[Los nombres de la diosa: religiosidad en la poesía de Olga Acevedo]. Por Manuel Naranjo Igartiburu

Frente a lecturas que podrían haber centrado sus esfuerzos en dar cuenta de la condición irregular o -para ocupar una de las tantas palabras clave que configuran el léxico contemporáneo- "marginal" de la poesía de Olga Acevedo (1895-1970), Manuel Naranjo Igartiburu, sin desobedecer ese horizonte, nos ofrece un texto en el que se trata de pensar la opción de una "espiritualidad propiamente femenina", la que no habría sido apreciada por ciertas construcciones normativas de la historia de la literatura chilena. Haciendo un recorrido por los nombres de dios, Naranjo recala en una prehistoria de la religiosidad y observa que detrás de tradiciones como el cristianismo subyace el mito de la deidad femenina a través de los nombres de Isis o la Madre Tierra.

Los nombres de la diosa: religiosidad en la poesía de Olga Acevedo*

He aquí la devota destruida y vuelta a renacer en tu memoria
(Acevedo, 1951, p. 17).

A lo largo del siglo XX, el retorno, más o menos enmascarado, de lo sagrado se ha dejado sentir de manera insistente en el arte y en el pensamiento. Como numerosos estudios provenientes de distintos campos del conocimiento lo han demostrado en el último tiempo, en muchas de estas expresiones habitan de manera soterrada y fragmentaria una serie de elementos religiosos (ideas, imágenes, etc.) procedentes de distintas tradiciones espirituales, sin los cuales no podrían haberse configurado ni tampoco comprenderse (sean estos reactualizados en clave irónica o no). Esta situación, que puede darse de manera consciente o inconsciente, obedece principalmente al profundo proceso de secularización que la cultura occidental ha venido experimentando los últimos siglos producto del hipercriticismo de la razón que, entre otras cosas, ha desterrado la dimensión de lo sagrado y roto los puentes con el “más allá”, con la consiguiente “muerte” de Dios y la desacralización de todo. Sin embargo, la persistencia de estos elementos sacros, de estos vestigios o restos de lo divino en diversas expresiones del pensamiento y el arte contemporáneo, demuestran que aún no ha penetrado en ellas (y en nosotros) la “hazaña” del deicidio, que seguimos sin ser capaces de experimentar verdaderamente la ausencia de Dios como ausencia (pese a que conozcamos el dato de su muerte desde Hegel y Nietzsche), que todavía no podemos pensar nuestro universo sin la hipótesis de su existencia (1). Así, su “desaparición” ha extendido la sombra y el desierto por el mundo pero, creemos, no ha podido evitar su recuerdo y el deseo de reencontrarse con Él, por más que ahora sea huella, ceniza, nada y silencio (2).
Esta reflexión inicial surge a partir de Olga Acevedo (Santiago, 1895-1970), importante poeta chilena cuya obra –constituida por los libros Los cantos de la montaña (1927), Siete palabras de una canción ausente (1929), El árbol solo (1933), La rosa en el hemisferio (1937), La violeta y su vértigo (1942), Donde crece el zafiro (1948), Las cábalas del sueño (1951), Isis (1954), Los himnos (1962) y La víspera irresistible (1968)– es (pese a sus fases bien distintivas (3)) ejemplar expresión de lo anterior, es decir, de ese intento por seguir las huellas de ese “muerto” (“el Uno” que, en palabras de De Certeau, “ya no está aquí”; ver nota 2) con tal de reestablecer ese vínculo roto, de calmar esa carencia –ese duelo inaceptado– que impulsa la escritura; intento o deseo que no solo trastocará la concepción tradicional y aceptada de Dios (desde el punto de vista del cristianismo imperante en la sociedad de su época) al incorporar dentro de ella un imaginario simbólico-tradicional y elementos de otras tradiciones espirituales (particularmente del Oriente (4)), sino que tendrá una gran –aunque secreta, no reconocida– influencia en la obra de algunos poetas posteriores como Omar Cáceres y Gustavo Ossorio, quienes de una manera aún más radical, subversiva y no ortodoxa, también intentarán “re-ligarse” con el ausente a partir del rescate de ciertas ideas y procedimientos de antiguas tradiciones espirituales: la Teología Negativa y la Cábala, respectivamente.
Estos interesantes aportes –la expresión de una religiosidad profunda, heterodoxa y libre en la que parecen confluir todas las creencias (5) y el intento de devolverle al lenguaje y, en particular, a la poesía su antigua capacidad mágico-sacramental de “re-unir” lo mundano y lo divino, antes exclusivo derecho de los discursos religiosos– así como otros sugestivos focos de interés que se apartan de lo que se pretende dilucidar aquí, las características de su aproximación al misterio de Dios –la intensa relación poético-personal que Acevedo sostuvo con Gabriela Mistral, a quien conoce en Punta Arenas, ciudad en la que vivió diez años (relación que puede catalogarse como de maestra-discípula); su señalada sintonía con las vanguardias, especialmente con el surrealismo, debido a sus “imágenes impactantes y emocionalidad delirante” (Nómez, 2000, p. 135) y cómo su destacada labor como Vicepresidenta de la Alianza de Intelectuales y de la Sociedad de Escritores de Chile se trasunta en una etapa de su obra (la comprendida entre 1942 y 1954, como decíamos) a través de poemas en los que, por ejemplo, expresa su solidaridad con los republicanos españoles (“A los del Winnipeg”) y condena al nazismo (“Karma” (6))– no han recibido, lamentablemente, ni de parte de la academia ni de la crítica literaria, la justa y debida atención que merecen (así como ningún otro aspecto de su poética que pudiera agregarse).
Ya sea por las dificultades que plantea su propuesta -la cual obliga a considerar y repensar problemáticas tan amplias y complejas como las de la poesía moderna, el vínculo entre el lenguaje religioso y el poético, además del mencionado horizonte filosófico de la “muerte” de Dios-, porque su obra libre, personal y en permanente transformación no se adscribe a ninguna escuela, movimiento o “ismo” o, más perturbadoramente, porque en la constitución de un canon literario chileno, cuya primera aproximación metodológica serían las antologías, aún subsistiría la noción clásica de que este solo debe estar constituido por un corpus excluyente de obras y autores, por una dinámica de selección que perpetua los valores culturales, políticos, sociales y religiosos de las clases letradas o simplemente de poder, dejando afuera los discursos considerados extraños, peligrosos o desestabilizadores (tanto por su transgresión de los valores antes señalados como por su resistencia a ser comprendidos, interpretados, clasificados –y domesticados– de acuerdo a los marcos teóricos e institucionales aceptados y establecidos (7)); situación que es aún más evidente si ese discurso disonante es realizado por una mujer (8); el hecho es que al día de hoy, ya adentrados en pleno siglo XXI, no existe ningún artículo o estudio sistemático sobre su obra y, lo que es tal vez peor, ninguno de sus libros ha sido reeditado, lo que explica su desaparición de las librerías y de la tradición cultural. Las escasas reseñas y notas de prensa de su tiempo, si bien por lo general muy elogiosas, tampoco ayudan a revertir este adverso panorama puesto que, a raíz del enfoque impresionista de la crítica literaria de la primera parte del siglo XX, esas reseñas y notas, más que centrarse en las características y alcances de su propuesta literaria propiamente tal, se preocupan de expresar lo que los propios críticos sintieron en su experiencia de lectura, la que se traduce en referencias vagas, subjetivas y carentes de profundidad (referencias que, pese a todo, igualmente dan luces al estudio que se quiere emprender y que en líneas generales confirman lo dicho anteriormente, es decir, que Acevedo es una buscadora de lo que se cree bajo el nombre de Dios y la poesía el vehículo de dicha búsqueda). A continuación algunos ejemplos de este enfoque o perspectiva:
En la obra de Olga Acevedo destacan nítidamente una superación, un serio intento de buscar en sus raíces, en sus savias, la respuesta al ser que le quema en interrogantes, en signos desconocidos, en territorios que solo la poesía puede transitar, porque las solas palabras pierden su claridad, su destino de mágicas traductoras (Castro, 1953, p. 42).
