[Ego sum qui sum: Visibilidad y Enunciado en Purgatorio de Raúl Zurita]. Por Víctor Quezada
En 1979, el poeta y Premio Nacional de Literatura, Raúl Zurita, publicó el libro "Purgatorio", libro en el que son de una importancia cabal fotografías, montajes y variados elementos gráficos. Revisa ahora un acercamiento a los sentidos posibles que dichos elementos otorgan a la lectura del libro.
Ego sum qui sum: Visibilidad y Enunciado en Purgatorio de Raúl Zurita
“Como si la función del lenguaje fuera, al doblar lo visible, la de manifestarlo, y mostrar así que necesita, para ser visto, ser repetido por el lenguaje: solamente la palabra afinca lo visible en las cosas”. Foucault (1992, 139)
¿Cuál es la visibilidad de un libro? ¿Es posible negar la emergencia de los destellos, las luminosidades, que surgen de su superficie?
Esta pregunta general es incontestable desde un saber estrictamente literario, y, es más, inexistente en una tradición del predominio del enunciado. No está, por supuesto, en mi competencia responder tal pregunta, pero, sin embargo, me gustaría rondarla, tenerla en cuenta, jugar con ella hasta poder quizás reformularla.
¿Qué función –me pregunto ahora- cumplen los elementos no lingüísticos presentes en “Purgatorio” (Santiago de Chile: Universitaria, 1979) de Raúl Zurita? ¿Qué sentidos integran a la lectura del libro? ¿En el cruce con el contenido verbal, qué determinan y, por otro lado, cómo son determinados por los signos lingüísticos?
Creo que en “Purgatorio” se representan distintas tensiones que actualizan la problemática de la visibilidad y el enunciado en tres ámbitos de interpretación: la primera sobreviene de la reconstrucción “filológica” de su horizonte de recepción inmediato y despliega un complejo de lecturas fuertemente condicionado en términos ideológicos; la segunda –anclada en su momento de producción- refiere a lo que en esos años la crítica de la cultura Nelly Richard bautizó como “Escena de avanzada”, movimiento de cruce entre el arte y la literatura “no oficiales” que surge en la década de 1970 en Chile; y una tercera tensión que marca la dinámica de lo visible y lo enunciable en la construcción particular del montaje “Ego sum qui sum” que aparece en la sección del libro titulada “En medio del camino”.
Aunque todo acto interpretativo de signos complejos siempre está determinado por el lenguaje, me parece importante pensar en las formas en que la visibilidad aparece, a través de las presiones que ejerce sobre lo enunciado. Y digo esto, porque dicha resolución que indica que solo podemos ver la cultura, y es más, una cultura del predominio de los textos en su sentido amplio, parece insatisfactoria a la hora de dar cuenta de las particulares maneras de aparecer de lo visible.
El estrato: Chile durante la década del 70
“no hay significancia sin un agenciamiento despótico, no hay subjetivación sin un agenciamiento autoritario, no hay combinación de las dos sin agenciamientos de poder que actúan, precisamente, mediante significantes, y se ejercen sobre almas o sujetos”. Deleuze y Guattari (185)
Raúl Zurita irrumpe en la escena literaria chilena el año 1975 con la publicación de “Un matrimonio en el campo”, conjunto de poemas y fotografías aparecido en el único número de la revista “Manuscritos”.
Publicada por el Departamento de Estudios Humanísticos (DEH) de la Universidad de Chile, esta revista es de una importancia capital para el arte y la literatura contemporáneos en Chile, pues, a dos años del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, Ronald Kay, Christian Huneeus y Nicanor Parra, entre otros, pudieron, desde los “márgenes” de una institución universitaria intervenida políticamente, producir textos que sentarían un precedente para las producciones de la poesía posterior y contribuirían a formar las bases para la aparición de una nueva escena crítica de arte.
A partir de esa publicación, Zurita es saludado por el crítico literario del diario “El Mercurio”, Ignacio Valente, como el continuador de la tradición de la poesía chilena, pues esos versos lo consagraban: “entre los poetas de la primera fila nacional, como un digno descendiente de los grandes de nuestra lírica”.
Con la publicación de “Purgatorio” en 1979, aquel juicio formulado por Valente, se confirmaría en los medios periodísticos a través de la positiva recepción que tuvo en el conjunto de la crítica oficial; crítica que en ese entonces era la única instancia de recepción de carácter nacional posible para un libro, desaparecidas las plataformas democráticas con la dictadura militar.
Este buen recibimiento de la obra “poética” de Zurita, no parece sorprendente si tenemos en cuenta las latas referencias a la cultura judeo-cristiana presentes en “Purgatorio” y la también larga tradición eclesiástica de la crítica literaria chilena; la que, por supuesto, “sobrevivió” el golpe militar pues formaba parte del bloque ideológico que se perpetuó en el poder.
Lo que sí llama la atención en esta exitosa recepción del libro de un autor joven -además, ligado al partido comunista-, es el intento de limitar las posibles lecturas del texto, primero reduciendo sus sentidos a una tradición exclusivamente textual y, segundo, enfatizando su “originalidad”, que lo situaba al cabo de “la tradición” de la poesía chilena. Cuestión que tuvo una consecuencia doble al reducir la importancia gráfica y de registro visual presente en el libro, y desplazar la atención sobre su contenido referencial, elidiéndolo.
