[Alrededor de Matria de Antonio Silva: una futura lengua]. Por Víctor Quezada.


***El texto que sigue fue elaborado y leído en el contexto de las Octavas Jornadas Andinas de Literatura Latinoamerica, JALLA. Congreso realizado en Santiago de Chile en Agosto de 2008.

He inventado una patria para los despatriados,
mi pequeña ítaca, mi futura lengua.

La discontinuidad de los discursos (históricos, sociales, teóricos en amplio espectro) es un problema tradicional pudiéramos decir y configuraría la apertura a una tradición de intentos de ruptura, o crítica. Pruebas fehacientes de aquello se encuentran sin mucha dificultad en las realizaciones literarias de estas ínclitas razas ubérrimas, donde ya la Alocución a la Poesía de Andrés Bello manifiesta dicha tensión discursiva. Los países sin tradición artística, aquellos que construían su república, reclamaban un Marón Americano a través del poema de Bello: Tiempo vendrá cuando de ti inspirado / algún Marón americano, ¡oh diosa! / también las mieses, los rebaños cante, / el rico suelo al hombre avasallado, / y las dádivas mil con que la zona / de Febo amada al labrador corona.


O en el mismo poema de Darío citado más arriba (Salutación del optimista. En: Cantos de Vida y Esperanza), donde tal gesto que se sitúa marginalmente respecto de una metrópoli que actúa a manera de centro, es repetido reforzando la idea de un reino nuevo, una lengua futura; a saber, un reino demorado, o para ocupar una palabra malintencionada, diferido (de différance): Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos / lenguas de gloria. Un vasto rumor llena los ámbitos; / mágicas ondas de vida van renaciendo de pronto; / retrocede el olvido, retrocede engañada la muerte; / se anuncia un reino nuevo…
Lo crítico de estos discursos inaugurales está en la relación que los dibuja desde un límite, definido su discurso por el límite mismo, pues es, al fin y al cabo tal espacio, configurado desde dentro (opositivamente o bajo una continuidad difusa), siendo asimismo su matriz de sentido: movimiento característico de una literatura menor.


Estas trazas –antes de seguir hay que atestiguar la belleza de esta palabra: traza; que a la vez que significa las líneas que configuran o atienden la realización de un proyecto o boceto, también nos dicen el carácter aparente, de invención, de falsedad de un asunto, tal vez de nuestras faltas al leer.
Un momento de importancia en el Quijote, capítulo XXIX, la aventura del barco encantado: que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más. Mucho más importante en la medida en que este episodio se vincula con América, en la medida en que señala el curso de territorialización de una literatura y traza un viaje y prefigura un motivo:

Sabrás, Sancho, que los españoles y los que se embarcan en Cádiz para ir a las Indias orientales, una de las señales que tienen para entender que han pasado la línea equinocial que te he dicho es que a todos los que van en el navío se les mueren los piojos, sin que les quede ninguno, ni en todo el bajel le hallarán…
Esto da risa mientras comporte un discurso del pliegue (especialmente barroco), pero sitúa una angustia que se manifiesta en A. Bello, en Darío, en José Asunción Silva, Herrera y Reissig, Huidobro, Parra, Lihn y Teillier, Javier Bello o el poeta Antonio Silva: poeta que es el motivo y comienzo de este texto; como también –y esta vez en los dominios de la cinematografía- con el primer largometraje del joven cineasta chileno José Luis Sepúlveda, El Pejesapo (2007); una tradición de angustia expresada en el Yo no puedo más del Quijote, que fue signo de la incomodidad de un personaje (no) tradicional si esto se lee como aquella crisis de las generalidades dentro de un marco de conceptos donde ya no más se obedece a una conceptualidad medieval sino lateralizándola en la escritura a través de la parodia (‘lo que está junto al canto’); pues Don Quijote, estrictamente ceñidos a este sentido, todavía es efecto de un enunciado medieval, aunque lateralice paródicamente o se lea una irónica intención autorial que no hace más que -al decir lo contrario- trabajar bajo un mismo plano conceptual. Un Yo no puedo más que en los ejemplos de Andrés Bello y Darío obedece a un ánimo fundacional a través de una restitución ideológica o las trazas de desterritorialización lingüística como afán político (una continuidad difusa, al menos en Bello), donde la articulación individual del enunciado remite y adquiere un valor colectivo, haciéndose colectiva la expresión: Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, / espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve!.
Por lo tanto, la relación entre una literatura que se funda y otra ya fijada en un momento de futuro esplendor (el siglo de oro: que fue una futura lengua. Valga aquí de nuevo una pequeña digresión antes de continuar:

