[Las Edades del Laberinto de César Cabello] Por Juan Manuel Silva Barandica
César Cabello, nacido en Santiago de Chile en 1976, uno de los más destacados poetas jóvenes dentro del ámbito de la poesía mapuche, publicó el pasado año 2008 su primer libro: Las edades del laberinto (Piedra de Sol ediciones). El siguiente artículo escrito por Juan Manuel Silva Barandica trata de explicarse la presencia y ausencia de una escritura mapuche dentro de la poesía chilena.
Las edades del laberinto de César Cabello.
Se me hace complejo pensar la realidad cultural de nuestros pueblos originarios, así como también comprender la pertenencia que el posesivo sugiere. De cualquier modo, es palmario el hecho de que la poesía no sea más que un ámbito en el que se dibuja la sombra de tal incógnita (la pregunta por la identidad); por lo mismo, considerar que en ella se dan y resuelven los problemas fundacionales de América nada aporta a la discusión. Menos el hecho de que ciertos poetas hoy por hoy, se quejen del auge y promoción que ha tenido la poesía mapuche, si es que hay una poesía mapuche. Digamos que la hay, porque como ocurre y ha ocurrido, por ejemplo, con la discusión sobre los géneros, acaba importando más qué es lo que dice el productor de su producto artístico que lo que pueda determinarse por distintas formas de analizar o leer. Aún así, pienso en la poesía mapuche como podría pensarse la poesía chilena si esta fuera estudiada o leída según tal o cual característica étnica, religiosa o cultural, más que el hecho de tener un documento legal que acredite la pertenencia del poeta al estado chileno.
Sentimos las culturas como las estaciones, sin poder dar más datos que las diferencias que existen entre ellas. Vivimos en culturas y aceptamos una supuesta fijación occidental, a saber, etimológicamente, mortal o en vías de ser occisa. Pero las culturas significan vida, vivificación, mutación y reemplazo. Por ende, todo lo que de mapuche queda luego del exterminio y el feroz imperio castellano y occidental, es aquella sobrevida, esa pujante y agónica permanencia que ha ido nutriéndose de la hostilidad del nuevo hábitat. Así, hay entre estos poetas supervivientes (o superrealistas, como pensaba Carlos Santander al definir así un tipo de literatura latinoamericana que buscaba romper con el discurso de lo real, proponiendo una utopía súper real o una crisis del discurso de lo real) una voluntad de nombrar un mundo inexistente, tanto en la memoria como en la posibilidad de reconstruir en una lengua otra un imaginario. Elicura Chihueilaf, Leonel Lienlaf, Roxana Miranda, Graciela Huinao, Jaime Huenún y César Cabello son algunos de ellos.
Si bien la reconstrucción de un espacio y un decir -gracias al mapuzungún-, la mitología, la leyenda y las costumbres, es decir, la memoria de un hogar, una tibieza ha llamado grandemente la atención de los lectores, y me detendré en esa expresión que busca instalarse traductivamente desde el imaginario mapuche como una nueva lengua, una deformación del castellano para alcanzar a nombrar ese vacío, esa ausencia de la pureza. Por esto, creo que es superreal el discurso de Huenún (Puerto Trakl) y Cabello, ya que en su poesía hay un intento de construir un decir otro desde ese OTRO innombrable. Decir ese ser mapuche en tiempos que ese ser mapuche probablemente esté desplazado irredimiblemente hacia el más oscuro pasado o la sombra, es hacerse cargo del complejo acervo cultural occidental, lo clásico y los múltiples intentos por dar cuenta del traslado o traducción de los principales temas y procedimientos de los que la poesía se vale para hacerse un lugar y un tiempo en lugares y tiempos otros. Álvaro Mutis, Seferis, Pablo Antonio Cuadra y Derek Walcott, son algunos de los poetas que han servido en este sentido, según lo que me contaba el mismo Cabello sobre su hacer. Digamos que esto es cierto, pero no menos cierto que la Biblia y su cúmulo de reinterpretaciones gnósticas y sumerias, así como La Eneida y las historias del ciclo artúrico. Incluso en el Buscón de Quevedo la promesa del viaje da cuenta de ese transporte imperial y autorial, como quiso Kafka representar en su notable cuento “El mensaje imperial”. En fin, ejemplos hay de sobra y aun la misma Araucana desde la épica construye la inserción, el ajuste y la adaptación, como formas de hacerle un lugar a la Tradición occidental, que alguna vez fue oriental, sobre una borrada y olvidada tradición prehispánica.
