[Los intersticios de una poesía de este tiempo y de otro: Paseantes de Diego Alfaro]. Por Andrés Florit


Andrés Florit nos presenta Paseantes (Ediciones del Temple, 2010) primer libro del poeta Diego Alfaro (1984), utilizando como uno de sus ejes la imprevisibilidad del verso que fascina, de la poesía en general.

Los intersticios de una poesía de este tiempo y de otro

Yo creo que una prueba crucial para un libro de poesía se da en la lectura privada entre amigos, allí donde no hay frases de buena crianza, sino que la más pura honestidad brutal. Y cuando tú puedes tomar un libro en mitad de una noche de viernes, bien regada, y leerles a los más exigentes de tus amigos dos o tres poemas notables, es que ese libro no taló árboles en vano: no es uno más de los tantos que sientes que hubiera dado lo mismo si no se imprime. La última vez que me pasó esto fue con Paseantes, el primer libro de Diego Alfaro Palma (1984), poeta de Limache y Licenciado en Letras y Literatura. La solapa también nos informa que hizo su tesis en Enrique Lihn, y de ello hay un sutil rastro en su poesía, muy decantado entre otros afluentes.
Pero hay una trampa en la idea del principio de este artículo: claro, depende de qué es lo que el grupete de amigos que lee y celebra tal o cual poema entiende por “buena poesía”.
Me imagino grupos muy distintos celebrando textos totalmente divergentes. En el caso de Alfaro, lo que se celebra es una obra que se ha nutrido inteligentemente de la tradición de la poesía chilena de la segunda mitad del siglo XX y al mismo tiempo de otras fuentes: poesía anglosajona (Larkin), cultura popular (jazz, rock), caricaturas de infancia, y también de sus colegas contemporáneos, con los que dialoga en más de un intertexto. Pero todo esto, y ahí radica para mí una parte de su mérito, no da forma a textos “cultos”, en los que se cumpla un programa pre-concebido o el autor quisiera pasarse de listo y demostrar todo lo que sabe, sino que todo ese bagaje está al servicio de una poesía en la que la literatura y el arte están en el centro de la vida, son un elemento más que encaja con naturalidad en un paisaje exterior e interior más amplio.
La ausencia de programa no es un valor en sí, pero da más chance a que surja lo espontáneo y lo inesperado. Y en este libro, para mi gusto, lo mejor sucede cuando brotan poemas que no son predecibles, sino que son textos en los que el lenguaje se sorprende a sí mismo, en los que aparece el inconsciente como un elemento imprescindible en la trama de imágenes y recorridos por donde nos hace pasear el autor.
Me parece que los poemas mejor logrados del conjunto de 27 poemas son “Plagios” y “Bibliotecario”. Me gustaría extractar el comienzo de “Plagios”: “No plagies la huída de otros. / Toma en cuenta que el talento / es una maleta vacía, /que no hay trompetista en esta vida / que haya sabido morir bien”. Allí la aparición del trompetista es totalmente inesperada y sin embargo se plasma como una imagen verosímil, que dispara las asociaciones poéticas hacia lugares insospechados.
Hay otro poema, “Intersticios”, que comienza así:
Me enseñaste
el cepillado concienzudo
de los dientes, de abajo
para arriba, suave
no forzado sino libre
y remarcado en los intersticios,
para al fin repasar el camino trazado
y al contrario de la poesía
hallar la blancura.
El final de este extracto lo considero realmente genial: sin previo aviso, el poema salta de la evocación doméstica-familiar a un arte poética, a lo que el autor concibe como el fin poético: lo contrario de la blancura. La evocación de una escena de niñez parecía ser el fin, el objetivo del poema, pero no: da un giro para decir esa verdad interior que no podría haber sido dicha de otra forma, ni de mejor manera. Sin embargo, luego de ese vuelo sorprendente, el poema desciende a desarrollar la anécdota que le sirvió de punto de partida: esboza una evocación de infancia que a diferencia del fragmento citado, resulta poco original, arquetípica, una carta a los seres queridos que resulta pobre en asociaciones, que mantiene al poema en una llanura. A mi juicio, debió desechar ese material, como los cohetes botan su plataforma de despegue al elevarse.