*Don Luis de Góngora y Argote. Las palabras: caverna / pálidas / candor / purpúreas / cándidos / estival / conculcado / errantes / excelsa / vinculó / formidable / libar / opaca / joven / precipita.
Todas esas palabras cultas en extremo para su momento de producción y ridículas en la visión del más satírico Quevedo (Receta para hacer soledades en un día):


“Quien quisiere ser culto en sólo un día,
la jeri (aprenderá) gonza siguiente:
fulgores, arrogar, joven, presiente,
candor, construye, métrica armonía;

poco, mucho, si no, purpuracía,
neutralidad, conculca, erige, mente,
pulsa, ostenta, librar, adolescente,
señas traslada, pira, frustra, arpía;

cede, impide, cisuras, petulante,
palestra, liba, meta, argento, alterna,
si bien disuelve émulo canoro.

Use mucho de líquido y de errante,
su poco de nocturno y de caverna,
anden listos livor, adunco y poro.”

Todas estas palabras vienen a ratificar la importancia de Góngora en nuestra lengua, asimismo yo soy joven. Cito a Federico García Lorca: "Si Quevedo viera el gran elogio que hace a su enemigo".

*Y el lenguaje compartido a su vez. Aceptar lo nuevo, siempre y cuando se haga sobre el reconocimiento de un lenguaje compartido: conocimiento de la lengua, código, retórica, géneros, temas, motivos, tópicos: la tradición. A fuerza, el espacio de un significante: tropo-topológico. La verosimilitud existe allí donde se reconoce el trabajo sobre un lenguaje compartido: la novedad que escapa pierde verosimilitud o el porvenir la acepta bajo la sentencia de una diferencia imposible:

*Espiritualizadísimamente, una ‘palabra endecasílabo’: adjetivo superlativo vuelto adverbio a la vez que el verso final del soneto Idilio Espectral de Julio Herrera y Reissig ¿fue o será una palabra por venir?

*Entonces ¿qué palabra futura le entregaría Antonio Silva al castellano?)

Y ahora seguimos: la relación entre una literatura que se funda y otra ya fijada en un momento de esplendor obedece, como es mi intención expresar, a ese momento álgido (piénsese en la frialdad de esta palabra, como también en el carácter psicológico de la palabra ‘frialdad’: lo pensado, calculado ya desde antes), momento álgido de patetismo que es la conciencia del personaje Don Quijote de la inadecuación de su discurso (que ya había abandonado todo arcaísmo al momento desta aventura) respecto de las nuevas reglas del mundo ficcional, que es, a grandes rasgos, la querella entre neoclasicismo y romanticismo en Bello, entre Romanticismo y Modernismo en Darío. En suma, la querella de un esquema conceptual que no alcanza a describir cabalmente una realidad del sujeto y la expresión poética: una realidad lingüística que es pura diferencia.

Pero creo que hay otro problema, ahora en el ámbito de la crítica o de los estudios literarios, que pienso es semejante al de la tradición / transición que trazamos arriba, y es el del presupuesto de transparencia que ciertas conceptualidades teóricas otorgarían al leer un objeto literario, por ejemplo: la teoría estructuralista, en aras de una objetividad científica devenida del pensamiento de la lingüística estructural, nos hablaba de la supuesta suspensión referencial del enunciado literario dado el predominio de la función poética (en el esquema de la comunicación de Jakobson), defendiendo así una radical autonomía de la literatura, cuestión que en sí misma limita ciertas lecturas que, de otro modo, se ven firmemente enriquecidas, como en el caso de la narrativa del chileno Germán Marín (pienso ahora en Ídola) o en la novela póstuma del también narrador chileno Mauricio Wacquez Epifanía de una sombra que, abordada bajo ciertos parámetros biográficos, podría afirmarse una ficcionalización del discurso autobiográfico. O también en la perspectiva post-estructuralista -principalmente desarrollada a partir de filósofos como Jacques Derrida- donde esta separación tajante entre realidad y ficción (que es básicamente la separación entre lengua y habla, significado y significante, entre grammé y phoné) se vio corroída pudiendo leerse todo como escritura, entendiendo escritura en un sentido presumido irreductible como “la inscripción y ante todo institución durable de un signo”, perdiéndose el contorno del objeto literario y estudiándose menos las grandes obras o los grandes géneros literarios, que los discursos en ellas, es más, estudiándose «todo tipo de discursos».