Esta estrategia de lectura es la muestra sutil del contexto de la “revolución capitalista” que por esos años se vivía en Chile; donde el rango de lo decible era –por manifestarlo amablemente- estrecho y estaba sometido a una constante regulación ideológica.
El golpe de Estado fue el inicio de una reorganización total de la sociedad chilena y no obedeció simplemente a “extirpar el cáncer marxista” de la esfera gubernamental. Tras el 11 de septiembre, diversas estrategias marcaron cambios profundos que actuaron efectivamente sobre la organización del país y, a un nivel simbólico, en la configuración de los individuos y sus territorios existenciales.
El nuevo rol del Estado, con el objeto de su reordenamiento, se vería reflejado principalmente en la apertura económica internacional y la privatización de instancias que a lo largo de la historia chilena fueron estatales (como la educación y la salud). De esta manera, el mercado vendría a ocupar un papel doble: el de regular dichas instancias privatizadas, y de garantizar la jerarquía social impuesta, de modo de perpetrar una “reapropiación clasista” de los procesos de producción económica y comunicativa (Brunner, 30).
En este contexto disciplinario, conquistar el campo de la cultura fue de una importancia vital para asegurar a la clase dirigente su predominio en la acción social y su funcionamiento cotidiano. La desaparición de todos los periódicos disidentes, la intervención de las universidades y la quema de libros, fueron parte de las “políticas de control” del régimen.
Es entendible, en este sentido, la alegre recepción de las dos primeras publicaciones de Raúl Zurita, como una ocasión propicia para la crítica oficial, puesto que las referencias religiosas presentes en “Purgatorio”, hacían legible su contenido y posibilitaban su socialización dentro de las tribunas oficiales, ayudando, de paso, a construir la ilusión de una cultura en movimiento a través del argumento genealógico; el que actualizaba la “gran” tradición de la poesía chilena.
Esta experiencia del sometimiento social, condujo –como hemos dicho- a la exclusión política de las demás clases y a la clausura de los espacios públicos. Cuestión que provocó graves efectos sobre la creatividad y su socialización; cubiertos con las ropas del disciplinamiento, el arte, la literatura y la reflexión crítica solo pudieron alcanzar su libre desarrollo en burbujas institucionales como el DEH en el seno de la universidad, en galerías de arte privadas donde artistas y críticos se reunían, o en espacios de una cotidiadianidad clandestina.
Escena de avanzada e interferencia crítica
“Pero el arte nunca es un fin, solo es un instrumento para trazar líneas de vida, es decir, todos esos devenires reales, que no se producen simplemente en el arte, todas esas fugas activas, que no consisten en huir en el arte, en refugiarse en el arte, todas esas desterritorializaciones positivas, que no van a reterritorializarse en el arte, sino más bien arrastrarlo con ellas hacia el terreno de lo asignificante, de lo asubjetivo y de lo sin-rostro”. Deleuze y Guattari (191)
En noviembre de 1979, en la Galería CAL de Santiago de Chile se realizó la exposición “El Cuerpo en / De la Pintura de Dávila / Fragmentos” del artista Juan Domingo Dávila. Y la leyenda cuenta que el joven poeta Raúl Zurita se masturbó en público, o que se exhibieron fotografías de su mejilla quemada con restos de semen (herida que Zurita se auto-infligió con un fierro caliente), o que en un foro sobre la obra de Dávila, se exhibió un video donde Zurita se masturbaba.
Esta acción de arte se tituló “No puedo más” y su intención era proponer una interpretación de la obra de Dávila que escapara a la lectura teórica o teorizante de sus implicancias sociales, pues la obra, en palabras del mismo Zurita, provocaba una respuesta “gestual, que multiplicada colectivamente significaría (...) la subversión de todo” (Maldonado).
La proposición que encierra este acto interpretativo es relevante, pues “pone en primer lugar al lenguaje artístico como discurso de potencialidad política, desplazando hacia un nivel inferior la prerrogativa crítico-política del lenguaje no-artístico-académico de los críticos” (Bernaschina y Soto, 228). Pero, además, representa un llamado a la aproximación a las superficies áridas, multisensoriales del arte; un llamado a acabar con la relación de exterioridad que media entre el observador y su objeto observado. El acto interpretativo pugnaba, es claro, por diversificar la manera de aprehender la realidad artística, y, también, proponía la acción como una práctica subversiva en el contexto de la experiencia disciplinaria.
Los sentidos de este acto de interpretación señalan de alguna manera el temple general de la Escena de Avanzada, la que avalada por una respuesta teórica que acompañó de la mano su desarrollo, pudo desplegar sus pretensiones prácticas de actuar sobre los territorios cotidianos, ocupar los espacios públicos expropiados, en fin, re-significar la consigna de las vanguardias históricas de unir arte y vida.
En palabras de Nelly Richard: “Las obras postulan –desde el arte- el no lugar de la distancia que separa lo real de su(s) otro(s) deseados; la exploración de esa distancia nómada como desarreglo (...) de las sistematicidades vigentes” (5). Con el cuerpo y los paisajes de la ciudad como superficies de inscripción preponderantes, era necesario explorar las posibilidades de un lenguaje expropiado de modo de desarticular el sistema de conocimiento de la cultura dominante para, así, conseguir la reestructuración de la creatividad como zona de disensión.
