[Roberto Arlt: El juguete rabioso y la ciudad]. Por Juan Manuel Silva.


La ciudad es un lenguaje mudo. Según Wittgenstein: “Un laberinto de callejones y de plazas pequeñas, de casas viejas y nuevas, de lugares de vivir agrandados en tiempos más cercanos, todo ello rodeado de suburbios con calles derechas, en las que hay casas uniformes”. Un lenguaje que busca hablarnos, que busca hacernos presente su verdad, su contenido espiritual. Pues la ciudad como lenguaje hospeda en sí su alma, su aura.

Es ella la escritura moderna del humano sobre la naturaleza, pues el humano construye en vida mediante la ética; así, su hogar es la escritura que ha trazado para su familia. Pero no es la lengua humana la que habla la ciudad, su lengua es la lengua de la naturaleza, pues construida conserva la mudez y el luto. En el caso de Buenos Aires, podemos apreciar que ha sido el espacio de múltiples batallas, ya sea liberadoras u opresoras; múltiples festejos e infinidad de transiciones entre estadios culturales y sociales: de vital importancia es considerar el de las inmigraciones que, en el caso de Argentina, constituyó luego la heterogeneidad de culturas que cohabitan su espacio. Polacos, italianos, españoles, alemanes y franceses, entre otros, llegan desde principios del siglo XX (y antes) a Santa Maria de los Buenos Aires. Algunos vienen con sus equipajes llenos, otros con lo puesto. Y son estos últimos los que -como en toda revolución lingüística- comienzan a socavar el purismo de la lengua, contaminándola con la nostalgia del exilio: el lunfardo; muchos de ellos son relegados a las villas, a los arrabales, tal y como ocurrió en el Paris del siglo XIX con los traperos, apaches y mohicanos. Y es en esta disgregación que la manzana puede ser el pecado y la redención, en tanto límite de un mundo del cual no se conservan reglas. Como el mosaico, también, que ha de provocar el recogimiento y la contemplación, pues “es propio de la escritura detenerse y comenzar desde el principio a cada frase. La forma de exposición contemplativa, más que cualquier otra, tiene que ajustarse a este principio. Pues su objetivo no es arrebatar al lector, ni tampoco entusiasmarlo. Sólo está segura de sí misma cuando lo obliga a detenerse en los momentos de contemplación” (W. Benjamin: El trauerspiel). Así es como la ciudad fragmentada se dispone ante los ojos del lector, doblemente en su potencialidad de sentido: primero, como límite, desde la marginalidad obligada de los exiliados y olvidados, donde se puede leer la aparición del contenido presencial del alma (o verdad de la ciudad); y como mosaico, en la medida en que presenta -dado su carácter fragmentario y no lineal- la coyuntura de fenómenos que, al alinearse en la atmósfera de cemento, en un centelleo revelan la constelación.
Debemos considerar, además, un tercer aspecto, que será fundamental para la presentación de la ciudad como lectura: el amor. Roland Barthes (La aventura semiológica), nos introduce a su semiología urbana de esta manera: “las reflexiones que voy a presentar ante ustedes son reflexiones de amateur, en el sentido etimológico de la palabra, amante de los signos, el que ama los signos, amante de ciudades, el que ama la ciudad”. De esta manera, la lectura de la ciudad se da en el ámbito amatorio, como la búsqueda y persecución de la belleza en cuanto verdad. Persecución reveladora de la trágica belleza crepuscular de lo sin nombre, de lo innombrado que tampoco recibirá nominación.
Como todo lector de la ciudad fragmentaria y constelar, Roberto Arlt busca traducirla; en términos benjaminianos, conservar en una lengua pronunciable aquello que es en sí comunicable.
Aquello comunicable en la ciudad es la narración, pues la ciudad escindida es el objeto amado, el objeto bello de contemplación, en el cual el secreto es revelado a quien haga justicia de esa experiencia. Dicha narración, a diferencia de los poemas de Charles Baudelaire, presenta la discontinuidad temporal en el recuerdo. De modo que, la experiencia de la ciudad en el contemplativo Astier es la experiencia del recuerdo, de la nostalgia, de la selección de fragmentos a leer. Al igual que como lúcidamente diera cuenta Benjamin acerca del mismo Baudelaire, Arlt escoge las figuras límite y los espacios comunes.