[…] su nutrida obra aunque dispar, muestra la fuerza creadora de una poesía indiscutible. Olga Acevedo halla remansos que alivian su fatiga. En su último libro sale al encuentro del lector una voz dolorosa, espiritual y combativa. Se sobrepone a la materia que perece. Nombra la esencia de las cosas, no huye de la realidad y habita un mundo mágico, inaudito (Correa, 1972, p. 184).
O lo que Tomás Lago señala en el prólogo de Los himnos:
He vuelto a leer los libros de Olga Acevedo con el alma en suspenso, lo confieso, pensando cada palabra, hurgando en el sentido más escondido de su estructura, en busca de su debilidad o su fortaleza, y siempre he encontrado el mismo fondo religioso, característico de su generación; alusiones a una voluntad creadora, de rodillas ante el gran enigma, invocando a los “viejos dogmas”. Sólo que ahora es distinto con estos Himnos, porque las palabras han recobrado, de pronto, una cruel independencia, y hablan por sí mismas –las oigo a pesar mío– y suenan de otro modo en nuestros oídos que dan ganas de llorar (Acevedo, 1962, pp. 6-7).
Pero entonces, ¿cómo abordar –y revalorizar en su justa dimensión– una obra que todavía no ha sido estudiada y que, a pesar de eso, parece estar ya irremediablemente destinada al olvido y al silencio, como si nunca hubiese existido? Respuesta: mediante una exploración atenta de su discurso junto con una lectura crítica que se diferencie de las precedentes, centrada por lo tanto no en señalar vagas características generales ni en expresar los sentimientos o emociones que pudiera despertar, sino en permitir que ella se “desoculte” –según el decir de Heidegger– desde sí misma, es decir, de acuerdo con sus propias lógicas internas y no desde impresiones y/o preconcepciones arbitrarias y acríticas, particularmente en lo que constituye su principal eje, preocupación u obsesión: su intento de “re-ligación”, por medio del lenguaje poético, con lo sagrado. Por tal motivo nos detendremos, específicamente, en un elemento que no solo nos permitirá observar y comprender cómo acontece u opera dicha cuestión, sino que también dimensionar la profundidad y riqueza de su propuesta poético-religiosa: los nombres con la que esta apela o se refiere a Dios en sus textos.

Los nombres de Dios
Oh divino misterio, bandera ondeando eternamente
[…] desde el más ínfimo latido a la mayor apoteosis cósmica
(Acevedo, 1962, pp. 22-23)

Tal vez el rasgo más llamativo –y desconcertante a la vez– al momento de centrar la mirada en la poesía religiosa de Olga Acevedo sea la inaudita profusión de nombres con la que se apela o refiere a lo sagrado en sus textos. Si bien en esa tentación o impulso hay una marcada predilección por utilizar las denominaciones de las distintas personas que conforman simultáneamente al Dios único según el cristianismo (la llamada Santísima Trinidad: Dios Padre, Jesucristo y el Espíritu Santo), revelándose así que esa religión es el lugar que sustenta y ampara su fe principalmente, también es posible encontrar otras expresiones que destacan algunos de sus más consabidos atributos, tales como ser el Principio o Fundamento de todo (“Esencia Infinita”, “Centro Glorioso”), el Creador de la vida y de todo lo existente (“Gran Aliento Divino”, “Voluntad Creadora”), la Inteligencia que configura las características de lo creado por Él mismo (“Mente Infinita”, “Pensamiento Divino”), así como la Verdad, el Bien y la Salvación, representado especialmente a través del símbolo de la luz (“Gran Luz Sempiterna”, “Luz Absoluta”, “Resplandor Celeste”).
Hasta aquí nada nuevo bajo el sol podría decirse. Solo la reconocible expresión de una poeta que instalada establemente en la tradición cristiana (tradición que en Chile estaba representada hasta ese entonces por autores como Carlos Mondaca, Jorge Hübner Bezanilla, Ángel Cruchaga Santa María y la propia Gabriela Mistral), no solo convierte a su obra en una fervorosa alabanza a Dios (alabanza, por cierto, en completa concordancia con los preceptos y el imaginario de dicha religión, pese a su desmesura), sino que –y he aquí lo más importante– en un medio para que nosotros, los lectores, descubramos su presencia a través de estos nombres y de otras figuras –metáforas e imágenes extraídas generalmente de la Biblia– via analogiae. En la poesía religiosa de Olga Acevedo no habría, por tanto, atisbo alguno de duda sobre la existencia y características de un Dios que se “auto-revela” o da a conocer tanto en las Sagradas Escrituras como en el esplendor de su Obra (“¡Heme aquí… Señor mío! Maravillada y ávida / ante la luz cegante de tu inmensa Creación…”, 1937, p. 5); junto con ello, manifestaría una confianza plena en el potencial evocador, religador y revelador del lenguaje, en especial del símbolo religioso: este no solo sería un instrumento que nos acercaría a Dios, a lo sagrado, sino que también una clave para develarlo y comprenderlo.
Y, sin embargo, tal como lo señalaba el modo condicional de los verbos utilizados en el párrafo precedente, hay un elemento que relativiza y/o contradice lo recién señalado (particularmente lo referente a su adscripción obediente o sumisa a los preceptos del cristianismo y, por ende, a la tradición poética cristiana antes mencionada), elemento que hace que su propuesta sea más problemática –y por esa razón, más interesante– de lo que parece a simple vista.