La “acción de arte” de Zurita proponía otra manera de pensar/actuar las producciones artísticas. Necesidad que, al parecer, fue urgente en distintas áreas de la creación intelectual de la década del setenta. Y quiso relevar el papel de la visibilidad –esos “complejos multisensoriales que salen a la luz” (Deleuze, 87)- en la apercepción de la obra de Dávila.
¿Para quién es visible un libro?
“Mientras que uno se limite a las cosas y a las palabras, se puede pensar que se habla de lo que se ve, que se ve aquello de lo que se habla, y que las dos cosas se encadenan (...) [Pero], desde el momento en que se descubren los enunciados y las visibilidades, la palabra y la vista se elevan a un ejercicio superior, a priori, de tal manera que cada uno alcanza su propio límite que la separa de la otra, un visible que solo puede ser visto, un enunciable que solo puede ser hablado. Y, sin embargo, una vez más, el límite propio que separa cada una también es el límite común que las pone en relación, y que tendría dos caras disimétricas, palabra ciega y visión muda”. Deleuze (94)
Siguiendo la productiva lectura que el filósofo Gilles Deleuze hace de la relación entre enunciado y visibilidad presente en la obra de Michel Foucault, podemos resaltar tres ámbitos en los que se jugaría un acercamiento interpretativo a un signo complejo.
En primer lugar, la visibilidad sería una forma habilitante o posibilitante; en segundo lugar, y en la medida en que la realidad es una construcción lingüística, su manera de “existir” estaría dada por lo enunciable: la visibilidad no puede manifestarse sino a través de un código. La misma posibilidad de decir que vemos aquello de lo que hablamos entraña una tercera dimensión que aseguraría la relación entre ambos aspectos: el poder.
Es interesante, en este sentido, recordar la primitiva aproximación retórica que Roland Barthes hace al discurso publicitario. En “Retórica de la imagen”, al hablar del afiche publicitario de pastas Panzani, nos dice: “Su significado es Italia, o más bien la italianidad (...) El saber movilizado por ese signo es ya más particular: es un saber específicamente francés” (128). Este signo que Barthes intenta leer, como vemos, es básicamente un signo donde se acentúa el aspecto ideológico. Por tanto, si podemos decir que vemos aquello de lo que estamos hablando, deberíamos preguntarnos, entonces, cuál es la suposición que le da pertinencia a dicha afirmación o, ¿para quién es posible ver ese signo?, ¿qué posibilita que la relación entre esas dos caras disimétricas sea inmediata?
En el caso que nos convoca, los elementos visibles de “Purgatorio” de Zurita fueron -en su primera recepción- desatendidos. En un momento donde la visibilidad de un libro era casi inexistente dentro de la apercepción del discurso literario en Chile, o considerada como un elemento adyacente, reducida al papel de la ilustración, es atendible la carencia teórica para abordar lo visible en “Purgatorio”.
Recién hacia finales de la década del ochenta y principios de los noventa, dichos elementos fueron de alguna manera abordados en dos textos: “Literatura y experiencia autoritaria” de Rodrigo Canovas y “Campos minados” de Eugenia Brito. No obstante, las conclusiones derivadas del acercamiento a los elementos no lingüísticos -especialmente en Canovas- tienden a coincidir con la lectura general del libro en su contexto de producción. Cuestión de importancia para relevar su carácter referencial, hasta ese minuto también desatendido, pero que plantea sospechas sobre la apacible y orgánica legibilidad de la obra.
Canovas, para constatar de alguna manera lo que viene a ser la pregunta que da inicio a su indagación -“¿Puede pensarse este libro como una denuncia del régimen militar chileno desde la metáfora de la locura?” (83)-, nos dice a partir de la foto de la portada:
“una mejilla herida, un tajo sobre la piel. Esta foto es un signo del bloqueo mental que sufre una comunidad: el sujeto quiere expresar sus ideas, pero no puede. La herida obra entonces como una ‘purgación’, como un intento desesperado de ‘evacuar’ (hacia afuera) lo que circula en el interior del cuerpo” (87).
De la misma manera, Brito describe el montaje “Ego sum qui sum”:
“Grandes letras atraviesan ambas páginas unificándolas, en el juego de los significantes: espejos ambiguos, fragmentados, una imagen anclada con el dictamen bíblico: EGO SUM QUI SUM. El sujeto va abajo de la foto; su predicado, en la página de enfrente. El texto de Zurita va a jugar con este predicado constantemente. Predicado que reinventará el sujeto, lo hará ser el Otro del dictamen del Padre: presencia significada frente a la cual la foto como reproducción del rostro del autor re-creará en su alternancia otra cita: la de una identidad perdida. Quien escribe en el mapa del libro es desde aquí la zona de una pérdida, marcada en femenino, con la extensión de las dos primeras letras del autor: Raúl es Raquel” (62).
Como vemos, solo en el acercamiento de Brito se resaltan ciertos aspectos que están vinculados con un nivel formal del montaje: su disposición sintagmática leída desde la metáfora de la estructura oracional.
