[Nada es hombre, nada es tierra]. Por Soledad Fariña

El siguiente texto sirvió de presentación del libro de Emiliana Pereira, Nada es hombre, nada es tierra, publicado por Ediciones Overol. La poeta Soledad Fariña se hizo cargo de dicha presentación y al respecto nos dice: "Leemos el hermoso y enigmático verso que da título al libro: nada es hombre, nada es tierra, todo es mezcla, todo es eros sin jerarquía de reinos. (...) Un eros femenino se despliega desde un lugar oscuro, claro, sangrante, dulce, violento, sin juicio, sin culpa, donde la mirada adulta parece quedar fuera".

Nada es hombre, nada es tierra. Algunas reflexiones en torno al libro de Emiliana Pereira

Ella se soltó de la corteza y nació

Nacimiento, desprendimiento, génesis de materias preciosas de una secuencia insólita: huevecillos, esmeraldas, cuervos. No hay madre en este nacimiento, no hay parto, solo árbol y un nombre de árbol, abedul.
Hay una Ella y hay un él, el novio. Ella es la novia que enloda su vestido y la fiesta nupcial se convierte en su revés.
El collar de perlas se ha roto,
croan desde lejos los invitados,
los sabuesos buscan el olor a carne viscosa
y llenan los caminos de baba.
La transgresión está latente. Ella es ahora la Dama blanca que predice fatalidad. Animales y humanos se confunden en sus gestos, en su inocencia y ferocidad. Hay un niño pálido (todo es blanco y pálido) que saborea flores, rosas. Las espinas hienden las encías, hay sangre. Los sentidos guían el relato que toma la apariencia de cuento infantil, pero un cuento anómalo, erotizado.
Todo se escucha, se huele, se saborea, se mira. Los colores dominan el deambular de la niña blanca, del niño pálido, de las flores que pueden ser suaves, voraces, histéricas.
Los eventos concebidos como algo natural en el poema-relato parecen alimentarse, como los cuentos, de lo fantástico y maravilloso. Pero hay más, mucho más.
Ella, la niña, puede mutar, cambiar de piel y el deseo soterrado se abrirá a las palabras. No hay inhibición, no hay culpa, todo se puede hacer, decir, todo se puede sentir, el cuerpo que siente y desea es humano o animal o vegetal y se abre a olores, suavidad, aspereza, gemidos tenues, aullidos, ruidos. Las flores, los pastos, las hierbas, están por todas partes: adentro, de la cabeza, en la ensoñación, afuera, en el jardín.
Los colores dan su signo a las flores. Los tallos, los pecíolos se yerguen como pequeños o grandes falos amenazantes, pero a la vez aceptados, deseados.
Lo absurdo y lo fatal se mezclan a la sensualidad y el goce. Y el niño pálido de espinas en la boca piensa, por ejemplo, que la Iglesia no va a perdonar el absurdo. Los colores se adueñan de la escritura: del rojo al rosa (el color desvaído del pecho de las loicas muertas adentro de la iglesia)
Hay hendiduras profundas. “La niña clara” es mordida por un murciélago
La herida abrió como una boca
y como lengua subió por su pierna,
por su muslo, por su sexo.