El libro de Cabello es excéntrico, como toda poesía, aunque más aún con respecto a la producción literaria actual. Esto, pues en vez de situarse desde una experiencia, una situación o conflicto coyuntural o preponderante en nuestra sociedad, haciendo legible y verosímil (en relación al discurso de lo urgente) su poética, como plantea Grínor Rojo, su poesía cifraría ese decir que nombra, que busca dialogar y hacerse parte en el discurso poético chileno, desde un barroco mapuche. Oximorónica aunque ocurrente filiación que se advierte en la lectura del poemario por la excesiva y exhaustiva fijación en la autoridad, la cita y el epígrafe, recordándonos al Borges de El Hacedor, pero desligado de la pseudoepigrafía, ese juego desestabilizador de referencias y autoridades que tan caro fue a Moisés de León, también llamado Simeón Ben Yohai en el Zohar. Sin apoyar completamente la denominación de Rojo, juzgo interesante continuar esa senda desecularizada y percibir el salto que propone Walter Benjamin al leer el Drama Barroco Alemán, un drama irrepresentable, desde la alegoría. Un tipo de figura o figuración que borraría o pospondría el diseño inmediato de una imagen (esa visión que pareciera rondar los poemas pero que nunca se presenta), de un sentido, haciendo del intérprete, quien lee, un signo dialéctico en el que la muerte de la intención y la vigilia activa (la pasividad y actividad simultáneas), sin oponerse, dialogarían en la visión de la constelación, la imagen recreada y reproducida sin un significado inmanente o convencional. El lector dibuja el laberinto de Cabello, el diseño no está más que sugerido. Podría decirse, incluso, que sería una suerte de descubrimiento inventado o una invención descubierta, a saber, el lector pareciera a ratos intuir que hay una intencionalidad avasalladora, una voluntad de la voz y el significado, una versión de la arquitectura del mundo, aunque acaba esfumándose en el error o la locura. Siento que entre la búsqueda de un sentido, un diseño significante, y el fracaso de su ausencia, digamos, la pasividad del desastre, se logra divisar un diseño difuso, como el de las constelaciones, preexistente aunque inventado. Pues bien, la poesía de Cabello, apoyada en cierta algarabía de Saint John Perse, los viajes y la insularidad, la irrepresentable soledad y el silencio, permiten que pensemos que podemos representar aquello mudo, decir esa referencia e imagen que no se presenta: que podemos traducir esa lengua extranjera.
Pero el problema es mayor, pues los sujetos, esa pluralidad de sujetos enunciantes en la poesía de Cabello, además de bloquear el paso, borrar y silenciar, diseñan el simulacro de una nominación hermética, un corpus decodificable e interpretable exegética y hermenéuticamente (“Un parque solitario/recóndito/ sin viento como el corazón de un árabe o una paloma” – Persistencia del Mármol).Una Jericó o una Jerusalén escondiendo el palacio del significado, de la voz. Nada. Como dicha palabra sugiere, la cosa nacida no puede ser un vacío, en ese sentido, la ausencia que habita la poesía de Cabello, esa corrosión violenta que hospeda su decir, es algo por nacer, algo futuro y no una precedencia o ascendencia. Asimismo, el desarrollo de una reinterpretación de la tradición desde sus cuatro edades (Oro, Plata, Bronce, Hierro), sobre todo insistiendo en que la poesía es el ancla que une el fracaso y la ruina con ese silencio primero, invirtiendo las valoraciones de aquella edad dorada que en el decir de Gianbattista Vico era analogada con el mutus o la mutación de lo silente a lo dicho, algo se asimila a la gnóstica imaginación cabalista o a la destrucción genésica y trascendente que avizoraba Lovecraft. Podría decirse que desde el oriente, la distribución de los ciclos cósmicos, los manvataras, estarían centrados en el Kali Yuga, en la fatalidad, el fatum griego, la destrucción y el ocaso, siendo los estadios precedentes realidades especulares, maya, en espera de una revelación, una purificación que no adviene ni advendrá. Al cabo, Las Edades del Laberinto explora el traspaso fallido de un original inexistente[1], una autoridad, un puro esencial, desde la referencia al lejano oriente, la tribu ismaelita, las veladas referencias tibetanas y budistas y el transplante de motivos chinos, como la guerra desde un punto de vista estético, así como la muerte y los oficios fúnebres como pactos con la tierra. Por estas razones, pensar esta poesía implica pensar lo mapuche que existe en ella como una búsqueda de hospicio, de terrible indignación y violencia para engastarse y corroer los cimientos del gran edificio occidental (“Enfrento a mis espíritus y el barco de la muerte / Mi sangre es la herencia de XX toros blancos”- La Cruz y las Tinieblas).