Dicho elemento es el uso –imprevisto, novedoso y seguramente herético para los custodios más recalcitrantes de los dogmas de fe– de ciertos nombres y, con ello, de ciertas ideas e imágenes provenientes de otras tradiciones espirituales y sistemas filosóficos que se incorporan, ya sea bajo la forma de poemas independientes o más provocadoramente junto a las expresiones de raigambre cristiana antes mencionadas, en su discurso poético-religioso dándole un raro cariz ecléctico (9). Este hecho –que podría revelar al mismo tiempo un intento por conciliar las diferencias que separan a las religiones; la consecuente idea de que tras ellas subyace una sabiduría universal, un conjunto de verdades y valores comunes a todos los pueblos que tiende a ocultarse a raíz de los condicionamientos culturales de cada lugar (situación por la cual la obra de Acevedo se inscribiría en la línea de pensamiento, tan en boga en su época, conocida como Filosofía Perenne o Tradicionalismo (10)); pero también una tácita y desconsolada expresión de que su religión base, el Cristianismo, es insuficiente para aprehender y dar cuenta por sí solo del misterio de Dios; así como la manifestación de un desasosiego, de un deseo espiritual que no se satisface pese a los esfuerzos desplegados, originando una búsqueda que no parece tener fin- se refleja exteriormente, por ejemplo, en pasajes como el siguiente donde la descripción de lo que Acevedo llama el “Templo de Dios” se elabora a partir de la conjugación de elementos tomados de la teología cristiana (como ciertas alusiones a las llamadas Jerarquías Angelicales descritas por Pseudo Dionisio Areopagita en el tratado la Jerarquía Celeste) y de, en este caso, el Hinduismo por medio de la inclusión del concepto de “Tatwa” (11):
Rosaledas vibrantes que endoselan las naves, como en los días de Comunión se hacen arcos de luz los querubines. Arabescos inimitables formados por los planetas benéficos que cantan la Solemnidad y la Belleza. Príncipes y Jerarquías seráficas y Música Sagrada… ¡oh Magia y Magnificencia y Silencio de excelsitudes, resplandeciendo en los más altos planos de lo Invisible!
Soledad! Templo de la Soledad! Catedral del Silencio! Palacio de la Harmonía! Tatwa de los Iniciados! El que vive en tu Luz, en Adoración y en Serenidad, ¡ya puede decir que vive en el mismo corazón de Dios! (Acevedo, 1927, p. 271).
Pero es a través de la utilización de ciertos nombres ajenos a la tradición cristiana (con los que Acevedo también apela o se refiere a lo sagrado) cómo esta situación se manifiesta más profunda y conflictivamente pues estos nombres traen consigo concepciones que difieren y/o se oponen a sus preceptos y dogmas (concepciones que no se quedan solo en la mención, sino que Acevedo integra, conciliadora o polémicamente dependiendo del punto de vista, en su proyecto poético). Entre ellos son particularmente significativos dos: la figura del Gran Arquitecto y la de la Madre Tierra, también denominada por nuestra autora como Isis.
 
El empleo del primero de ellos (véase, por ejemplo, Acevedo, 1927, p. 262 y p. 271), reconocido nombre simbólico con el que la francmasonería suele referirse al Ser Supremo o Dios (nombre que también utilizan órdenes secretas que adoptan, cuando menos en sus formas, su organización y varias de sus ideas, como la Orden de los Rosacruces y la Orden Martinista) no deja de sorprender considerando la histórica rivalidad que ha existido entre esa asociación de carácter iniciático y el cristianismo, en especial la Iglesia Católica (rivalidad que no se reduce simplemente a una competencia por quién tiene mayor influencia en la sociedad, sino a diferencias profundas en cuanto al modo de acercarse o acceder a la verdad –la primera a través de un complejo sistema simbólico-alegórico y la segunda mediante la fe– así como en principios fundamentales, como la consideración de la persona de Jesucristo –para la Masonería un maestro y modelo de una ética y moral intachable pero ciertamente no el “Hijo de Dios” (12) y para el cristianismo la última y definitiva palabra de Dios). La incorporación del nombre Gran Arquitecto apuntaría en primera instancia a lo que se señalaba al comienzo, al esfuerzo por parte de Acevedo de conciliar distintas creencias, incluso las más disímiles y/o enfrentadas, para demostrar que sus diferencias son superficiales y aparentes, que tras ellas subyace la misma “base” (según el decir de Huxley), verdad o fundamento: de que existe una Realidad Divina de la cual el mundo material –y con ello, el ser humano y todas las cosas– proviene y depende; plano superior desde la humana posición que, más allá de sus múltiples denominaciones, puede sintetizarse e identificarse bajo el nombre de “Dios”. Esto explicaría tanto la función como el lugar que desempeña dentro del texto (al lado de la figura de Cristo) la primera referencia mencionada (la cual, como se pudo haber advertido, también corresponde al pasaje de la descripción del “Templo de Dios” que aparece en la última sección de Los cantos de la montaña):
Oh… Soledad de los Iniciados! Soledad del Cristo en “la Oración del Huerto”! Templo de la Luz! Catedral del Silencio! Palacio de la Harmonía, tú eres la grada fija e inmaculada desde donde nos vierte deslumbramientos el Genio de la Eternidad!
Oro y mármoles purísimos: joyeles y constelaciones y riquezas imponderables que sólo el Arquitecto y el Artista Divino pudo levantar en realizaciones… (Acevedo, 1927, p. 271).
Sin embargo, la inclusión del Gran Arquitecto no se limita a ser una alusión aislada cuyo único propósito es demostrar la vocación ecuménica, el llamado “internacionalismo” de Olga Acevedo como expresión de su ligazón con los planteamientos de la Filosofía Perenne. No, su participación y/o influencia (y con él detrás, de toda la cosmovisión masónica) es, si bien de manera subrepticia, mucho más profunda –y conflictiva– de lo que pudiera pensarse a primera vista (conflictiva no solo porque iría, como decíamos, en contra de pilares básicos de la doctrina cristiana, sino porque tras ella habría también una crítica implícita a dicha religión, a un algo que ella niega, escamotea o no posee; de lo contrario no se explicaría la búsqueda e implementación de ideas “foráneas”). Sin pretender realizar un análisis exhaustivo de este asunto (ya que no es el punto al que queremos llegar en este trabajo) baste indicar un elemento que ya había sido mencionado antes y que se pudo advertir en los párrafos destacados a través de la recurrente mención de la palabra iniciado: la idea de que para conocerse a sí mismo y acceder a la verdad –verdad que en última instancia es Dios– es necesario adquirir un conocimiento reservado o secreto; conocimiento –y por tanto, no fe únicamente– que solo unos pocos “dignos” o “elegidos” obtienen mediante, primero, un rito que simboliza su iniciación propiamente tal, es decir, la “muerte” de su vida anterior y el paso “a un modo superior de ser” (Eliade, 2008, p. 181) y luego, ya en el exclusivo círculo de los “hermanos”, a través de un sistema de enseñanza de tipo simbólico y ceremonial estructurado en tres grados ascendentes –aprendiz, compañero y maestro– que representan tanto las etapas del desarrollo personal como el nivel de conocimiento de tales misterios.