El murciélago seguía ahí
atado a la canilla
y repetía la palabra “sed”.
Transformaciones, mutaciones. La niña cambia su piel. El camaleón observa y llora. En un pueblo deshabitado, ella se despoja de la piel, queda desnuda. La piel –el tacto– es el sentido que la diferencia de las flores, tal vez por eso “no copula con ellas”.
Pero solo hay desnudez. No hay escándalo. El “hombre” no domina los reinos (vegetal, animal, mineral). A veces es depredador, a veces presa. Los gladiolos también acechan, no son hombres, son “filamentos erectos”.
Cuando nace la aurora, aparece un yo, posesivo,
la aurora nació en la piel, / en mi piel. / En mis cueros podridos / y muertos.
El estereotipo de belleza de las imágenes modernistas se transforman, la piel suave de una niña pasa a ser “cueros podridos y muertos”.
La niña “de dientes de perla” es desdentada por feroces hadas.
La niña de dientes de perla –le decían– los dientes los dientes –esbozando una voz que aúlla o que ladra.
La “niña clara” es deseada por el hombre, pero a ella no le es posible satisfacerlo, “he venido yo a satisfacer a los ingenuos reptiles, a satisfacer a las bestias jóvenes que se esconden allá lejos”, le dice. La ofrenda ritual viene del hombre: una gallina sangrante que ella (blanca, apacible, vestida de lino claro) acepta y abraza.
Hay episodios de apetito voraz, una mujer devora a otra.
Qué miedo y qué hambre me da usted. –Y la tomó del hombro, le soltó el vestido y le
sacó un trozo de carne. La China se dejó engullir,
sintió los dientes de la Señora en su piel
Por fin, la niña asiente a la cópula: John C. inicia el escarceo amoroso mordiéndole una oreja y, no sin antes desmembrarla, él se introduce en ella: esta es la forma de la cópula total.
El mundo cotidiano de la cocina, la madre, las ollas, toman un giro inesperado, el pan en el horno crece a tal punto de abarcarlo todo: las calles, las casas… todo es pan.
La gente por de pronto se ha vuelto de harina, una harina blanca y cernida y la tierra también es harina.
Y entre gente y tierra se juntan por la brisa, se mezclan, no lo saben.
La tierra llega hasta sus sexos secos,
llega a sus ojos,
a sus lagrimales.
El hombre llega a las entrañas de las flores,
se convierten en polen,
en camanchaca,
se mezclan todas las cosas posibles
y así pasa,
nada es hombre y nada es tierra.
Y aquí leemos el hermoso y enigmático verso que da título al libro: nada es hombre, nada es tierra, todo es mezcla, todo es eros sin jerarquía de reinos.
Un eros femenino se despliega desde un lugar oscuro, claro, sangrante, dulce, violento, sin juicio, sin culpa, donde la mirada adulta parece quedar fuera.
El imaginario de Emiliana tiene una afinidad ineludible con el imaginario de Marosa di Giorgio, poeta uruguaya que nos visitó en los años noventa y que con sus libros, sus recitaciones y performances nos abrió a una extraña voz que venía de sus juegos en la granja, sus animales, plantas, bichos, de todo su volcán sexuado sin inhibiciones.
El mundo que Emiliana nos entrega en Nada es hombre, nada es tierra da continuidad a esa escritura erótica desinhibida, extraña, femenina. Sobre los textos eróticos extraños de algunas mujeres –Marosa di Giorgio y Armonía Somers, entre ellas– la poeta y académica rosarina Rosana Guardalá, ha pensado que "…El día que comencemos a leerlas más, sin miedo, sin el prejuicio de tener que leerlas con crítica literaria mediante, no solo las disfrutaremos sino también nos animaremos a que la poesía nos interrogue".
Estoy segura que la lectura del texto de Emiliana se gozará, nos asombrará pero también nos planteará algunas preguntas sobre el deseo o los deseos más oscuros y luminosos, los que no se enuncian porque no han llegado a aflorar a la ciencia, quedando solo en la loca o extraña poesía.

Soledad Fariña (Antofagasta, 1943). Es poeta, autora de El primer libro (Ed. Amaranto, 1985), Albricia (Ediciones Archivo, 1988), En amarillo oscuro (Editorial Surada, 1994), Otro cuento de pájaros (Ed. Las Dos Fridas, 1999), Narciso y los árboles (Cuarto Propio, 2001), Donde comienza el aire (Cuarto Propio, 2006), Ábreme (Ed. Corriente Alterna, 2012), Yllu (LOM ediciones, 2015), 1985 (Das Kapital ediciones, 2016).

Fuente de la imagen de Soledad Fariña: Memoria Chilena.

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