En ambas perspectivas, no obstante, los aspectos que se priorizan están directamente vinculados con la valoración ideológica del libro, de manera de evidenciar su juego de interferencia en la relación de poder que trama, ora con el autoritarismo, ora con la figura cultural del Padre.
Estos argumentos, de una u otra manera, refrendan el acercamiento general a los efectos de la dictadura en Chile: desde las tribunas de la crítica de arte, al poner el acento sobre la recuperación de un lenguaje de la creatividad expropiado (Richard), o desde la sociología, acentuando la pérdida de un marco de referencias colectivo (Brunner).
Yo soy el que (no) soy
Podemos decir que “Ego sum qui sum” es un montaje donde al menos dos tipos de materiales interfieren en su construcción: fotografía y tipografía; elementos que utilizan como superficie de inscripción el libro de poesía y despliegan –en su disposición sintagmática, a saber, su determinación presente- tres signos:
-La fotografía de frente del autor. Que, junto con su carácter indexical (al que Brito hace referencia), sugiere, a la vez, la estética de las fotografías de los registros de identidad.
-Un texto manuscrito: “Me llamo Raquel / estoy en el oficio / desde hace varios / años. Me encuentro / en la mitad de / mi vida. Perdí / el camino”.
-Y un tercer signo que atraviesa ambas páginas, el enigma bíblico: “EGO SUM QUI SUM”.
Estos signos tomados aisladamente -en tanto sinécdoques- nos sugieren unas ausencias; se completan atrayendo una red de textos que actúan a manera de antecedentes político-culturales y que generan resistencias entre sí:
-La historia bíblica: de Raquel, esposa de Jacob, estéril por años, madre de José; y de Moisés quien pregunta por el nombre de Dios.
-El Canto I del Infierno de Dante: “Me encuentro / en la mitad de / mi vida. Perdí / el camino”.
-Las políticas identitarias a través del sistema de registro de la población: la fotografía de carnet.
-Y el discurso de la prostitución: “estoy en el oficio / desde hace varios / años”.
La paradoja de la identidad
Organizado en dos hojas, el montaje actualiza la estructura lógica del principio de identidad donde “A = A”. Así, si “Ego es igual a Ego”, ambos elementos de la relación nos hablarían de un solo objeto en el mundo al que referirían. Sin embargo, al estar ancladas sus dos partes al signo fotográfico y al enunciado de Raquel, respectivamente, dicha relación cambia y “A” pasa a ser igual a “B”.
En el momento en que esa relación se complejiza y “Ego” deja de ser igual a sí mismo, tendríamos que decir que hablamos ya no de un objeto, sino de dos objetos distintos; pero, ¿cómo sigue siendo posible esa relación de identidad?
Si tomamos en cuenta las dos dimensiones que arriba deslindamos en la composición del montaje (sintagma y paradigma), podemos tratar de leer esta relación en función de la estructura que actualizan.
El montaje esconde una especie de tránsito: un devenir otro que, como vimos anteriormente, Brito emplaza a través de la estructura oracional de un sujeto gramatical anclado referencialmente y un predicado como “producción de una nueva identidad” (63). Sin embargo, al momento de volver a pensar dicha relación a partir de la estructura lógica subyacente, reconocemos la paradoja que le sirve de base, y el relieve de nuevas cualidades de los signos.
Ambos signos actuarían, entonces, a manera de designaciones del mismo objeto, pero -al suspender su carácter referencial- la relación indexical que traman con su objeto deja de ser productiva, y la forma en que determinan su existencia pasa a ocupar el primer lugar: solo en esa determinación los signos producen nuevas expresiones.
De esta forma, Zurita deja de ser Zurita en tanto sujeto empírico reconocible; y, luego, el “Yo” se disgrega en diferentes posiciones: Raquel, una prostituta, el espacio vacío del sujeto de la política identitaria, Moisés, el Dante de “El Infierno”.
El “Yo” en “Ego sum qui sum”, solo puede nombrarse como tal en la medida en que acoge ciertas características propias de dichas figuras culturales en un proceso de tensiones que se vuelca sobre su superficie de inscripción, contaminando al libro.
En este sentido, el tránsito que produce la subjetividad en “Ego sum qui sum”, en vez de ir hacia el encuentro de una identidad (por móvil que esta sea), la descubre (a la subjetividad) como una serie de posicionamientos variables en el enunciado y suscita relaciones complejas en el cruce entre los elementos lingüísticos y visibles.
Conclusiones
La interpretación que hace legibles, en “Purgatorio”, los procesos de recuperación de un lenguaje expropiado y una identidad colectiva perdida, de alguna manera -como en su momento el argumento genealógico de la crítica periodística lo hizo-, limita las relaciones que el libro en su totalidad puede aún desplegar en el espacio de la poesía chilena contemporánea.
En este sentido, traté de relevar -enfrentando lo visible en “Ego sum qui sum”- la posibilidad de reconocer nuevas expresiones que diversifican ese significado “disidente” o “subversivo”.
En el plano de su valoración histórica, pudimos constatar, por una parte, una invisibilización de los aspectos ideológicos y visibles del libro. Y, por otra, la preponderancia de la visibilidad en la proposición de una interferencia crítica como proyecto dentro del marco de la Escena de Avanzada chilena.
