[Visibilidad de la literatura chilena]. Por Víctor Quezada
Revisa un nuevo artículo en La Calle Passy. Esta vez Víctor Quezada escribe sobre cierta literatura chilena actual y su socialización. Continúa tras el salto.
Este problema se complejiza si constatamos que la imagen -paradigma de la comunicación contemporánea- es inefectiva para trazar con claridad algo así como una identidad que escape a la retórica del cliché y los mecanismos de la superposición y nivelación de las diferencias de los discursos visuales más convencionalizados.
En el cine, por ejemplo, esta problemática es más notoria. Ya en la década del ochenta, Wim Wenders la trató en un conjunto de películas, y principalmente en “Relámpago sobre el agua”, ficción que trata sobre los últimos días de Nicholas Ray.
Wenders veía en el uso de la imagen electrónica en esta producción, un signo del cáncer que estaba acabando con la vida del director de “We can’t go home again”; y que, por otro lado, clausuraba una manera de entender el cine. Uno de los problemas generales que surgía, entonces, era poder conciliar la imagen que nos hacemos de nosotros mismos y la que proyectamos (esa borrosa y de pésima calidad que representaba el VHS por esos años). Si lo pensamos, la extrañeza que podemos sentir frente a nuestra propia imagen produce muchas más dificultades si queremos construir una identidad de mayores dimensiones.
No se trata ya de la trasgresión, se trata del acoplamiento a la dinámica comercial, de poder utilizar las herramientas del mundo actual para hacerse visible (“Vírgenes del sol” de Alexis Figueroa emerge en su importancia como respuesta a esta dinámica).
Ambos, desde lugares opuestos (el de la más férrea independencia el primero y el de la institucionalidad que le otorga la Fundación Pablo Neruda el segundo) representan esa lucha por la visibilidad y el rescate de espacios para la literatura actual. Por supuesto, estas visibilidades están en pugna ya en la medida en que se opone la luminosidad de sus espacios.
Hay, por lo menos, tres focos de esta industria editorial.
Primero está el tradicional, aquel que deviene de la industrialización y la profesionalización del escritor, del intelectual y el editor. Esta es la que llamamos con propiedad industria editorial, la que nos hace llegar autores de otros continentes, donde hay contratos y se manejan mayores cantidades de dinero, la industria de los premios y de la figura del escritor supuestamente universal.
Esta industria actual (o el mercado a secas) aborrece de la literatura. La proliferación de lo que se ha venido a llamar “literatura de no-ficción” debiese ser prueba suficiente. Pero más allá de esto, debemos pensar qué motiva la incorporación de un producto cultural en el mercado, las condiciones históricas que posibilitan su aparición, pues siempre hay eventualidades que sobrepasan la producción ingenua. Que un libro se venda, ya parece sospechoso.
Los otros focos son el de las editoriales independientes que comenzaron sus publicaciones en el segundo lustro de los ochenta y continúan hasta ahora (como Cuarto Propio, LOM) y el de las publicaciones editoriales sin una legitimidad mayor, las que trabajan en instancias locales o domésticas, libros hechos con todas las precariedades que implica no tener sustento económico.
Las editoriales independientes, por una parte, durante su existencia han dirigido sus esfuerzos a propiciar la aparición de cierta corriente teórico-política de disidencia, publicando también a autores importantes para la “actualización” y desarrollo del conocimiento intelectual en Chile. A pesar de esto, que ya significa bastante -por los mismos problemas que implica el mercado editorial chileno (casi inexistente)- deben sacrificar su “independencia” puesto que muchas veces la forma de conseguir financiamiento es a través de fondos concursables del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA), por lo cual alguien puede llegar a preguntarse de qué organismo o entidad, respecto de qué estado de cosas son independientes.
Por otra parte, están esas publicaciones en un estado de precariedad mayor, con tirajes irrisorios y, algunas veces, confecciones irrisorias, dudosa línea editorial, y podríamos seguir enumerando debilidades. Lo notorio de estas publicaciones es que su radio de acción no se ciñe al del papel y, por lo mismo, no se ciñe a Santiago de Chile. Cinosargo Ediciones, Editorial Fuga, Ediciones Inubicalistas y una buena cantidad de proyectos a lo largo del país, construyen redes -en algunos casos- internacionales, aunque esas redes sean principalmente con otras editoriales y otros escritores, cuestión que descubre la real socialización de dichos textos. Sin embargo, la idea de entender el libro como un producto que debe pertenecer a su propio tiempo y des-estructurarse para jugar en las condiciones impuestas más allá de esas mismas limitaciones, sitúa estas “empresas” en un lugar del todo descentrado, por el mismo intento de construir una realidad inverosímil desde el espacio del mercado editorial tradicional.
También la literatura chilena está emergiendo (en una gran cantidad) desde las universidades, pero esto no es nuevo, es una constante. Lo nuevo es la multiplicación de las carreras de letras o de escritura creativa, lo que ha llevado a muchos escritores a creer que la literatura es todavía un acto posible, les ha devuelto la confianza (o ha acentuado su propia ingenuidad), a pesar de la evidencias generales de su extinción.