Pues bien, concordantemente con esto, en la obra de Acevedo no solo el sujeto del discurso se autocataloga reiteradamente como un “iniciado” (utilizando también este término para referirse a reconocidas figuras espirituales, como es el caso del propio Jesucristo quien, por lo tanto, no sería una hipóstasis de Dios sino que un elevado ejemplo de la autorrealización del hombre (13)); no solo en ella hay constantes referencias a la existencia de un “secreto” (el que, como era de esperar, nunca revela o resguarda (14)); además de numerosas alusiones a “compañeros” y “maestros” (15); sino que en algunos casos –Los cantos de la montaña, Las cábalas del sueño– la totalidad del texto se estructura de acuerdo a este camino y/o esquema iniciático de carácter progresivo y ascensional, siendo este camino particularmente evidente en el primero de ellos desde su mismo título (16), a través de la marcada –y gradual– ruta pseudo narrativa que presenta y describe (ruta que el nombre de sus capítulos deja claramente de manifiesto: “El Canto del Hijo Pródigo”, “El Canto del Ermitaño”, “El Canto del Discípulo”, “El Canto de la Madre-Tierra”, “El Canto del Amor”, “El Canto del Poeta” y “El Canto del Iniciado”), así como por medio de pasajes que explícitamente expresan esta idea (17).
Pero, dejando de lado lo que constituye el primer nivel de interpretación o lectura, es decir, lo ya señalado acerca de la Filosofía Perenne, ¿qué significa o revela todo esto? Dicho de otra manera, ¿qué impulsa a Olga Acevedo, una poeta esencialmente cristiana como decíamos, a salir de los marcos de su religión para integrar, dentro de su obra, estos planteamientos tan contrarios? Indudablemente su espíritu inquieto, escrutador, abierto y no dogmático, pero también un afán de separación o diferencia (la iniciación como transformación espiritual, como pasaje a una nueva vida regenerada implica el abandono de la existencia profana anterior, del estado de “ignorancia” en el que la mayoría de los hombres están sumidos) y muy relacionado con ello, de superioridad (“el secreto es un privilegio del poder y un signo de la participación en él […] quién es capaz, sin desfallecimiento y sin molestia, de guardar los secretos adquiere una fuerza de dominación incomparable, que le confiere un sentimiento agudo de superioridad”; Chevalier, 1986, p. 918), lo cual, hay que decirlo, se ajusta perfectamente al mito –tan discutido e ironizado por Nicanor Parra posteriormente– que desde el romanticismo hasta las vanguardias se había construido en torno a la figura del poeta moderno, mito de acuerdo al cual este sería un sujeto excepcional, un “visionario” cuya asombrosa capacidad imaginativa le permitiría descubrir tanto lo “nuevo” como develar lo oculto, hasta el punto que su discurso se convierte “en una revelación rival de la escritura religiosa” (Paz, 1990, p. 75); pero sobre todo un anhelo inconcluso, un deseo de aprehender y re-unificarse con Dios que esta religión no logra calmar o satisfacer completamente, debido a la preeminencia que Acevedo le otorga al conocimiento por sobre la fe (entendiendo por “conocimiento” no al pensamiento lógico-racional impulsado por el proyecto de la Ilustración (18), sino a un saber que al mismo tiempo descansa y germina en el símbolo (19) y, por “fe”, a la aceptación de lo que la Iglesia afirma como única verdad acerca de Dios, más que a la creencia en Él), así como a la valoración que esta le otorga a la temática –y experiencia– iniciática como vía para conocer el misterio de lo sagrado.
En relación con último, es importante destacar un estudio de Mircea Eliade recientemente publicado (Muerte e iniciaciones místicas) en el que advierte y destaca, precisamente, la escasez de elementos iniciáticos –esquemas rituales, ideología, vocabulario– que el Cristianismo poseyó desde sus orígenes y cómo posteriormente los fue integrando, más que por convicción, como una manera de que sus planteamientos fueran inteligibles y acogidos por otros pueblos, en su doctrina. Más aún: dicha estrategia de “asimilación” (que le permitió con el paso del tiempo dejar de ser un culto local de un remoto lugar como Israel para convertirse en una exitosa religión universal) si bien es efectiva respecto a ciertas tradiciones religiosas y filosóficas del mundo antiguo (como por ejemplo el platonismo que tuvo una profunda influencia en ella), no es tal en el caso específico de los temas iniciáticos (rastreables ya desde los Misterios Eleusinos), que sufrieron en cambio un proceso de “sustitución”, es decir, una modificación de sus contenidos bajo la mantención de sus aspectos más externos o superficiales (esto para no correr el riesgo de confundirse con las innumerables gnosis y religiones sincretistas que existían en ese tiempo). Así, por ejemplo, el bautismo que equivalía en sus formas a un rito de iniciación –la inmersión en las aguas representaba tanto el ingreso del converso en la nueva comunidad religiosa como su tránsito a una vida nueva– tuvo desde un comienzo un sentido completamente distinto: este no era parte de un conocimiento secreto que a partir de ese momento el nuevo seguidor comenzaría a recibir de manera paulatina, sino un acto por medio del cual se reconocía en Jesús al Mesías, al Hijo de Dios (véase Eliade, 2008, pp. 178-185).
La insistencia de Acevedo por rescatar e incluir dentro de su obra religiosa temáticas excluidas por el cristianismo (insistencia que más que un rompimiento con dicha religión debe interpretarse como un intento de suplir sus carencias u omisiones, de ampliar sus límites por medio de la incorporación de elementos que a su juicio son importantes para el acercamiento y comprensión de lo sagrado) es lo que explica y revela, también, la utilización del segundo nombre destacado, es decir, el de la Madre Tierra, aunque con implicaciones aún más controvertidas, derechamente revolucionarias considerando el contexto histórico y cultural que le tocó vivir: si tras la temática iniciática lo que había era fundamentalmente una discrepancia –o más bien, una sensación de déficit– respecto al modo de acceder y/o de relacionarse con Dios (eso es lo que indica en esencia la revalorización del conocimiento simbólico y la división entre “iniciados” y “profanos”), en este caso lo que subyace es un progresivo cuestionamiento –impulsado, insistimos, por un deseo insatisfecho y no por un afán sacrílego– que apunta al fondo, a los mismos cimientos sobre los cuales ésta se funda: su radical patriarcalismo y con ello la erradicación en su doctrina de todo aquello que evoque, represente o simbolice un principio femenino que complemente la visión y comprensión exclusivamente masculina de Dios. Para comprender la verdadera dimensión de esta tentativa (que rebasa la mera denuncia del histórico machismo con que esta religión ha relegado a las mujeres (20), aunque esta apremiante cuestión de igual forma late o se insinúa veladamente (21)) y con ello la causa de tal divorcio o distanciamiento, es necesario recordar, por un momento, los planteamientos de un