Este problema de adecuación y transparencia es pertinente, sostengo, para el caso de Antonio Silva, poeta generalmente leído (las veces que se lo ha tomado en cuenta) bajo perspectivas discursivas de género y/o bajo presupuestos generacionales, lecturas válidas de por sí pero reductoras y que desatienden lo que en palabras del poeta Raúl Zurita (autor de la conflictiva antología de poesía chilena joven Cantares. 2004) viene a ser la continuidad de los discursos fundacionales de las literaturas latinoamericanas; discursos tradicionales que sin mayor contacto en su tiempo pudieron llegar a enfoques afines dada una relación de oposición y/o continuidad respecto de una literatura mayor, poniendo énfasis -ahora en palabras de Enrique Lihn- al aspecto nacionalista de estas literaturas: “Se trabajaba en un sentido bastante homogéneo, partiendo más o menos de las mismas premisas, partiendo de la misma asimilación, de las mismas corrientes literarias europeas que actuaron más o menos simultáneamente sobre cada uno de estos campos separados de nuestra literatura”.

Así, el privilegio que se hace en Silva de una lectura de género acentúa la relación entre el sujeto travestido, el cuerpo y el texto, donde texto y cuerpo pueden válidamente identificarse en virtud de una oposición bastante simple con el aparato represor de una –en palabras de la crítica de literatura Patricia Espinosa- “hegemonía sujeto blanco, masculino, hétero, letrado” que en última instancia es la relación con la imposición violenta de una lengua, pero que no se reconoce en los términos de su verosimilitud literaria, vinculación que sí expresa Zurita a través de la figura de César Vallejo . Una crítica con causa -como dice el profesor Bernardo Subercaseaux en Historia “personal” de la crítica literaria en Chile-, causa que trata de obedecer a cierta tensión política de reconsideración de lo marginal en un sentido amplio y del sujeto homosexual en particular, todo en relación a un centro que lo limita y define: otra pregunta, claro, sería de la de la existencia de un centro y qué pudiera llegar a significar esto como también lo marginal, tal vez ya incaracterizables.
Por otro lado, la lectura generacional, principalmente sostenida por el poeta Héctor Hernández Montecinos (nacido en 1979), representante a su vez y gestor de otro movimiento generacional en la poesía chilena joven: los novísimos (aquellos poetas que comenzaron a escribir en el nuevo siglo, caracterizados por una reivindicación de la poesía de dictadura y situados bajo una oposición a la poesía de los noventa que consideran literatosa o academicista y tibia en términos ideológicos o radicalmente desideologizada, donde Silva sería la excepción que confirme la regla: este fenómeno, que por ahora se entiende solo en relación a tres o cuatro nombres de los cuales Hernández es el de mayor importancia editorial, debe, por cierto, estudiarse y queda como un tema de total prioridad en la visión de las ficciones generacionales en la poesía chilena, puesto que envalentonados con el vocablo han ganado –con pleno derecho me parece- un lugar visible dentro del escuálido medio chileno y con ciertos matices interamericanos a través del encuentro de poesía joven Poquita Fe que en sus tres versiones pasadas (2004, 2006, 2008), han logrado la interacción con poetas de casi toda Latinoamérica). Esta lectura generacional, carente de rigor en lo que a la crítica literaria tradicional se refiere, repite las mismas debilidades de aquellas perspectivas de aglomeración que abogan por el descubrimiento de un programa, una estética y una idea comunes: no sólo en Hernández, sino que también en algunas publicaciones antológicas que se arrogan rigor académico tomando como parámetro de inclusión el de una primera publicación dentro de los años noventa siendo, no obstante, incluidos poetas que publicaron recién entrado el siglo XXI.

Estos dos ejes de lectura que reconocen en Antonio Silva un valor -menos en una lectura de género, sustentable en términos críticos, que en la difusa perspectiva generacional que ha llegado a decir que la producción de Silva se sitúa como una bisagra generacional (cosa que muy poco significa)- vienen a demostrar, primero una perspectiva que puede ser fácilmente una moda que responda a las generalidades en boga dentro de nuestro pequeño circuito de producción textual (literaria y crítica) y que no alberga, sin embargo, ninguna o casi ninguna posibilidad crítica académica en sentido estricto, sobre todo dentro de las universidades chilenas tradicionales y, segundo, un acercamiento errático que al poner énfasis en dichas generalidades o malentendidos, olvida que la poesía ocurre, sucede o manifiesta una continuidad, en el espacio limitante, generador y matriz de la tradición literaria que, aunque construida bajo la discontinuidad, la ruptura, la crítica o la traza, al parecer encuentra en su redescubrimiento un sentido primordial: vislumbrada la labor del poeta y del crítico tal un reconocimiento -como diría Enrique Lihn- de la mentada conciencia del pasado.

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