Esto, me parece, tiene que ver en alguna medida con cierta actitud de desinhibición en la poesía que practicaron un grupo de poetas por allá a principios del siglo XXI y que se afianzó con los talleres literarios de “Balmaceda Arte Joven” y los encuentros de poesía “Poquita Fe”. Desde esos lugares se visualizó la poesía como algo que cualquier persona podía realizar, como un acto más dentro del tráfico del mundo. También hay que considerar la aprobación del proyecto de Ley número 19.891 que crea el CNCA en el año 2003. Porque estos mismos escritores creyeron en esa evidencia como una prueba más de sus propias capacidades. Y esto a pesar de que el CNCA es, desde sus postulados (Ver: "Chile quiere más cultura - 2005-2010"), un espacio de exclusión social.
Ahora bien, esa actitud de desinhibición respecto de la literatura, sumado el contexto político que la nutre, no ha redundado sino en sostener un “mercado” que existe simplemente por existir y no tiene ningún alcance real todavía, también en preservar la ingenuidad general de una escritura que se acaba en sí misma y ese es su objeto, dirigida a los mismos productores o estudiantes de letras. Que la literatura y la crítica literaria se fragüen en círculos alternativos, que no tengan ninguna presencia mediática tradicional (más allá de lo que hace el diario “Las últimas noticias”), que estemos obligados a crear espacios de pura exhibición, es claramente un síntoma que reafirma el contexto general de desprestigio en el que se ha mantenido la literatura chilena durante los últimos treinta años.
Visibilidad de la literatura chilena
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Es difícil creer en la literatura, y menos cuando vemos que se ha transformado en una disciplina impotente para describir los cambios que son la matriz constitutiva de la sociedad en la que vivimos. Este problema se complejiza si constatamos que la imagen -paradigma de la comunicación contemporánea- es inefectiva para trazar con claridad algo así como una identidad que escape a la retórica del cliché y los mecanismos de la superposición y nivelación de las diferencias de los discursos visuales más convencionalizados.
En el cine, por ejemplo, esta problemática es más notoria. Ya en la década del ochenta, Wim Wenders la trató en un conjunto de películas, y principalmente en “Relámpago sobre el agua”, ficción que trata sobre los últimos días de Nicholas Ray.
Wenders veía en el uso de la imagen electrónica en esta producción, un signo del cáncer que estaba acabando con la vida del director de “We can’t go home again”; y que, por otro lado, clausuraba una manera de entender el cine. Uno de los problemas generales que surgía, entonces, era poder conciliar la imagen que nos hacemos de nosotros mismos y la que proyectamos (esa borrosa y de pésima calidad que representaba el VHS por esos años). Si lo pensamos, la extrañeza que podemos sentir frente a nuestra propia imagen produce muchas más dificultades si queremos construir una identidad de mayores dimensiones.
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Teniendo en cuenta la ineficacia de la literatura en un mundo en que ni las propias imágenes que lo sustentan pueden describirlo, creo que la actividad literaria contemporánea se limita a rescatar su propia imagen de entre la proliferación de imágenes del mundo, para desde ese movimiento derivar su simple visibilidad. Por supuesto, antes debe construir dicha imagen.
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La actividad literaria en Chile está limitada a una lucha por espacios de exhibición. Cuando ni la tradición ni los mismos libros que estamos produciendo representan un lugar sólido desde el cual construir una identidad -sobre todo en un país como el nuestro, que cree tener una tradición literaria robusta y más importante que la de sus pares latinoamericanos, especialmente en poesía- es complicado establecer un tránsito y unos lindes que sostengan la actividad literaria en sí misma. Los problemas y tensiones tradicionales de la literatura chilena carecen de importancia en este sentido; la misma dinámica moderna de la disputa del campo literario está contaminada por disputas de mayor relevancia en todos los niveles de la sociedad.
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La literatura está en extinción y, principalmente, porque la cruzan imágenes que interrumpen el espacio del arte como espacio de confianza y redención del individuo en la sociedad, como fundamental espacio de diálogo. No se trata ya de la trasgresión, se trata del acoplamiento a la dinámica comercial, de poder utilizar las herramientas del mundo actual para hacerse visible (“Vírgenes del sol” de Alexis Figueroa emerge en su importancia como respuesta a esta dinámica).
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En este sentido deberían entenderse ciclos de lecturas de poesía y narrativa como “Los Desconocidos de Siempre” o “Antología en Movimiento” (iniciativas que nombro al paso por su actividad más extendida). Ambos, desde lugares opuestos (el de la más férrea independencia el primero y el de la institucionalidad que le otorga la Fundación Pablo Neruda el segundo) representan esa lucha por la visibilidad y el rescate de espacios para la literatura actual. Por supuesto, estas visibilidades están en pugna ya en la medida en que se opone la luminosidad de sus espacios.