En torno a los espacios kitsch, Arlt se enfoca en muchos de sus escritos y, especialmente, en El juguete rabioso, en la figura de la calle. “La calle Corrientes, todavía estrecha pero igualmente llena de movimiento, lo intimida. Él quisiera conquistar la ciudad, esa ciudad que comienza en Callao y termina en Esmeralda. Lo posee el mismo estado espiritual que a un inmigrante, que a un hombre de provincias. Ese tramo encerrado entre Callao y Esmeralda es la gloria, son las mujeres hermosas, el amor, la dicha, todo lo que parece inconquistable y lejano” (Roberto Larra. El torturado). La calle enigmática que se le presenta como una alegoría, como una imagen dialéctica que en sí resume la coexistencia de la utopía y la catástrofe, aparece en El juguete rabioso en la imagen de la calle Lavalle: “Eran las siete de la tarde y la calle Lavalle estaba en su más babilónico esplendor. Los cafés a través de las vidrieras veíanse abarrotados de consumidores; en los atrios de los teatros y los cinematógrafos aguardaban desocupados elegantes, y los escaparates de las casas de modas con sus piernas calzadas de finas medias y suspendidas de brazos niquelados, las vidrieras de las ortopedias y joyerías mostraban en su opulencia la astucia de todos esos comerciantes halagando con artículos de malicia la voluptuosidad de las gentes poderosas en dinero.”
Asimismo, como para Arlt el caminar por Corrientes era una suerte de vagabundear por los espacios de la mercancía, del kitsch, de la reducción del mundo, para Astier, la calle Lavalle era fecunda en imágenes dialécticas. En primer lugar era el lugar de la belleza y la cultura, por otro lado, esa belleza era sabida por él como superficial y vana, así como también había ya en él un desprecio ligado a la fascinación en torno al cine. En esa dialéctica de fascinación y desprecio, está la figura de la librería de Don Gaetano como la “caverna de los libros”. Y es justamente la luz del cine la que alumbra la librería, así como la ramplonería coexiste con la fascinación en el cine, la luz de la literatura y los libros, se ve encerrada en las sombras de la caverna, sombras que han de ser la realidad: los trabajos y los días en la alegoría del mito de la caverna platónica.
En este deambular y callejear por lo kitsch, por lo común que esconde la contradicción, el mismo Astier es capaz de leer en esa calle, la ruina de lo que fue en algún momento la lectura dialéctica baudeleriana: el flanêur y los pasajes de París. Como en una parodia, (o para-ode: junto al canto), Astier ve en su propio vagabundear las marcas de la extrañeza en la contemplación. Pues inmediatamente después de haber disfrutado de la contemplación del fragmento urbano, se muestra: “Avergonzado, pensaba en la traza de pícaro que tendría; y para colmo del infortunio, como pregonando su ignominia, los cubiertos y platos tintineaban escandalosamente. La gente se detenía a mirarnos pasar, regocijada con el espectáculo. Yo no detenía los ojos en nadie, tan humillado me sentía, y soportaba, como la mujer gorda y cruel que rompía la marcha, las cuchufletas que nuestra aparición provocaba.”. De esta manera, en Astier estaría dándose la lectura dialéctica, en tanto ruina de la lectura del interior/exterior que implicaban los pasajes. Astier como rudimento, sería no más que un recuerdo de lo que fue el flanêur en París. Recuerdo de la lectura de Baudelaire, y también, recuerdo desde la aparición del flanêur como el ciudadano que era capaz de perderse en la masa y a la vez encontrarse en ella como un ser no enajenado. Por otra parte, la calle como acumulación de tiendas, ya había fragmentado la unión del pasaje, en tanto miniatura de la ciudad, y espacio del adentro/afuera. Aunque, no debemos dejar de considerar, que Astier, al igual que el flanêur, desprecia el trabajo, regocijándose en la contemplación de las masas y en el descubrimiento de su extraño mecanismo. También Astier, como Arlt, es la introducción de la mirada extranjera y campesina en el gran mundo de la ciudad. Astier no es el personaje anestesiado que se mueve como un fantoche (aunque la alegoría del fantoche, en la novela, pareciera encriptar aquello) por la ciudad; si bien es un paciente de las fuerzas que controlan el mundo, esto no le quita meritos a la hora de plantear su particular lectura de la ciudad, en su estructura dialéctica, es decir, en la apertura del signo urbano, para revelar en él la contradicción de principios que coexisten, que como en el caso de la imagen de la calle, es el de la felicidad redentora utópica y el del espacio de la condenación, el escarnio. Así, en su lectura está presente la lucidez frente a la mercancía, y la embriaguez.

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Comentarios

Mario dijo…
Disfruto mucho de leer diferentes relatos y diversas historias. Siempre cuando viajo me inspira para conocer nuevos autores, y también para escribir mis propios relatos. Ya estoy con mis Pasajes a Paris en mano y espero que semejante ciudad me inspire mucho