libro que Acevedo seguramente conoció ya sea a través de su lectura directa o por la mediación de la Teosofía que los rescata y con la cual ella tiene contactos o por lo menos conocimiento, como hemos visto: nos referimos a El Derecho Materno (1861) del jurista y antropólogo suizo Johann Jakob Bachofen. La sugestiva y novedosa tesis de esta obra, que en el siglo XIX tuvo una lenta, pero decisiva recepción (fue una de las fuentes más importantes para la elaboración del célebre tratado Los orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado de Friedrich Engels, por ejemplo) y una gran repercusión en el siglo XX (testimonio de ello son las investigaciones de autores como Robert Graves, Carl Gustav Jung y Erich Fromm que no sin cuestionarle algunos aspectos –en especial su carácter evolucionista– la validan y profundizan, extendiéndola a otros ámbitos) es que el mundo occidental, fundamentalmente Roma y la civilización europea cristiana, representa un patriarcalismo de signo racionalista y tecnicista que emerge e instaura sobre las ruinas del mundo oriental eminentemente matriarcal y de signo naturalista (mundo más antiguo –literalmente “pre-histórico”– al que reprime o “supera”, según el decir de Bachofen). Si bien el foco de su atención está puesto principalmente sobre Grecia, al ser, desde su punto de vista, el lugar donde acontece y se define esta lucha ideológica (sería ahí donde se da el paso de lo sensible a lo suprasensible, de las diosas terráceas a los dioses olímpicos, del mundo mítico-religioso a un mundo tecno-lógico, de “la cultura pelásgica basada en la paz y la igualdad a la cultura helénica basada en la competitividad y el esfuerzo prometeico”; Bachofen, 1988, p. 255), es posible rastrear y observar este mismo enfrentamiento en civilizaciones aún más arcaicas, como por ejemplo la babilónica, cuyo mito de la creación (Enûma Elish) habla, precisamente, de cómo una rebelión de dioses masculinos derrota a Tiamat, la gran madre que gobernaba el universo. Los dioses forman una alianza y eligen a Marduc como jefe de lucha. Después de una guerra encarnizada, Tiamat es muerta y de su cuerpo salen el cielo y la tierra. Marduc gobierna como Dios supremo. Pero antes de ser elegido como jefe, Marduc tiene que pasar por una prueba, que parece insignificante y desconcertante en el contexto de la historia:
Luego pusieron entre ellos un vestido; a Marduc, su primogénito, dijeron: En verdad, ¡oh, señor!, tu destino es supremo entre los dioses; Ordena “destruir y crear”, y así se hará. Que por la palabra de tu boca el vestido será destruido; Ordena de nuevo, ¡Que el vestido quede entero! Ordenó con la boca, y quedó el vestido destruido. Volvió a ordenar, y quedó el vestido reconstruido. Cuando los dioses, sus padres, vieron la eficacia de su palabra, se regocijaron y rindieron honores, diciendo: ¡Marduc es rey!
Sobre esta referencia citada por Erich Fromm, en el capítulo VII de su obra El lenguaje olvidado, demuestra que esa que parece una prueba trivial, es fundamental para el contexto del tema del matriarcado, y concluye que el mito babilónico refiere el conflicto de los principios patriarcales y matriarcales de organización social y orientación religiosa:
Los hijos varones de la gran Madre desafían su dominio. Pero no pueden triunfar porque son inferiores a las mujeres en un aspecto fundamental. Las mujeres poseen el don de la creación natural, pueden engendrar hijos […] Marduc podrá derrotar a Tiamat si prueba que también él es capaz de crear, aunque de otra manera […] Con la victoria de Marduc queda establecida la supremacía masculina, la productividad natural de las mujeres es despreciada y los hombres comienzan su dominio basado en su habilidad para producir con el poder del pensamiento, forma de producción que sustenta el desenvolvimiento de la civilización humana. El mito bíblico comienza donde terminaba el mito babilónico. Se establece la supremacía de un dios masculino sin dejar apenas una huella de alguna etapa anterior matriarcal (Fromm, 1972, pp. 173-174. Los subrayados son míos).
El relato bíblico de la creación –aquel que posteriormente el apóstol Juan sintetizaría ejemplarmente al inicio de su evangelio con estos versículos: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”– es la prueba de que “Dios dice y crea” (o de que Dios es Dios justamente por su capacidad de crear por medio de la palabra). Los poderes naturales biológicos y creadores de la mujer fueron postergados, separándose –e independizándose– el espíritu de la materia, el alma del cuerpo, el concepto del símbolo, el Logos del Eros (22). De tal forma contundente, el monoteísmo patriarcal –que tan bien representarían las religiones abrahámicas– condenó así todo aquello que simbolizara la generación matriarcal, consumando su divorcio con la Madre Tierra, posibilitadora de la vida (23).
Pues bien, la entrevisión y añoranza de la Diosa, de ese período o sustrato matriarcal arcaico silenciado por la civilización occidental que culturalmente remite al Oriente y su influjo, pero que psicológicamente proviene de la primigenia relación con la madre (véase también Magaña, 2006, pp. 17-24), así como su intención de integrarlo dentro de su trabajo poético-religioso sin por ello renunciar al cristianismo (un esfuerzo que conlleva, como decíamos, una crítica a su patriarcalismo constitutivo, pero también un afán de superarlo, repararlo o redimirlo, mediante la demostración de que en este pueden cohabitar y complementarse ambos principios) recorre la totalidad de la obra de Olga Acevedo, aunque de manera progresiva, en una línea ascendente cuyo desarrollo puede advertirse en tres momentos bien definidos, a nuestro juicio. El primero de ellos, que podría catalogarse como una tímida pero no menos reveladora presentación del tema, acontece en Los cantos de la montaña, su primer libro. En él, el reconocimiento de la Madre Tierra y su simbolismo constituye una de las etapas por las que debe pasar el “iniciado” en su ascensión por la montaña y, por lo tanto, parte de la instrucción “secreta” que recibe en su proceso de transformación espiritual, así como paso intermedio en su camino de regreso hacia el Centro glorioso o Dios. Su rol, si bien importante, todavía es secundario, ya que sigue subordinada a un Dios de características patriarcales (trascendente, abstracto y único, pese a sus diferentes nombres) que está por encima o más allá de ella:
Se va así por la Tierra… con un fervor inmenso…
Duele el paso ante el santo secreto de la greda.
Al hollar su frescura queda el grito suspenso…
¡Quién nos diera de un ángel la sandalia de seda!

Madre-Tierra! Criatura fervorosa y sagrada…
Toda amor, toda vida, bajo el sol connubial…
En tu rostro la huella se halla tosca y pesada
¡Quién nos diera de un ángel la sandalia glorial!

Suave Casa celeste… la del iris precioso,
sostenida en los ciclos por Ley trascendental.
Grada azul del Espíritu rumbo al Centro glorioso
hacia donde y de donde viene el paso filial
(Acevedo, 1927, p. 151; los subrayados son míos).
