[Las zapatillas cuelgan pero los cables son totoras parpadeantes. Camarote de Nicolás Meneses]. Por Pablo D. Sheng

Pablo D. Sheng colabora nuevamente con La Calle Passy 061. En esta ocasión nos presenta Camarote, primer libro de Nicolás Meneses, publicado por Ediciones Balmaceda Arte Joven durante el 2015.

Las zapatillas cuelgan pero los cables son totoras parpadeantes. Presentación de Camarote de Nicolás Meneses.

“Vienes corriendo a encontrar un monstruo / con un aroma a nuez vuela sobre ti”. Estrujar el inicio del primer “ending” de Dragon Ball Z hasta que emerja de allí el recuerdo: un niño lanzándose en bolsa de basura por las faldas de un cerro de Buin. Esa es su visión de las cosas y así Nicolás Meneses me lo contaba por correo, hace poco más de un año, cuando recién armaba uno de los primeros borradores de Camarote.
Que todo sea como apretarse en una almohada, que en el caserón no solo se refleje la luna, sino la vida de dos hermanos fijados en la vista de lo cotidiano. Estos afectos, dirigidos por un hablante fotográfico, dialogan con lo que Arturo Carrera señala en una entrevista a propósito de su relación con el paisaje de la infancia. Carrera respondía que las imágenes de lo cotidiano –el humo del agua hervida en una casita de Coronel Pringles que podría ser la misma imagen que una ropa heredada– son una memoria que evoca hechos, territorios fundados fuera de estereotipos de la infancia y la pobreza. Acá Nicolás y Carrera coinciden en sus cruces: una cosa soñada, una breve marca del Papelucho o de Gokú, una cosa también perdida, un baile a la abuela por una moneda. La imaginación que se dispara sin luces, los intentos de sueños de estos hermanos nos dicen que la escritura puja, viene naciendo en la niñez. En Camarote, por cierto, el acomodo de un anidar se tensiona en buscar tal forma. Pareciera que en esa residencia, se ofrece una tierra de totoras, las fisuras de su casa, un paisaje que parpadea, las pisadas de un niño que corre por rieles oxidados. El logro: conquistar la imagen y, entonces, como un anhelo, este territorio proviene de ausencias: “La pequeña sombra del niño que hice llorar se esconde bajo un sol quemado” (12) o “Nosotros queremos salir de esto, pero un laberinto se forma con álbumes que nunca completamos” (12).
Desde la polvareda la imagen se traspone. Pienso en las películas de Takeshi Kitano: un niño que imagina a su madre en la playa (El verano de Kikujiro), en unos adolescentes que juegan baseball mientras la arena sarpulle sus pies (Boiling point), en movimientos robóticos de sumo, en maquinitas y muñecos flexibles, en el juego (Sonatine). Y es que las imágenes de Nicolás, como las de Kitano, despliegan gestos, movimientos de pies entre tablas, sabores como pan metálico, navidades hechas de zapatos colgados, dedos que cambian los canales, peleas alfombradas, suciedad; recursos que nos trasladan al recuerdo, a la incertidumbre vista contra el fondo, desnuda ante la incapacidad o, mejor dicho, ante la naturalización de abusos en un tiempo que se piensa en un pacto de memorias posibles, álbumes incompletos.
Nicolás eriza los afectos hacia los márgenes íntimos de un aprendizaje violento. Esta voz que encuadra sobrevive en su miseria que explaya humor, nostalgia y figuraciones que determinan tríadas, niveles de relaciones porosas del texto: una abuela que refriega sus dedos en las comisuras de los niños, el hermano que guía y la absorción, en dos niveles, del camarote, ese espacio donde los cojines, el olor a patas atraviesa “tierra en las uñas” (15), controles remotos, el Donkey Kong, las teleseries colombianas y venezolanas, imágenes de sueños en los que la intimidad es un relieve de Oliver Atom o de las transformaciones del super saiyajin.
Sus soportes precarios, medidos y leves, hacen de su escritura un paisaje no solo de la infancia, sino que reivindican afectiva y simbólicamente a nuestra generación. No es una visión estereotipada de la imagen, la televisión y el animé, pues mientras terminan todas las comedias en esta parte del mundo, se matan lagartijas, conejos, los hermanos se golpean, tiñen, por medio del espejo, su identidad que es ley ausente de los que no aparecen en este texto. Si hay ausentes, como el páramo, encarnan un rostro fijo de cada sutileza: “Bajar es una acción evasiva: la misión de jugarse la vida y lanzarse del colchón meado al pedazo de alfombra que amortigua el salto” (49).
La estructura de Camarote nos ofrece, al final, los créditos de un animé, saga que dura tres capítulos; sin embargo, con el gesto de irnos, nos metemos de lleno en el linde de ese paisaje que es la infancia. Si hubiera un gesto que definiera Camarote sería el parpadeo, por mostrar el riesgo de anidar(se), por ser un viaje de vuelta al tajo que es nacer. El linde de Camarote es su crédito. Una tierra, también, posicionada más allá, una frontera que dejó de balbucear para sobar otras palabras, agarrar y apoderarse del control remoto. Allí, en ese espacio, aún es posible que el recuerdo prolifere como extensión de los poemas que Nicolás traza en su celular Nokia. No hay otra vía más que un viaje de vuelta cuando en la capital no hay internet, todo cierra y la única opción es volver al olor a tierra mojada, a la ruta de un bestiario como el Buin Zoo, las fábricas, parcelas abandonadas, la totora que reluce seca y se anuda entremedio de tillas colgantes.

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