En el análisis de su disposición sintagmática, observamos las contigüidades discursivas que los tres signos provocaban en virtud de reconocer el trabajo de una subjetividad que, a través de movimientos de tensión y resistencia, se va flexibilizando en virtud de evadir la identidad consigo misma..
Esta pregunta general es incontestable desde un saber estrictamente literario, y, es más, inexistente en una tradición del predominio del enunciado. No está, por supuesto, en mi competencia responder tal pregunta, pero, sin embargo, me gustaría rondarla, tenerla en cuenta, jugar con ella hasta poder quizás reformularla.
¿Qué función –me pregunto ahora- cumplen los elementos no lingüísticos presentes en “Purgatorio” (Santiago de Chile: Universitaria, 1979) de Raúl Zurita? ¿Qué sentidos integran a la lectura del libro? ¿En el cruce con el contenido verbal, qué determinan y, por otro lado, cómo son determinados por los signos lingüísticos?
Creo que en “Purgatorio” se representan distintas tensiones que actualizan la problemática de la visibilidad y el enunciado en tres ámbitos de interpretación: la primera sobreviene de la reconstrucción “filológica” de su horizonte de recepción inmediato y despliega un complejo de lecturas fuertemente condicionado en términos ideológicos; la segunda –anclada en su momento de producción- refiere a lo que en esos años la crítica de la cultura Nelly Richard bautizó como “Escena de avanzada”, movimiento de cruce entre el arte y la literatura “no oficiales” que surge en la década de 1970 en Chile; y una tercera tensión que marca la dinámica de lo visible y lo enunciable en la construcción particular del montaje “Ego sum qui sum” que aparece en la sección del libro titulada “En medio del camino”.
Aunque todo acto interpretativo de signos complejos siempre está determinado por el lenguaje, me parece importante pensar en las formas en que la visibilidad aparece, a través de las presiones que ejerce sobre lo enunciado. Y digo esto, porque dicha resolución que indica que solo podemos ver la cultura, y es más, una cultura del predominio de los textos en su sentido amplio, parece insatisfactoria a la hora de dar cuenta de las particulares maneras de aparecer de lo visible.
El estrato: Chile durante la década del 70
“no hay significancia sin un agenciamiento despótico, no hay subjetivación sin un agenciamiento autoritario, no hay combinación de las dos sin agenciamientos de poder que actúan, precisamente, mediante significantes, y se ejercen sobre almas o sujetos”. Deleuze y Guattari (185)
Raúl Zurita irrumpe en la escena literaria chilena el año 1975 con la publicación de “Un matrimonio en el campo”, conjunto de poemas y fotografías aparecido en el único número de la revista “Manuscritos”.
Publicada por el Departamento de Estudios Humanísticos (DEH) de la Universidad de Chile, esta revista es de una importancia capital para el arte y la literatura contemporáneos en Chile, pues, a dos años del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, Ronald Kay, Christian Huneeus y Nicanor Parra, entre otros, pudieron, desde los “márgenes” de una institución universitaria intervenida políticamente, producir textos que sentarían un precedente para las producciones de la poesía posterior y contribuirían a formar las bases para la aparición de una nueva escena crítica de arte.
A partir de esa publicación, Zurita es saludado por el crítico literario del diario “El Mercurio”, Ignacio Valente, como el continuador de la tradición de la poesía chilena, pues esos versos lo consagraban: “entre los poetas de la primera fila nacional, como un digno descendiente de los grandes de nuestra lírica”.
Con la publicación de “Purgatorio” en 1979, aquel juicio formulado por Valente, se confirmaría en los medios periodísticos a través de la positiva recepción que tuvo en el conjunto de la crítica oficial; crítica que en ese entonces era la única instancia de recepción de carácter nacional posible para un libro, desaparecidas las plataformas democráticas con la dictadura militar.
Este buen recibimiento de la obra “poética” de Zurita, no parece sorprendente si tenemos en cuenta las latas referencias a la cultura judeo-cristiana presentes en “Purgatorio” y la también larga tradición eclesiástica de la crítica literaria chilena; la que, por supuesto, “sobrevivió” el golpe militar pues formaba parte del bloque ideológico que se perpetuó en el poder.
Lo que sí llama la atención en esta exitosa recepción del libro de un autor joven -además, ligado al partido comunista-, es el intento de limitar las posibles lecturas del texto, primero reduciendo sus sentidos a una tradición exclusivamente textual y, segundo, enfatizando su “originalidad”, que lo situaba al cabo de “la tradición” de la poesía chilena. Cuestión que tuvo una consecuencia doble al reducir la importancia gráfica y de registro visual presente en el libro, y desplazar la atención sobre su contenido referencial, elidiéndolo.
Esta estrategia de lectura es la muestra sutil del contexto de la “revolución capitalista” que por esos años se vivía en Chile; donde el rango de lo decible era –por manifestarlo amablemente- estrecho y estaba sometido a una constante regulación ideológica.
El golpe de Estado fue el inicio de una reorganización total de la sociedad chilena y no obedeció simplemente a “extirpar el cáncer marxista” de la esfera gubernamental. Tras el 11 de septiembre, diversas estrategias marcaron cambios profundos que actuaron efectivamente sobre la organización del país y, a un nivel simbólico, en la configuración de los individuos y sus territorios existenciales.
