura en la categoría ensayo. Actualmente cursa el Magíster en Pensamiento Contemporáneo de la Universidad Diego Portales.
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