Lo mapuche silenciado y en vilo, presto a ser dicho, así como la promesa de una referencialidad, de una imagen figurativa, de cuadros móviles y una posible narratividad que reconstruya la historia, parodiándola, invirtiéndola; a saber, dando cuenta de los engranajes de injusticia y segregación, reproduciendo dichos mecanismos para dejarlos al descubierto, constituyen la utopía, el horizonte de la escatología que plantea residualmente. Algo existe más allá de la idea, de la palabra que refleja la sombra de otra palabra y se vuelve a la sombra de un eco, un eco de arquitecturas de significantes, de estructuras huecas. Imágenes alegóricas y de un incipiente exterminio simbólico: ausencia de hogar, de hospicio, de fraternidad, de familia (“¡A eso vinimos /Dios mío/ a eso vinimos! / A caer con todo el peso del cuerpo en el poema.” – Testamento). Quizás la familia sea el ámbito más perjudicado por la ausencia de la imagen, del paisaje y la materia, pues esta al quedar carente de su imaginario se manifiesta en sus procedimientos exclusivos y violentos, su utilitarismo, su reificación. Así, los sistemas literarios, los precursores y la gran familia del discurso occidental, la felicidad del decir poético, la nación, el habitar y la creación se desnudan al presentar su arrebato elitista, su ficción de probidad y cultura, su boato y falsa erudición: la perogrullada que han querido afianzar europeizantes y embajadores de los estados unidos en nuestro país, esa fatua ficción de intelecto. Pues bien, los sujetos en la poesía de Cabello presentan la ancilar relación con lo tradicional, el amarre y la esclavitud a cierta autoridad, a cierto donaire que inspira en el lector avisado el guiño, pero también la posibilidad de una liberación, de una restitución de un decir crítico y ladino (como me decía Vicente Bernaschina), un decir otro que, en el fondo, no es más que otro decir del que se ha valido la acéfala, hambrienta y aglutinadora cultura occidental, para anularla. Valga consignar los asentados estudios latinoamericanos, que en estados unidos contribuyen a la anulación de la diferencia por la mísera histeria del exotismo y la radicalización de lo extraño. Recordar Oriente, el gran Oriente que fue mezclado hasta confundirlo con occidente, sería provechoso al momento de leer Las Edades del Laberinto. Por otro lado, el recuerdo del hacer como rehacer o reciclaje, desde su violencia e inspiración, recordando a Mahfud Massis y Pablo de Rokha, transforma a dicho poemario en un agente crítico frente a las contingencias y la brevedad de registro de las poéticas actuales, que salvo contados casos, acaban dirimiéndose en los patios de los latifundios, fornicando las prostitutas pagadas por el patrón, bebiendo del vino que murieron cosechando sus ancestros.
Pero Las Edades del Laberinto es un libro primero, un libro fallido que además de abismar el fracaso del decir poético que acaba retornando al silencio, fracasa en reformar o ensayar estrategias de producción estética, digamos afirmar lo que sugiere y pareciera prometer. El poema que pareciera estar prologando el libro, ese poema en que se logra la imagen y la exactitud del nombre, no existe[2] . Es un libro que se solaza con el desastre y acaba consolándose en volver al cubil del que huyera. Como un discurso intransitivo que se niega a la proposición, al ejercicio de la novedad, también se frustra en la deriva que al espíritu clásico cabe, es decir, la repetición de aquello que será leído como otro. Cabello insiste en la historia como una imposibilidad de historizar, transformando a la poesía –primera historia- en un documento adjunto a los grandes y bizarros monumentos. Hay una vocación de poesía menor inexplicable, o quizás explicable como una opción beligerante en razón de la desmedida grandilocuencia que han querido propagar los poetas jóvenes estos últimos años[3]. Así, puede pensarse el último acápite del libro (Tres) desde una autoironización y una feroz carcajada frente a los monolitos religiosos occidentales. Aquello que abre y cierra el libro, la mención al hijo maricón, al tradicional carnero (el tiempo pre cristiano, del antiguo testamento), pone de manifiesto la existencia de un plano intermedio, un plano simbólico en que la materia se espiritualiza y el espíritu se materializa. Dicho espacio intermedio, religioso y poético, simbólico, es parodiado hasta el hartazgo, dando cuenta de la miseria de la enunciación, del decir poético actual. Algarabía pura y pura felicidad de la palabra, como decía Novalis de los indios, el final del libro instala la crisis en la historia de la representación: la poesía no es habitar, es exiliar; no es la lengua del pueblo, sino la del extranjero. Rescatar la crítica y el hiato, la fragmentación y el desconcierto, como un gran proyecto histórico, más allá de ser parte de una risible y pobre lectura, le concede la gracia de la duda a este proyecto.