El nuevo rol del Estado, con el objeto de su reordenamiento, se vería reflejado principalmente en la apertura económica internacional y la privatización de instancias que a lo largo de la historia chilena fueron estatales (como la educación y la salud). De esta manera, el mercado vendría a ocupar un papel doble: el de regular dichas instancias privatizadas, y de garantizar la jerarquía social impuesta, de modo de perpetrar una “reapropiación clasista” de los procesos de producción económica y comunicativa (Brunner, 30).
En este contexto disciplinario, conquistar el campo de la cultura fue de una importancia vital para asegurar a la clase dirigente su predominio en la acción social y su funcionamiento cotidiano. La desaparición de todos los periódicos disidentes, la intervención de las universidades y la quema de libros, fueron parte de las “políticas de control” del régimen.
Es entendible, en este sentido, la alegre recepción de las dos primeras publicaciones de Raúl Zurita, como una ocasión propicia para la crítica oficial, puesto que las referencias religiosas presentes en “Purgatorio”, hacían legible su contenido y posibilitaban su socialización dentro de las tribunas oficiales, ayudando, de paso, a construir la ilusión de una cultura en movimiento a través del argumento genealógico; el que actualizaba la “gran” tradición de la poesía chilena.
Esta experiencia del sometimiento social, condujo –como hemos dicho- a la exclusión política de las demás clases y a la clausura de los espacios públicos. Cuestión que provocó graves efectos sobre la creatividad y su socialización; cubiertos con las ropas del disciplinamiento, el arte, la literatura y la reflexión crítica solo pudieron alcanzar su libre desarrollo en burbujas institucionales como el DEH en el seno de la universidad, en galerías de arte privadas donde artistas y críticos se reunían, o en espacios de una cotidiadianidad clandestina.
Escena de avanzada e interferencia crítica
“Pero el arte nunca es un fin, solo es un instrumento para trazar líneas de vida, es decir, todos esos devenires reales, que no se producen simplemente en el arte, todas esas fugas activas, que no consisten en huir en el arte, en refugiarse en el arte, todas esas desterritorializaciones positivas, que no van a reterritorializarse en el arte, sino más bien arrastrarlo con ellas hacia el terreno de lo asignificante, de lo asubjetivo y de lo sin-rostro”. Deleuze y Guattari (191)
En noviembre de 1979, en la Galería CAL de Santiago de Chile se realizó la exposición “El Cuerpo en / De la Pintura de Dávila / Fragmentos” del artista Juan Domingo Dávila. Y la leyenda cuenta que el joven poeta Raúl Zurita se masturbó en público, o que se exhibieron fotografías de su mejilla quemada con restos de semen (herida que Zurita se auto-infligió con un fierro caliente), o que en un foro sobre la obra de Dávila, se exhibió un video donde Zurita se masturbaba.
Esta acción de arte se tituló “No puedo más” y su intención era proponer una interpretación de la obra de Dávila que escapara a la lectura teórica o teorizante de sus implicancias sociales, pues la obra, en palabras del mismo Zurita, provocaba una respuesta “gestual, que multiplicada colectivamente significaría (...) la subversión de todo” (Maldonado).
La proposición que encierra este acto interpretativo es relevante, pues “pone en primer lugar al lenguaje artístico como discurso de potencialidad política, desplazando hacia un nivel inferior la prerrogativa crítico-política del lenguaje no-artístico-académico de los críticos” (Bernaschina y Soto, 228). Pero, además, representa un llamado a la aproximación a las superficies áridas, multisensoriales del arte; un llamado a acabar con la relación de exterioridad que media entre el observador y su objeto observado. El acto interpretativo pugnaba, es claro, por diversificar la manera de aprehender la realidad artística, y, también, proponía la acción como una práctica subversiva en el contexto de la experiencia disciplinaria.
Los sentidos de este acto de interpretación señalan de alguna manera el temple general de la Escena de Avanzada, la que avalada por una respuesta teórica que acompañó de la mano su desarrollo, pudo desplegar sus pretensiones prácticas de actuar sobre los territorios cotidianos, ocupar los espacios públicos expropiados, en fin, re-significar la consigna de las vanguardias históricas de unir arte y vida.
En palabras de Nelly Richard: “Las obras postulan –desde el arte- el no lugar de la distancia que separa lo real de su(s) otro(s) deseados; la exploración de esa distancia nómada como desarreglo (...) de las sistematicidades vigentes” (5). Con el cuerpo y los paisajes de la ciudad como superficies de inscripción preponderantes, era necesario explorar las posibilidades de un lenguaje expropiado de modo de desarticular el sistema de conocimiento de la cultura dominante para, así, conseguir la reestructuración de la creatividad como zona de disensión.
La “acción de arte” de Zurita proponía otra manera de pensar/actuar las producciones artísticas. Necesidad que, al parecer, fue urgente en distintas áreas de la creación intelectual de la década del setenta. Y quiso relevar el papel de la visibilidad –esos “complejos multisensoriales que salen a la luz” (Deleuze, 87)- en la apercepción de la obra de Dávila.
¿Para quién es visible un libro?
