[Iconografía: 1. El Río.] por David Villagrán.

1. El Río. (Mahabharata, Adhi Parva. I.)

Todo parte con una mujer en la orilla, una mujer encontrada por un rey cuya pasión era la caza. Orilla del Ganges, como una visión, allí estuvo un divino descenso del cielo a la tierra que al rey para el deleite de sus ojos le parecía. Contempló sus ojos grandes y lustrosos, la mujer peinaba sus cabellos con sus dedos, la piel un brillo hermoso despedía, y siendo como el oro era algo más: casi el sol, entera, con la punta del pie trazando formas en la tierra.


Es cierto, nadie puede contener algo así en los ojos sin estar absorto. Aunque mudos fueron también los pasos del rey, ella lo sintió venir. Giró mirándolo, atrayente un destello iluminó su rostro, posó su vista en él luego de mirar otra vez la punta de su pie, y una tenue sonrisa en sus labios se dibujaba.

"Eres muy hermosa. Quiero que seas mía. Soy el rey Santanu de Hastinapura. Ya vivir no podría lejos de ti o sin ti, pues me he enamorado". Así le dijo, poniendo su mano entre sus manos. "Te vi y supe que sería tuya, tu reina, mas sólo si me cumples esta condición: sea lo que fuere o cuando, jamás tú te opondrás; y si en esto me faltas me iré sin nunca regresar. Siempre lo que quiera hacer, haré. Siempre tú seguirás mi voluntad"

No hubo esposa más ideal, pues en belleza y consejo, encanto y virtud al rey complacía en toda ocasión, tanto que olvidaba con ella el curso del día ni sentía llegar a la noche o la aurora. Ganga brillaba en su pecho, tanto, que cada respiro era un beso que escurría desde un corazón en amor sostenido por aguas divinas, y ellas no tenían la sal del llanto.

Así fueron los años hasta el año donde vino el hijo. Inmensa la alegría de Santanu: la casta de los pauravas, flor de la raza lunar, contaba ya heredero y descendencia. Corrió entonces hacia Ganga, a sus vacíos aposentos, mas, con el niño en brazos, le dijeron, ella corrió con dirección al río. Esta vez el temor condujo al rey hasta su orilla.

Ante sus ojos el horror cambió lo inolvidable: Ganga, su amada Ganga, y el niño de sus brazos yendo al agua. Días y días tuvo el rey aquella imagen, la expresión del rostro de su esposa, torturándolo continuo variadas formas de un dolor. Pero cuidaba el molde del silencio, como un cuenco contenía de ambos el amor, enorme carga para él, pesado descanso de la reina.

Sólido y vacío estremecimiento ¡Al Ganges!, ¡Al río Ganges van sus hijos! Cada año la escena se repite y el corazón del rey se triza sin palabras, sin aliento preguntar nada podía. Todo el asunto descansaba en sus ojos y en el recuerdo de lo que ante ellos tuvo.

Dicen que el amor es ciego, y abismo del corazón le llaman en el reino al amor del buen rey, mas no es exactamente así. Pues "un ojo suma el amor que tan sólo puede ver de lo que ama el bien", y este ojo concilia el fondo con la sumidad aunando toda oposición. Tenía en Ganga el rey su entera vida, y gran deseo por un heredero, pero su paz completa había perdido: siete hijos el río había tomado.

Entonces vino el octavo año y con él su octavo hijo. Otro heredero del mundo para las aguas, casi ya hijo del río. Corrió la madre con el en los brazos, y corrió el padre tras la madre y tras el río, para decirle ya juntos en la orilla "¿Por qué actúas de modo inhumano? ¿Por qué, Ganga, destruyes nuestros hijos? ¿Qué madre hace lo que tú has hecho? Entrégame, por favor, a este hijo."

Extraña sonrisa en sus labios ella dibujó uniendo pena y alegría, feliz y triste a un tiempo muy dulcemente al rey se dirigió: "Todo lo espero, a ti te esperé sin esperar, y llega el momento en que debo partir. Me iré inmediatamente, este hijo nuestro vivirá, conmigo lo llevaré y vendrá cuando llegue el momento. Su nombre será Devavrata."

El rey siguió quebrándose en tristeza con sus quejas, tanto ella lo amaba que expresó dolor diciendo: "No entiendes porqué debo hacerlo. Soy Ganga, y pertenezco a los cielos. Por un servicio vine a la tierra y a tu deseo, adorándome tanto los dioses como los hombres. Tus hijos muertos eran los ocho Devas que por Vasistha fueron maldecidos, condenados todos por el robo de su vaca. A mí vinieron pidiéndome fuera su madre, pues tendrían que mortales venir a esta tierra. Arrojándolos al río, muertos, libres quedarían. Pero también antes yo te conocí. Eras Vihsak, gran rey de la corte de Indra. Un día al llegar yo me miraste con ojos de deseo y desde entonces me quisiste tuya. Fuiste castigado por los moradores de los cielos y te enviaron a nacer como Santanu. No trates de detener la marea del tiempo, nadie puede alterar el orden de lo que ha de suceder. Sólo así ha sido posible nuestro amor."

El rey se quedó mudo al escuchar estas palabras, quebrado el amor, pero el silencio, siempre a espaldas del brillo en su pecho, y al fondo de la pasión hecha marea, urdía imágenes, recuerdos de aquel paso de Ganga. Eran las formas suyas en la punta de su pie, sus hijos divinamente engastados en las líneas del agua como zafiros de la muerte, su corona. El brillo, los rayos del sol rebotando a todas partes desde la corriente y sus dedos, los dedos de Ganga guardando su mano. Así fue su silencio.

Ganga partía con el niño, ya no tendría amor ni heredero. Desapareció de sus ojos allí, en la orilla del río. Cuando a los ojos se les permite ver la verdad, no pueden resistir demasiado su presencia, no son fuertes lo suficiente para detenerse o detenerla a ella. La mente de Santanu rechazaba enfrentarse a esa verdad. Probó la sal del fondo de su destino y del destino de toda su raza, sólo junto al río, sin saberlo. Emprendió su regreso teniendo por certeza que era soledad únicamente lo que le estaba esperando.

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