No estoy tan de acuerdo con el editor y presentador de este trabajo, Enrique Winter, cuando asocia la obra de Alfaro a un gesto acústico, a una recuperación de la “guitarra de palo” en medio de la estridencia poética que hoy predomina en los autores contemporáneos. Creo que si bien hay mucha sutileza y silencio, también hay partes eléctricas, que son mis favoritas y mencioné al principio. Y que se complementan con variadas citas a la cultura popular, al jazz y al rock. Poemas como “Just like a woman” (“sólo se necesitan dos pies para llegar a cualquier parte”), Ian Curtis (“Él fue el temblor de lo que pudo ser: / un odio ante las cosas verdaderas”), Woodie Guthrie (“El hombre muere, no hay remedio, ni canción”) van configurando una trama de significados que nos interpela porque no reduce la poesía a la escritura de un monje, sino que incorpora con mucha soltura referencias actuales en pluralidad de soportes, que hacen que estos poemas le tomen, a su modo, el pulso a esta época. Y paralelamente resuenan como si fueran de otro tiempo: algunos poemas dan cuenta explícitamente de la voluntad de vivir de forma más contemplativa pero sin salir del mundo, sin refugiarse necesariamente en el lar.
Aparecen en el transcurso de esta obra algunos personajes como Charlie Brown y Elmer Fudd, caricaturas que son sacadas del ámbito infantil-fantasioso para llevarlas a la derrota del mundo adulto. Y hay otros momentos, quizás más débiles, en que los versos dialogan con los arquetipos teillerianos (la memoria de las cosas que están a punto de desaparecer, la aldea, etc.), o la poetización exagerada de ciertas experiencias cotidianas, que si fueran dichas sin tanto aderezo funcionarían mejor, como en el primer poema, “Semilla”:
En la ventana de un bus
empañada por el cansancio de un viaje
un niño, sus ojos
sin disculparse, casi como un relámpago,
trazó con uno de sus dedos
la solución al enigma.
Observando su obra,
la conjunción de números y letras,
empuñó –sin gesto- la manga de su chaleco
despidiendo la bruma y sus vacíos
para así admirar el paisaje”.
“Por el cansancio de un viaje”, “sin disculparse”, “casi como un relámpago”, “la solución al enigma”, “empuñó sin gesto”, “despidiendo la bruma y sus vacíos”, todo eso me resulta sobrecargado, porque creo que es restrictivo: hace de lo espontáneo un gesto ideológico (en el sentido de “cómo debe ser vista” esta experiencia ejemplar). Yo creo que no favorece al texto, pues desde mi forma de ver las cosas, la mejor poesía está más cerca de una detonación que sorprende al lenguaje, y cuyos efectos no son posibles de medir de antemano. Y aquí la bomba no explota, porque hay un sólo sentido posible: el que nos da a leer el autor. Así, se apagan las resonancias, las asociaciones libres que cada uno pudiera hacer con esa imagen. Quizás el poema podría haber sido así:
Cuando ya llevábamos horas de viaje
un niño pasó por encima mío y empuñó su manga,
borró los números y las letras
que recién había dibujado en la ventana empañada del bus
ahora admira el paisaje.
A mí no me resulta tan bien, pero el sentido es ese: lograr plasmar la imagen y que ella pueda hablarle al lector sin “ayuda”, o al menos sin que el aderezo filosófico boicotee la experiencia estética. Pero dentro de este tipo de poemas hay otros muy bien logrados, como “Pan de Pascua”, o “Aurelia”, en los que hay una conexión más directa y fresca con los frutos, los elementos y la experiencia.
Creo que los puntos ya están claros: me parece un primer libro muy auspicioso, de un autor que ha venido a ofrecernos frutos maduros, algunos de esos que le caen en las manos, en su camino a ninguna parte.

Andrés Florit Cento (1982): es autor del libro de poemas Poco me importa (autoedición, 2009), y editor del volumen Juan Florit Caudillo de los Veleros: Vida, poesía y prosa (Cuarto Propio, 2006). Publicó también la plaquette de poesía El infierno blanco (Rocanrol ediciones, 2004). Además es periodista y ha publicado artículos y reseñas en diversas revistas.

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