[Faisanes de Los Embajadores: el sonido del despertar]. Por Juan Manuel Silva Barandica
Juan Manuel Silva Barandica, tras un prolongado receso, vuelve a las publicaciones en La Calle Passy 061. Pero, esta vez, nos habla sobre el disco "Faisanes" del grupo musical chileno "Los embajadores"; desde la pintura taoísta al barroco, el descubrimiento de este proyecto musical, que no "se niega a ser poema", es retratado con delicadeza. Lee, descarga y escucha tras el salto.
Faisanes:
el sonido del despertar
Se dice que
el faisán viene del lejano oriente, el mismo lugar que según el Tao ordena
simbólicamente su geografía con colores y animales. Así, el oeste es un búfalo
y el oriente, un dragón, planteando cómo desciende la imaginación hacia la
materia y cómo la materia misma es soplada por la fuerza del vacío (wa wei)
hacia la no existencia y el fluir. Las pinturas taoístas parecieran estar vivas
y fluir junto a nuestra mirada, como si todo el universo ejecutara una danza. En
China, específicamente la etnia miao realiza la danza del faisán para
representar el vuelo y cómo acaba el invierno y comienza la primavera: las
esencias que invaden la prefectura de la muerte y llevan esa muerte a otro
estadio. Expresa el advenimiento de los fénix, así como la prosperidad de las
golondrinas duplicadas. En el decir de un crítico: “La danza primaveral china
del faisán, sigue el esquema de la iniciación paso a paso. Dicha danza
pretendía propiciar los acoplamientos y,
por contigüidad simbólica, la manifestación del trueno que había
permanecido oculto durante el invierno. Puesto que el destino liga el amor
entre los faisanes, el trueno y los encuentros humanos de primavera, aceptarlo
implica conectar estos momentos suyos, danzándolos. Primeramente los faisanes
cantan y fingen tamborilear con las alas, agitan las espaldas como tronando. Pisotean
piedras de manera que las hacen sonar, rodar, lo mismo que el trueno hiende la
piedra, así ellos despetrifican, deshielan a las faisanas.” (Zolla: 66), siendo esta iniciación un camino
para comprender la posibilidad de la unión o de la reunión, en este caso de la
política y la belleza.
Aunque lo
anterior sugiere que las texturas sonoras y relieves de Faisanes busca
adentrarse en el exotismo o en la experiencia trascendente, podríamos decir que
el punto de partida de este disco habita un espacio intersticial –quizás en el
decir de Derrida-, una diseminación, un plano dialéctico en el que se despliega
equitativamente la representación política y la experimentación estética. Así,
más que una declaración panfletaria, el discurso manifiesta un
imperativo crítico, con respecto al nivel de legibilidad de las letras de la
música pop chilena (Javiera Mena, Dënver, Astro, Manuel García y un largo
etc.), digamos, un marco de producción acorde al consumo, la agilidad de la
escucha y la ausencia absoluta de digestión sensorial. En este sentido, es
interesante hacer hincapié en la orfandad de autocrítica con respecto a tópicos
“juveniles”, “rebeldes”, “sicodélicos” por parte de autores que hipotecan el
poder del resentimiento y de una conciencia de clase, para compartir con
actores, artistas visuales y otros músicos que vienen de familias de altos
ejecutivos, empresarios o, directamente, de la oligarquía chilena. Curiosamente
esta música facilista e ingrávida es el vehículo más certero y agudo para la
reproducción ideológica de un modelo salvaje de mercado, en el que la
competencia, el valor especulativo y el poder de los medios de comunicación
masiva relevan producciones casi tan pobres como ridículas (cfr. Astro,
Adrianigual).
Ya desde la
elección del nombre del grupo como a la heterodoxa mixtura de sus integrantes,
Los embajadores efectivamente plantean una música de embajadas, es decir de
mensajes y del acto de ser embajador: representantes en una tierra otra. Ahora
bien, en el cuadro de Holbein (“Los embajadores”) se advierten los objetos que
figuran el quadrivium, cuestión no accesoria, puesto que cada uno de los temas
que componen este debut musical que es Faisanes, no hace más que demostrar que
tanto lo comunicable como el mensaje que lo pude comunicar es absolutamente
prioritario y, en esa misma dimensión, dificultoso. La querella contra la
estulticia, la credulidad y el conformismo que promueve el arte
postdictatorial, hiperburgués, arribista y hedónico, no adopta un carácter
civilizado o ilustrado, sino que más bien retrocede a una situación ritual de
la música, una onomatesis, podríamos decir, que libera a los sonidos de su
significación convencional para salir del tiempo de hierro en el que vivimos,
permitiéndole a cada instrumento recordar su función en la comunidad. Como dice
Lezama Lima: “El hombre sale de su hibernación, de su momento subterráneo, del
predominio del ying cuando las patas de los faisanes comienzan a danzar. En
toda la vida, según Chuang-tse, existe el momento dragón y el momento
serpiente, lo invisible y el sueño, sale del sueño con un golpe fuerte de su
talón, que es momento coincidente con la danza de los faisanes.” (Lezama Lima :
249). El tempo amoroso, las frecuencias de la comunicación se asumen en la
dualidad que expresa tanto el cuadro que le da el nombre al grupo, como al
dueto que hace dialogar a Danae Morales con Cristóbal Gajardo, quienes dibujan
con las ondulaciones de sus voces la imagen del despertar, como la comprensión
de las mutaciones y, en el fondo, de la multiplicidad de manifestaciones que
asume la existencia para llegar a ser canción.