“Mientras que uno se limite a las cosas y a las palabras, se puede pensar que se habla de lo que se ve, que se ve aquello de lo que se habla, y que las dos cosas se encadenan (...) [Pero], desde el momento en que se descubren los enunciados y las visibilidades, la palabra y la vista se elevan a un ejercicio superior, a priori, de tal manera que cada uno alcanza su propio límite que la separa de la otra, un visible que solo puede ser visto, un enunciable que solo puede ser hablado. Y, sin embargo, una vez más, el límite propio que separa cada una también es el límite común que las pone en relación, y que tendría dos caras disimétricas, palabra ciega y visión muda”. Deleuze (94)
Siguiendo la productiva lectura que el filósofo Gilles Deleuze hace de la relación entre enunciado y visibilidad presente en la obra de Michel Foucault, podemos resaltar tres ámbitos en los que se jugaría un acercamiento interpretativo a un signo complejo.
En primer lugar, la visibilidad sería una forma habilitante o posibilitante; en segundo lugar, y en la medida en que la realidad es una construcción lingüística, su manera de “existir” estaría dada por lo enunciable: la visibilidad no puede manifestarse sino a través de un código. La misma posibilidad de decir que vemos aquello de lo que hablamos entraña una tercera dimensión que aseguraría la relación entre ambos aspectos: el poder.
Es interesante, en este sentido, recordar la primitiva aproximación retórica que Roland Barthes hace al discurso publicitario. En “Retórica de la imagen”, al hablar del afiche publicitario de pastas Panzani, nos dice: “Su significado es Italia, o más bien la italianidad (...) El saber movilizado por ese signo es ya más particular: es un saber específicamente francés” (128). Este signo que Barthes intenta leer, como vemos, es básicamente un signo donde se acentúa el aspecto ideológico. Por tanto, si podemos decir que vemos aquello de lo que estamos hablando, deberíamos preguntarnos, entonces, cuál es la suposición que le da pertinencia a dicha afirmación o, ¿para quién es posible ver ese signo?, ¿qué posibilita que la relación entre esas dos caras disimétricas sea inmediata?
En el caso que nos convoca, los elementos visibles de “Purgatorio” de Zurita fueron -en su primera recepción- desatendidos. En un momento donde la visibilidad de un libro era casi inexistente dentro de la apercepción del discurso literario en Chile, o considerada como un elemento adyacente, reducida al papel de la ilustración, es atendible la carencia teórica para abordar lo visible en “Purgatorio”.
Recién hacia finales de la década del ochenta y principios de los noventa, dichos elementos fueron de alguna manera abordados en dos textos: “Literatura y experiencia autoritaria” de Rodrigo Canovas y “Campos minados” de Eugenia Brito. No obstante, las conclusiones derivadas del acercamiento a los elementos no lingüísticos -especialmente en Canovas- tienden a coincidir con la lectura general del libro en su contexto de producción. Cuestión de importancia para relevar su carácter referencial, hasta ese minuto también desatendido, pero que plantea sospechas sobre la apacible y orgánica legibilidad de la obra.
Canovas, para constatar de alguna manera lo que viene a ser la pregunta que da inicio a su indagación -“¿Puede pensarse este libro como una denuncia del régimen militar chileno desde la metáfora de la locura?” (83)-, nos dice a partir de la foto de la portada:
“una mejilla herida, un tajo sobre la piel. Esta foto es un signo del bloqueo mental que sufre una comunidad: el sujeto quiere expresar sus ideas, pero no puede. La herida obra entonces como una ‘purgación’, como un intento desesperado de ‘evacuar’ (hacia afuera) lo que circula en el interior del cuerpo” (87).
De la misma manera, Brito describe el montaje “Ego sum qui sum”:
“Grandes letras atraviesan ambas páginas unificándolas, en el juego de los significantes: espejos ambiguos, fragmentados, una imagen anclada con el dictamen bíblico: EGO SUM QUI SUM. El sujeto va abajo de la foto; su predicado, en la página de enfrente. El texto de Zurita va a jugar con este predicado constantemente. Predicado que reinventará el sujeto, lo hará ser el Otro del dictamen del Padre: presencia significada frente a la cual la foto como reproducción del rostro del autor re-creará en su alternancia otra cita: la de una identidad perdida. Quien escribe en el mapa del libro es desde aquí la zona de una pérdida, marcada en femenino, con la extensión de las dos primeras letras del autor: Raúl es Raquel” (62).
Como vemos, solo en el acercamiento de Brito se resaltan ciertos aspectos que están vinculados con un nivel formal del montaje: su disposición sintagmática leída desde la metáfora de la estructura oracional.
En ambas perspectivas, no obstante, los aspectos que se priorizan están directamente vinculados con la valoración ideológica del libro, de manera de evidenciar su juego de interferencia en la relación de poder que trama, ora con el autoritarismo, ora con la figura cultural del Padre.
Estos argumentos, de una u otra manera, refrendan el acercamiento general a los efectos de la dictadura en Chile: desde las tribunas de la crítica de arte, al poner el acento sobre la recuperación de un lenguaje de la creatividad expropiado (Richard), o desde la sociología, acentuando la pérdida de un marco de referencias colectivo (Brunner).