Puede pensarse además, Las Edades del Laberinto como una poética suspendida, en vías de esclarecerse, que desplaza también lo mapuche, ya que, sin negarlo, acaba sugiriendo su dificultad, su escasa comprensión y comunicabilidad en los tiempos actuales. Así, lo mapuche no pasa de ser una intuición. Un reconocimiento de aquello que debe ser dicho pero aún no halla su decir. A pesar de esto, los laberintos propuestos, el país nocturno y enemigo de Watanabe, así como la pléyade de menciones literarias y culturales, sirven, no como suelen decir los críticos (o como los llamaban los antiguos: bataclanas), a enriquecer el panorama de la nueva poesía, sino a desestabilizar ese acervo que se ha creído estático y aprendido. Nada de eso es cierto. La historia nos supera y somos superados y vencidos por nuestra ignorancia de ella. Misma ignorancia que nos revela con pavor este libro, reclamando mayor seriedad para este oficio, digamos, doble: el de negarse a escribir lo que escribieron otros, negándose del mismo modo a repetir las mismas cantinelas que venimos escuchando hace décadas sobre libros que nadie lee.
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[1] “Con estampa de esfinge Traducido de lo egipcio a lo difuso del tiempo (…)
Lo cierto es: / que de ese cántaro roto /y esos vendajes sucios / que se asemejan a un hombre / no se puede leer más que el silencio / Pergaminos y atributos de la muerte / que al coleccionista entendido / sirve de música / para alimentar a sus huérfanos.”
-Ruinas de una Ciudad Inventada IV.
[2] “Soy como el ladrón de la fábula india / que robaba campanas / cuando la tarea era/ guardar silencio.”
-En el País Nocturno y Enemigo VI
[3] “Aquí sentado con mi pobre mandíbula de carnero / contemplo la ciudad en llamas / las últimas cabezas libres / que azota el amanecer:
Yo/ que hablo en el fondo de la fila / como el hijo maricón que no se va de casa…”
-Fragmento que abre y cierra el poemario.
Lo cierto es: / que de ese cántaro roto /y esos vendajes sucios / que se asemejan a un hombre / no se puede leer más que el silencio / Pergaminos y atributos de la muerte / que al coleccionista entendido / sirve de música / para alimentar a sus huérfanos.”
-Ruinas de una Ciudad Inventada IV.
[2] “Soy como el ladrón de la fábula india / que robaba campanas / cuando la tarea era/ guardar silencio.”
-En el País Nocturno y Enemigo VI
[3] “Aquí sentado con mi pobre mandíbula de carnero / contemplo la ciudad en llamas / las últimas cabezas libres / que azota el amanecer:
Yo/ que hablo en el fondo de la fila / como el hijo maricón que no se va de casa…”
-Fragmento que abre y cierra el poemario.
Comentarios
Tengo el libro de Cabello y disfruté a momentos su lectura. Digo a momentos como una actividad reconfortante en el anidar de incertezas y savia de nuevas fugacidades, concordando con la monserga del experto de hierro.
Precisamente la crítica oscurantista y académica, lejos de esclarecer y ayudar a la difusión de la poética hacia la gente, resulta un espanto para quien desee averiguar sobre nuevas publicaciones. Leer a Husserl es más provechoso.
Saludos a César Cabello y al señor Silva le recomiendo que escriba a trote más firme y decidido; para dar opinión y análisis no es necesario desautorizarse constantemente para ostentar cierta "amabilidad" desde su patronazgo vertical y elitista.
Saludos y respetos
Hugo Morales Baraona
http://solenfibra.wordpress.com
encuentra la crítica interesante pero aburrida y sin embargo, lee a husserl en medio de una crítica hacia los académicos y finalmente, recomienda su propia página que tiene una entrada en mapudungun y sin traducción, además de unos poemas de su propia autoría.
Esto sí que es pedantería.
por cierto, faltó subir una selección de poemas de cabello.
De cierto, y ciertísimo, que los comentarios anteriores al mío no saben hacer lo que haces, y son su propia demostración de pusilánime carencia.
Como siempre, mi amor incondicional,
tu lector.
PD: En mi vida, y a modo de confesión, habría pensado que me terminarían convenciendo de que eras el próximo gran crítico. Pero lo hiciste. Ahora permíteme dejar de CHUPÁRTELA, que tengo que ir: al baño, a por cigarros, a almorzar... Me espera el barrio. Un gran abrazo.
Pd: Estoy seguro que al igual que todos los chicos de la Calle Passy duerme con un libro de Cedomil Goic bajo la almohada.