El segundo momento significativo de esta trayectoria se presenta en un libro escrito casi treinta años después, libro de plena madurez creativa que lleva por título un nombre elocuente: Isis, quién, como es sabido, no solo es la más ilustre de las diosas egipcias, sino que una de las más grandes diosas madres de la Antigüedad junto con Gea, Hera, Deméter, Ishtar, Astarté y Kali, todas ellas encarnaciones del principio femenino, fuente mágica de toda fecundidad y transformación. En este libro, la relevancia y grado de participación de la Madre Tierra (que ha adoptado el nombre de Isis posiblemente por el vínculo, ya mencionado, entre Acevedo y algunos círculos esotéricos como la Teosofía, círculos para los cuales ella es también “la iniciadora, la que detenta el secreto de la vida, la muerte y la resurrección”; Chevalier, 1986, p. 595) crece considerablemente: su evocación y significado ya no constituye, como en el caso anterior, un eslabón intermedio (más bien inicial por su ubicación dentro del texto) de la escalera o montaña espiritual que conecta a los “iniciados” con Dios (y viceversa), sino que la percepción del mismo Rostro de este último. La Madre Tierra, en consecuencia, no solo es ahora la manifestación física de Su presencia (lo que no debe confundirse con el develamiento de su Ser) y por ello la señal concreta de su gloria en este mundo, sino que, a raíz de lo anterior, la perfecta y más directa mediadora entre Este y el ser humano:
Qué poderosa magia su faz deslumbradora
al través del anverso y el reverso insondable.
Primer sílaba mística. Espiral de diamantes
en la gama sin límites de la vida y la muerte.
Alta enseña del ángel que resguarda y conduce,
hacia los infinitos sueños del gran enigma.
Gracias, luz inmanente. Maternidad gloriosa.
Hilo de oro cantando de universo a universo.
Diosa mística. Reina del amor y la música.
Rostro puro de Dios, de rodillas te canto
(Acevedo, 1954, p. 6).
La culminación de esta curva o línea ascendente acontece, sin embargo, en el libro que Acevedo publicara inmediatamente después de Isis. Nos referimos a Los himnos de 1962. En esta obra, tal vez la más recordada y antologada de su producción poética, todo rastro de subordinación de la Madre Tierra en relación al Dios patriarcal es finalmente eliminado: ella ya no es su antesala o umbral, el medio que permite atisbar su inefable presencia, sino que su complemento y, por tanto, una parte esencial y constitutiva de Él mismo, que al ser excluida por la cultura occidental, lo ha dividido artificialmente en dos impidiendo que se devele y perciba como lo que es: como una unidad compuesta por la unión armónica de ambos principios –el masculino y el femenino–, principios que como tales expresan simplemente las polaridades de su Ser, “los aspectos sucesivos de una sola y misma realidad... ora manifiesta, ora no manifiesta” (Chevalier, 1986, p. 95). Pero, ¿de qué manera Acevedo exterioriza o presenta esta coexistencia, esta reconciliación de los opuestos en el seno de la divinidad? Mediante la utilización de un símbolo que da cuenta precisamente de la reintegración de los complementarios, de la abolición de todo antagonismo (sin que por eso cada parte pierda sus especificidades): el andrógino, al que Acevedo apela bajo el nombre de Padre-Madre:
Gloria a Ti, Padre-Madre, música de lo creado y lo increado, esencia pura, fragancia de lo manifestado y lo invisible, palabra sagrada a cuyo son divino surgen mundos y legiones…, y tiemblan, musicalizando toda la gama y el pentagrama eternos.
Omnipresente, omnisciente, absoluto. El que está en todas partes y vibra en todo siempre. Sostenedor del gran collar cósmico, esencia pura, vibrando al unísono al través de todo, dándose…, cantando, irradiando eternamente.
Oh, reverbero infinito, gira a tu alrededor la vida, traspasada de ti, henchida de ti, plena de tu luz y tu energía, oh belleza perfecta y radiante.
Gran harmonium celeste, orquestación unánime y total, donde tu propia voz se agranda y se desgarra, quebrándose en infinitos pétalos musicales, rodando por el éter imponderable a modo de bólidos deslumbradores o como una realidad profunda y lírica, de ser a ser, de universo a universo, enarcado como un gran iris deslumbrador, en todo y más allá de todo, eternamente y siempre.
Gloria a ti, seno inagotable, unidad y variación de la vida. Torrente incontenible y floración maravillosa.
He aquí que asomas en cada ser y cada cosa y que siéndolo todo, vives y amas y sufres en nosotros, trascendental y pleno de amor ahora y siempre! (Acevedo, 1962, pp. 35-36).
“Re-unión” e interpenetración de Padre y Madre y, con ello, del Dios y la Diosa, del cielo y la tierra, del espíritu y la materia, de lo trascendente y lo inmanente, del concepto y el símbolo, del Logos y el Eros… Olga Acevedo, en este pasaje memorable proveniente del “Himno 10”, cúspide tanto de esta línea ascendente como de toda su obra poética, logra así a través de la androginia de la divinidad no solo conciliar los principios patriarcales y matriarcales, sino que también restaurar, dentro del cristianismo (24), su perdida armonía y plenitud, su totalidad que lo hace estar “en todo y más allá del todo”, en “lo creado y lo increado”, en la “unidad y la variación”, simultáneamente. En fin, experiencia o sentimiento oceánico (25) que junto con revalorizar al lenguaje poético como vía para acceder –y “re-ligarnos”– a lo sagrado (después de todo este no sería perceptible para nosotros, los lectores, si no fuera por él), vivifica a un Dios que no está “muerto”, sino que simplemente vaciado y aislado de la vida por la excesiva conceptualización que el patriarcalismo dominante ha hecho de Él.


*  Este artículo es un extracto del trabajo de tesis doctoral de Manuel Naranjo Igartiburu, el que se ha llevado a cabo con el apoyo del programa de becas para estudios de doctorado de Conicyt (folio 21130344).  

Notas
  1. Véase por ejemplo La visión abierta. Del mito del Grial al surrealismo de Victoria Cirlot, Figuras de lo imposible de Zenia Yébenes y Residuos de lo sagrado de Félix Duque.
  2. “El Uno ya no está aquí. ‘Se lo han llevado’, dicen tantos cantos místicos que con el relato de su pérdida inauguran la historia de los retornos del Uno en otros lugares y bajo otras formas, en modos que son más bien el efecto que la refutación de su ausencia. No por dejar de ser el viviente, permite este ‘muerto’ reposar a la ciudad que se erige sin él. Asedia nuestros lugares” (de Certeau, 2004, p. 12).
  3. Fases que, a nuestro juicio, pueden establecerse e identificarse a partir de su evolución –o más bien, exploración– estética: sus libros iniciales –Los cantos de la montaña y Siete palabras– se caracterizan por el uso de aforismos, versos de larga extensión y prosa poética; los dos siguientes por la versificación libre y la utilización de imágenes originales totalmente distanciadas del mundo real (pero con los ecos de su dimensión más dolorosa), características que los aproximan a las vanguardias; los escritos entre 1942 y 1954 por una clausura del “ensimismamiento” anterior en pos de un acercamiento popular con un gran compromiso con lo que estaba sucediendo en el mundo; y los dos últimos por una poesía madura que sintetiza todo lo anterior (madurez que recuerda a la alcanzada por Vicente Huidobro en El ciudadano del olvido y los Últimos poemas). Ahora bien, si consideramos únicamente lo que constituye el núcleo central de su proyecto poético –la búsqueda de Dios– la obra de Acevedo puede ser vista también como un “círculo” puesto que en la primera parte de ella esta cuestión tiene un protagonismo total (Los cantos de la montaña son la expresión máxima de ello), posteriormente hay un progresivo alejamiento de esa temática (aunque nunca dejándola del todo) para finalmente regresar a ella en Los himnos y La víspera irresistible, si bien de una manera muy distinta como lo veremos más adelante.