Yo soy el que (no) soy
Podemos decir que “Ego sum qui sum” es un montaje donde al menos dos tipos de materiales interfieren en su construcción: fotografía y tipografía; elementos que utilizan como superficie de inscripción el libro de poesía y despliegan –en su disposición sintagmática, a saber, su determinación presente- tres signos:
-La fotografía de frente del autor. Que, junto con su carácter indexical (al que Brito hace referencia), sugiere, a la vez, la estética de las fotografías de los registros de identidad.
-Un texto manuscrito: “Me llamo Raquel / estoy en el oficio / desde hace varios / años. Me encuentro / en la mitad de / mi vida. Perdí / el camino”.
-Y un tercer signo que atraviesa ambas páginas, el enigma bíblico: “EGO SUM QUI SUM”.
Estos signos tomados aisladamente -en tanto sinécdoques- nos sugieren unas ausencias; se completan atrayendo una red de textos que actúan a manera de antecedentes político-culturales y que generan resistencias entre sí:
-La historia bíblica: de Raquel, esposa de Jacob, estéril por años, madre de José; y de Moisés quien pregunta por el nombre de Dios.
-El Canto I del Infierno de Dante: “Me encuentro / en la mitad de / mi vida. Perdí / el camino”.
-Las políticas identitarias a través del sistema de registro de la población: la fotografía de carnet.
-Y el discurso de la prostitución: “estoy en el oficio / desde hace varios / años”.
La paradoja de la identidad
Organizado en dos hojas, el montaje actualiza la estructura lógica del principio de identidad donde “A = A”. Así, si “Ego es igual a Ego”, ambos elementos de la relación nos hablarían de un solo objeto en el mundo al que referirían. Sin embargo, al estar ancladas sus dos partes al signo fotográfico y al enunciado de Raquel, respectivamente, dicha relación cambia y “A” pasa a ser igual a “B”.
En el momento en que esa relación se complejiza y “Ego” deja de ser igual a sí mismo, tendríamos que decir que hablamos ya no de un objeto, sino de dos objetos distintos; pero, ¿cómo sigue siendo posible esa relación de identidad?
Si tomamos en cuenta las dos dimensiones que arriba deslindamos en la composición del montaje (sintagma y paradigma), podemos tratar de leer esta relación en función de la estructura que actualizan.
El montaje esconde una especie de tránsito: un devenir otro que, como vimos anteriormente, Brito emplaza a través de la estructura oracional de un sujeto gramatical anclado referencialmente y un predicado como “producción de una nueva identidad” (63). Sin embargo, al momento de volver a pensar dicha relación a partir de la estructura lógica subyacente, reconocemos la paradoja que le sirve de base, y el relieve de nuevas cualidades de los signos.
Ambos signos actuarían, entonces, a manera de designaciones del mismo objeto, pero -al suspender su carácter referencial- la relación indexical que traman con su objeto deja de ser productiva, y la forma en que determinan su existencia pasa a ocupar el primer lugar: solo en esa determinación los signos producen nuevas expresiones.
De esta forma, Zurita deja de ser Zurita en tanto sujeto empírico reconocible; y, luego, el “Yo” se disgrega en diferentes posiciones: Raquel, una prostituta, el espacio vacío del sujeto de la política identitaria, Moisés, el Dante de “El Infierno”.
El “Yo” en “Ego sum qui sum”, solo puede nombrarse como tal en la medida en que acoge ciertas características propias de dichas figuras culturales en un proceso de tensiones que se vuelca sobre su superficie de inscripción, contaminando al libro.
En este sentido, el tránsito que produce la subjetividad en “Ego sum qui sum”, en vez de ir hacia el encuentro de una identidad (por móvil que esta sea), la descubre (a la subjetividad) como una serie de posicionamientos variables en el enunciado y suscita relaciones complejas en el cruce entre los elementos lingüísticos y visibles.
Conclusiones
La interpretación que hace legibles, en “Purgatorio”, los procesos de recuperación de un lenguaje expropiado y una identidad colectiva perdida, de alguna manera -como en su momento el argumento genealógico de la crítica periodística lo hizo-, limita las relaciones que el libro en su totalidad puede aún desplegar en el espacio de la poesía chilena contemporánea.
En este sentido, traté de relevar -enfrentando lo visible en “Ego sum qui sum”- la posibilidad de reconocer nuevas expresiones que diversifican ese significado “disidente” o “subversivo”.
En el plano de su valoración histórica, pudimos constatar, por una parte, una invisibilización de los aspectos ideológicos y visibles del libro. Y, por otra, la preponderancia de la visibilidad en la proposición de una interferencia crítica como proyecto dentro del marco de la Escena de Avanzada chilena.
En el análisis de su disposición sintagmática, observamos las contigüidades discursivas que los tres signos provocaban en virtud de reconocer el trabajo de una subjetividad que, a través de movimientos de tensión y resistencia, se va flexibilizando en virtud de evadir la identidad consigo misma..
Bibliografía
Sobre el contexto
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Sobre Zurita
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Cuevas Guerrero, Carlos. “¿Raúl Zurita en el centro del canon de la poesía chilena del siglo XXI?”.
Fortuño, Sergio. “El soplo de Zurita”. Entrevista.
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Valente, Ignacio. “El poeta Zurita”. Santiago de Chile: El Mercurio, 07 de septiembre de 1975.
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