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Otro tanto podríamos agregar sobre la “industria editorial”. Aquí también –a una diferente escala- observamos, no una tensión, sino que el abismo de diferencia que media entre los polos de ella y por lo cual no debemos ocupar las mismas herramientas para entender a uno y otro. Hay, por lo menos, tres focos de esta industria editorial.
Primero está el tradicional, aquel que deviene de la industrialización y la profesionalización del escritor, del intelectual y el editor. Esta es la que llamamos con propiedad industria editorial, la que nos hace llegar autores de otros continentes, donde hay contratos y se manejan mayores cantidades de dinero, la industria de los premios y de la figura del escritor supuestamente universal.
Esta industria actual (o el mercado a secas) aborrece de la literatura. La proliferación de lo que se ha venido a llamar “literatura de no-ficción” debiese ser prueba suficiente. Pero más allá de esto, debemos pensar qué motiva la incorporación de un producto cultural en el mercado, las condiciones históricas que posibilitan su aparición, pues siempre hay eventualidades que sobrepasan la producción ingenua. Que un libro se venda, ya parece sospechoso.
Los otros focos son el de las editoriales independientes que comenzaron sus publicaciones en el segundo lustro de los ochenta y continúan hasta ahora (como Cuarto Propio, LOM) y el de las publicaciones editoriales sin una legitimidad mayor, las que trabajan en instancias locales o domésticas, libros hechos con todas las precariedades que implica no tener sustento económico.
Las editoriales independientes, por una parte, durante su existencia han dirigido sus esfuerzos a propiciar la aparición de cierta corriente teórico-política de disidencia, publicando también a autores importantes para la “actualización” y desarrollo del conocimiento intelectual en Chile. A pesar de esto, que ya significa bastante -por los mismos problemas que implica el mercado editorial chileno (casi inexistente)- deben sacrificar su “independencia” puesto que muchas veces la forma de conseguir financiamiento es a través de fondos concursables del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA), por lo cual alguien puede llegar a preguntarse de qué organismo o entidad, respecto de qué estado de cosas son independientes.
Por otra parte, están esas publicaciones en un estado de precariedad mayor, con tirajes irrisorios y, algunas veces, confecciones irrisorias, dudosa línea editorial, y podríamos seguir enumerando debilidades. Lo notorio de estas publicaciones es que su radio de acción no se ciñe al del papel y, por lo mismo, no se ciñe a Santiago de Chile. Cinosargo Ediciones, Editorial Fuga, Ediciones Inubicalistas y una buena cantidad de proyectos a lo largo del país, construyen redes -en algunos casos- internacionales, aunque esas redes sean principalmente con otras editoriales y otros escritores, cuestión que descubre la real socialización de dichos textos. Sin embargo, la idea de entender el libro como un producto que debe pertenecer a su propio tiempo y des-estructurarse para jugar en las condiciones impuestas más allá de esas mismas limitaciones, sitúa estas “empresas” en un lugar del todo descentrado, por el mismo intento de construir una realidad inverosímil desde el espacio del mercado editorial tradicional.
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La literatura chilena contemporánea (la que lucha por su visibilidad, la literatura inverosímil) nace dentro de los círculos domésticos y virtuales que nombramos. También la literatura chilena está emergiendo (en una gran cantidad) desde las universidades, pero esto no es nuevo, es una constante. Lo nuevo es la multiplicación de las carreras de letras o de escritura creativa, lo que ha llevado a muchos escritores a creer que la literatura es todavía un acto posible, les ha devuelto la confianza (o ha acentuado su propia ingenuidad), a pesar de la evidencias generales de su extinción.
Esto, me parece, tiene que ver en alguna medida con cierta actitud de desinhibición en la poesía que practicaron un grupo de poetas por allá a principios del siglo XXI y que se afianzó con los talleres literarios de “Balmaceda Arte Joven” y los encuentros de poesía “Poquita Fe”. Desde esos lugares se visualizó la poesía como algo que cualquier persona podía realizar, como un acto más dentro del tráfico del mundo. También hay que considerar la aprobación del proyecto de Ley número 19.891 que crea el CNCA en el año 2003. Porque estos mismos escritores creyeron en esa evidencia como una prueba más de sus propias capacidades. Y esto a pesar de que el CNCA es, desde sus postulados (Ver: "Chile quiere más cultura - 2005-2010"), un espacio de exclusión social.
Ahora bien, esa actitud de desinhibición respecto de la literatura, sumado el contexto político que la nutre, no ha redundado sino en sostener un “mercado” que existe simplemente por existir y no tiene ningún alcance real todavía, también en preservar la ingenuidad general de una escritura que se acaba en sí misma y ese es su objeto, dirigida a los mismos productores o estudiantes de letras. Que la literatura y la crítica literaria se fragüen en círculos alternativos, que no tengan ninguna presencia mediática tradicional (más allá de lo que hace el diario “Las últimas noticias”), que estemos obligados a crear espacios de pura exhibición, es claramente un síntoma que reafirma el contexto general de desprestigio en el que se ha mantenido la literatura chilena durante los últimos treinta años.
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Es efectivo eso?