Como advierte Gabriel Pinto la presencia de
grabaciones de campo anticipa que la aparente apnea en las aguas del pop,
algunos elementos góticos o el melodrama ochentero de ciertos baladistas, se
verá superada por ritmos que nos conducen a escuchar detenidamente las letras, y desde ese
farellón, caer junto a la música del relajo literalista, a la repetición y el
riesgo de la desautomatización, que canciones como “Peso” o “El sueño de una
muñeca malvada” consiguen al cruzar las referencias entre la economía y el sentimiento
mediante el consumo del otro, o lo que del otro nos es requerido, como un sometimiento espiritual. Por otra
parte, la lírica de Faisanes también apunta a un shock primaveral, a la promesa
de un reencuentro, del paso de lo inexpresado a lo armónico, y de aquello
aplomado al suspiro de jade sobre el río. Es música eminentemente barroca, si
pensamos que la aparición de la imagen lezamiana, en “El sueño de una muñeca
malvada” se revela en el uso de claves
marciales y del reggeatón para romper con la continuidad de sonidos suaves y
cadencias alegóricas, instalando la parodia –el canto junto al canto-, como un
golpe directo que hace de la música un despertar, con la embriaguez del sueño y
la avidez política de la vigilia: la
dualidad del dragón y el búfalo del Tao y la imaginación vanguardista, ética y
estética, que ya prefiguran los versos de “Mucha fe”: “Antes que el sueño
tejiera / instantes, remota inquietud / te encantaba ver al hombre llorar /
sintiera lo que pesa el mar / ¿cómo te verás arriba?”. En esta canción se da el
doble juego, la ambigüedad que arrastra las palabras a la música ascensional y
a la vez corporaliza los espíritus mediante el vaciamiento de su eje, como un
derviche danza imitando a los planetas.
Un barroco
que se hace movimiento e imagen en el primer video de Los embajadores,
correspondiente al single “Peso”
en el que se traslapa un espacio tan significativo como el del antiguo plano
damero del centro de la ciudad, con la pérdida de las significaciones
arquitectónicas y públicas; lugares de paso, en los que solo se encuentran
inmigrantes, tahúres y comercios agónicos. Quizás esta misma agonía y el
contrapunto que irisan las notas de la canción sean otra parodia, esta vez la
de un éxito económico y de la noción de un centro. Que el video se grabe en
caracoles tampoco es casual, ya que el notable trabajo de fotografía y
dirección (Cecila Sandoval y Rosario González) presenta una puesta en abismo
del concepto musical del disco, duplicado nuevamente por la deriva de dos
flâneurs que no encuentran su lugar simbólico ni social en esa pléyade de
clases, colores y luchas que se da en los recovecos del centro, ironizando
además, el trabajo inocente y cándido de otros realizadores audiovisuales, cuyos
temas no escapan jamás al endrogado encanto de la juventud. Las vidas
arruinadas de los moradores claroscuros, sean estos peluqueros, traficantes o
proxenetas, hallan su retoricidad en la órbita descentrada de los caracoles,
figura del eco y no de la voz, así como de un pendular que no acaba sino
rodeando el vacío. Al cabo, es la superposición, digamos, el pastiche o el
palimpsesto de pátinas sonoras y de discursos (en las líricas y el video) lo
que vuelve excéntrico el trabajo de Los embajadores. Un barroco político, sin
relación alguna con el barroco trasandino, más que la cita a una escenificación
pornográfica en el video, otro guiño al doble juego de superficie y doble fondo
que guarda la comedia de la vida en Chile.
Quizás el
rasgo distintivo de Faisanes esté en simular la recuperación del vínculo con el
origen, aunque borrándolo, sintetizando mediante desplazamientos un sonido que
no pueda cuadrar ni cuajar en este momento, dándole así un hálito de
atemporalidad y melancolía. Como si estuviese refiriendo a un documento
perdido, aquel que le podría dar sentido o centro a su reflexión y lírica,
Faisanes danza y orbita un vacío, quizás el de las cambios, el que permitiría
al arte transmutar imitando –como en la alquimia china- los colores del vacío que
encierra para romper con la restricción del tiempo y la materia. La bilis negra
de ese documento, de ese decir: “Ese Libro
contiene el aviso, el reto sin tregua de lo invisible, de lo
inaprensible, de lo inaudible, de la longevidad y de la muerte, de la misma
manera los setenta y cuatro trigramas, quizá siendo la misma alternancia de
hibernación y trueno de primavera, se transforman en ideogramas. Cada ideograma
es un proverbio y este a su vez se trueca en una poesía y en una canción”
(Lezama Lima: 249). Por lo mismo, un proyecto musical que se niega la
posibilidad de ser poema, palabra e imagen, anula también la garantía de su
extensión, materia que aborda Lezama Lima, atendiendo al contrapunto tanto
ideológico como estético, una de las formas que asume el tránsito entre lo alto
y lo bajo: las ondas que representan los sonidos; partes reunidas en la
corriente de un río, al igual que en la pintura taoísta pareciera escucharse la
siringa y el batir de alas de un ave o una mariposa que fuera alguna vez Chuang-tsé.
Referencias
Lezama
Lima, José: “La biblioteca como dragón”, en Introducción a los vasos órficos. Barcelona:
Seix Barral, 1971.
Zolla,
Elémire: Los místicos de Occidente I. Buenos Aires: Paidós, 2000.
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