  4. Cabe señalar al respecto que Olga Acevedo fue una “iniciada” que junto con conocer “las enseñanzas espiritualistas de los rosacruces y de los teósofos” (del Solar, 1968, sin número de página), realizó “estudios de yoga con Ramacharaca de la Gran Jerarquía Blanca de la India” (Nómez, 2000, p. 133).
  5. Algo que si bien no es completamente original, ya que tentativas similares se habían insinuado antes en Chile –Hacia el Oriente (1905) de Inés Echeverría y Las pagodas ocultas (1914) de Vicente Huidobro, por ejemplo– y visto en el mundo –baste recordar los universalmente conocidos Siddhartha (1922) y El profeta (1923) de Hermann Hesse y Khalil Gibran–, se desarrolla y cristaliza con su obra en el ámbito de la poesía nacional.
  6. Ambos poemas de La violeta y su vértigo (Acevedo, 1942, pp. 19-22 y pp. 27-28).
  7. Esta última reflexión surge especialmente a partir de la inexplicable –pero al mismo tiempo, reveladora– exclusión de Olga Acevedo de la llamada Antología de la poesía religiosa chilena de Miguel Arteche y Rodrigo Cánovas, un libro de casi setecientas páginas cuya selección de textos cubre un período de más de 500 años (desde manifestaciones prehispánicas hasta poemas realizados por autores nacidos hacia 1970). Desconociendo las razones de este silenciamiento, y por lo tanto, solamente desde el terreno de la especulación, cabe preguntarse: ¿esta marginación se habrá debido a que la poesía religiosa de Acevedo incorpora elementos que se oponen al dogma cristiano, como por ejemplo la idea de que para acceder a Dios no basta la fe sino que es necesario adquirir un conocimiento secreto? A riesgo de parecer rebuscado o simplemente absurdo, creo que la pregunta es válida considerando que dicha antología es una publicación de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
  8. Ana Traverso en un reciente e iluminador artículo –“Ser mujer y escribir en Chile: canon, crítica y concepciones de género”– no solo ha destacado esta situación, es decir, las dificultades que las obras escritas por mujeres han tenido para ser consideradas e incorporadas dentro del canon literario nacional, sino que también –y he aquí lo más interesante– identifica y analiza los dispositivos que éste utiliza para excluirlas, entre ellos, la “masculinización de la escritura”, la “infantilización”, la “reducción autobiográfica” y la “deshistorización”.
  9. Eclecticismo que fue prontamente advertido por Gabriela Mistral en una carta enviada a la propia autora, no sin hacerle una crítica velada al respecto: “Usted, como yo, quiere mucho a su Buda, pero no suelta la mano de N.S.J.C., y tiene un furioso internacionalismo, pero es sólo Chile lo que le rezuma del corazón. A esta Olga mudadora de moradas y en verdad clavada en un solo patio, yo me la sigo queriendo. Algún día Ud. va a deshacer algo de la ruta hecha por un tirón criollo, y yo daré algunos pasos adelante. Entonces estaremos juntas y sin discusión ni literaria ni social” (Acevedo, 1948, p. 70; las cursivas son suyas).
  10. A pesar de que los rudimentos de la llamada “Filosofía Perenne” ya se habían esbozado en Occidente en el proyecto filosófico de Leibniz (en Oriente esto se remonta al antiquísimo concepto hindú de Sanatana Dharma, “la verdad eterna e inmutable”), es en el siglo XX –particularmente en su primera mitad– cuando ésta alcanza su mayor desarrollo y difusión. Desempeñan un rol clave en este “renacimiento” la Teosofía (movimiento filosófico-religioso-esotérico de gran influencia que reactualizó varios de sus principios, entre ellos, la idea de que hay una única verdad que constituye la base de todas las religiones), los escritos de autores “tradicionalistas” como René Guénon y Ananda Coomaraswamy, los estudios llevados a cabo por los miembros del Círculo de Eranos (Mircea Eliade y Henry Corbin, por ejemplo), y sobre todo el libro de título homónimo que Aldous Huxley publicó en 1945 donde explica de manera clara y sistemática sus principales planteamientos, popularizando el término.
  11. Los Tatwas o Tattvas (palabra sánscrita que significa “esencia”, “principio”, “verdad” o “realidad”) son de acuerdo al Hinduismo “los principios constitutivos del cosmos […] de lo real” (Arnau, 2012, pp. 53-54). El número de éstos varía dependiendo de la escuela filosófica. La Teosofía los ha reinterpretado posteriormente como “corrientes” o “vibraciones” del Éter, la sutil esencia espiritual que compenetra el espacio y todas las cosas.
  12. "Jesús era sólo un hombre. Fue uno de los arquetipos, uno de los grandes hombres del pasado, pero no divino y ciertamente no el único medio de redención de la humanidad perdida. Estuvo al nivel de los otros grandes hombres del pasado, como Aristóteles, Platón, Pitágoras y Mahoma. Su vida y leyenda no fueron diferentes de la de Krishna, el dios hindú. Él es el hijo de José, no el hijo de Dios" (Shaw y McKenney, 1988, pp. 126-127).
  13. “[…] Obra del Iniciado! Gloria del misionero de la Luz! Realización del Súper-Hombre!” (Acevedo, 1927, p. 256); “Y apareces tú, oh alma bienamada, en ese mismo resplandor azulceleste, con la gran cruz del iniciado y su portentosa magia creadora” (Acevedo, 1951, p. 17).
  14. “Se limpiaron los suaves horizontes. Una paz de ala blanca / se esparció por los ámbitos más íntimos del alma. / Y aunque herida, enlutada por la prueba más dura, / el mayor de los ángeles que vigila mi casa / me reveló el secreto. Y me colmó de estrellas, / de fulgurantes dones y apasionados frutos” (Acevedo, 1968, p. 56; las cursivas son mías).
  15. “[…] No olvidaré nunca tu amor de padre, compañero y amigo: tu imagen de sacerdote joven, leyéndome no sé qué libros de antiguas religiones y extrañas literaturas” (Acevedo, 1927, p. 210); “Este es Maestro, el punto exacto de aquel vórtice herido, no olvido un solo detalle de ese dédalo inextricable, conservo aún la sangre seca entre los dedos y el amargo sabor de aquel llanto sin consuelo” (Acevedo, 1962, p. 9).
  16. “El simbolismo de la montaña […] contiene el de la altura y el del centro. En cuanto alta, vertical, elevada y próxima al cielo, participa del simbolismo de la trascendencia; en cuanto centro de las hierofanías atmosféricas y de numerosas teofanías, participa del simbolismo de la manifestación. Es así el encuentro del cielo y la tierra, la morada de los dioses y el término de la ascensión humana. Vista desde lo alto, aparece como la punta de una vertical, es el centro del mundo; vista desde abajo, desde el horizonte, aparece como la línea de una vertical, el eje del mundo, pero también la escala, la pendiente a escalar” (Chevalier, 1986, p. 722; las cursivas son mías). Todas las religiones tienen de este modo su montaña sagrada. En el caso del Cristianismo ésta se encuentra especialmente entre sus autores espirituales. Así, las etapas de la vida mística son descritas por San Gregorio de Nisa y Pseudo Dionisio –en Vida de Moisés y Teología Mística, respectivamente– como el ascenso al monte Sinaí y por San Juan de la Cruz como la subida al monte Carmelo, por ejemplo.
  17. Así es. Hay muchos planos, muchos grados, gamas y estados síquicos en lo Infinito”; “Fuimos llamados a la Vida por un Pensamiento del Absoluto, según sus propios Planos trascendentales”; “Nosotros que somos rayos de su Divina Luz ¿no participaremos también de esta maravillosa fuerza creativa? Formulemos pensamientos de amor y de belleza y veamos de realizar nuestra Unificación con el Altísimo, tornándonos súper-hombres” (Acevedo, 1927, pp. 272, 291 y 292-293).
  18. Pensamiento que por medio de la razón no solo rompió la alianza con lo sagrado al negar cualquier tipo de trascendencia, sino que originó la división sujeto-objeto que redujo considerablemente las conexiones entre las cosas, con la consiguiente mutilación de la percepción y comprensión de lo Otro, de aquello que es radicalmente diferente al “yo” (véase al respecto Lévinas, 2002, pp. 59-64).
  19. Símbolo, que como lo señalan sus más eminentes estudiosos, no puede ser reducido y/o degradado a una mera operación racional: “la racionalización sería mortal para el símbolo” (Chevalier, 1986, p. 18); “El símbolo anuncia otro plano de conciencia diferente de la evidencia racional; él es la cifra de un misterio, el único medio de decir aquello que no puede ser aprehendido de otra manera. No está jamás explicado de una vez por todas, es como una partitura musical que reclama una ejecución siempre nueva” (Corbin, 1993, p. 13; las cursivas son del autor).
  20. Machismo que se refleja no solo en el papel secundario que éstas desempeñan dentro del clero (algo que solo puede ser catalogado como la punta del iceberg), sino que en el mismo receptáculo de la palabra de Dios, la Biblia, a través de una serie de mitos que “justifican y perpetúan la estructura patriarcal presentando como plausible, racional e inevitable la inferioridad femenina” (Caponi, 1992, p. 37), así como, a consecuencia de lo anterior, en la obra de ilustres teólogos –algunos de ellos llamados Padres de la Iglesia– que heredan y consolidan dicha visión (baste citar, como paradigmático ejemplo, el siguiente comentario de San Agustín de Hipona: “Es Eva, la tentadora, de quien debemos cuidarnos en toda mujer… No alcanzo a ver qué utilidad puede servir la mujer para el hombre, si se excluye la función de concebir niños”; De Civitate Dei 14, 11).
  21. Así, por ejemplo, el extenso poema “Abro mis alas removidas…” termina con una alegoría cuya primera parte podría interpretarse como una constatación de esta situación (la apropiación agresiva y excluyente de la facultad de mediar entre Dios y la humanidad, de representar y ejercer el poder religioso por parte de los hombres) y la segunda como un orgulloso desafío a dicho status quo mediante el develamiento de una espiritualidad propiamente femenina que ha subyacido al margen y que éstos no alcanzan a apreciar ni comprender: “Los clanes cargan con sus ídolos densos, inimitables en su cálido celo, sus cuchillos al cinto y los tambores a gran son. Y hasta les enviamos corolas y también palomas de colores y botellas floridas, mientras ellos sonríen como niños” (Acevedo, 1951, p. 11; las cursivas son mías).
  22. “Si la unión de la madre con el hijo descansa en una relación material física, que es perceptible por los sentidos y representa siempre una verdad natural, frente a esto la paternidad procreadora presenta en todos los aspectos un carácter absolutamente opuesto. Al carecer de relación ostensible con el niño, la paternidad no puede evitar evidenciarse como una mera ficción. Participa en el nacimiento únicamente a través de la mediación de la madre, y aparece siempre como una potencia secundaria, remota […] Estos rasgos característicos de la paternidad nos conducen a la siguiente conclusión: con la instauración de la paternidad, el espíritu, se emancipa de la naturaleza, y su victorioso desarrollo implica una elevación del hombre sobre las leyes de la vida material… Lo materno se adscribe al universo corporal del hombre, y mediante él mantiene su unión con el resto de los seres; el principio espiritual patriarcal se basta a sí mismo. Rompe la barrera del telurismo y eleva su mirada a las regiones más altas del cosmos. La paternidad victoriosa se vincula a la luz celeste, como la maternidad procreadora lo había hecho a la tierra omnipresente: la ejecución del derecho a la paternidad se presenta como labor del héroe solar uránico, mientras que la defensa y conservación del derecho materno siempre fue considerada suprema obligación de las divinidades catónicas matriarcales” (Bachofen, 1988, p. 102).
  23. Al respecto es interesante y reveladora la siguiente reflexión que hace Gershom Scholem acerca del patriarcalismo dominador del judaísmo ortodoxo y las consecuencias que provoca su rompimiento con lo matriarcal-simbólico: “Frente a la superunidad panteística de Dios, cosmos y hombre en el mito, frente a los mitos naturalistas de las religiones del próximo Oriente, el judaísmo intentó abrir una sima que separase las tres citadas esferas, una sima particularmente insalvable entre el Creador y su criatura. El culto sin imágenes del pueblo judío contenía una clara negativa, incluso más, una repulsa polémica al sistema de imágenes y símbolos en el que halla su expresión el mundo del mito […] Pero esta tendencia a proteger el concepto trascendente de Dios de todo enmarañamiento en lo mítico […] conduce a un vaciamiento del concepto de Dios. Para decirlo brevemente, la pureza se adquiere a costa de poner en peligro la viveza. El Dios vivo nunca se manifiesta en los puros conceptos […] todo lo viviente se expresa en símbolos” (Scholem, 1991, pp. 96-97; las cursivas son mías).
  24. Prueba de ello son las constantes referencias que en este libro se hacen a las personas que conforman a la Santísima Trinidad (particularmente al Padre y al Hijo), así como a María, quien desempeña, en este caso, el rol de la Madre Tierra: “¡María! Madre del amor, madre del que fue (del que Es) solo amor, joya perfecta, qué hermosa eres y con qué signo consolador relampaguea en la Eternidad tu emblema” (Acevedo, 1962, p. 23).
  25. Metáfora que Romain Rolland utiliza para describir la experiencia mística: “sentimiento o sensación de algo ilimitado, infinito, en una palabra, oceánico” (citado por de Certeau, 2007, p. 348).

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Fuente de fotografìas: "Olga Acevedo una vida para luchar". Por Raúl Mellado. El Siglo, abr. 14, 1968, p. 16.

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