[Apuntes sobre subjetividad.] Por Rocío Cano y Víctor Quezada

Hay, al parecer, una definición irreductible de la idea de significación. Definición que nos otorgó el desarrollo de la lingüística moderna, francesa en particular, y que continuó el estructuralismo; para quienes, un signo sólo es signo por su relación diferencial con otro en una cadena significante. La significación se define, entonces, como la relación entre un elemento y otro dentro del sistema de la lengua.


Después de esto ¿deberíamos sentirnos tentados a decir…? Decir algo, hablar. Quizás sea el gesto una garantía mayor respecto del entendimiento, el original señalar la cosa (Vico), o reaccionar frente al dios con un grito de horror que constituya su nombre (Adorno y Horkheimer). Aún así, estas alternativas -estas motivaciones- solo nos hablan del lenguaje bajo un criterio de identidad que establece su ley en lo originario, ya que «siempre propendemos a esa figuración ingenua de un período original en que un hombre completo se descubriría un semejante no menos completo, y entre ambos, poco a poco, se iría elaborando el lenguaje». Siguiendo a Benveniste (De la subjetividad en el lenguaje), esto equivaldría a oponer hombre a naturaleza, establecer que el lenguaje es un instrumento.
La proposición latente en estas últimas palabras es decidora, pues si el lenguaje no es un instrumento en la medida en que una flecha o una rueda lo son -construcciones humanas que se oponen a la naturaleza-, el lenguaje es (parte de) la naturaleza humana misma.
Por esta última proposición, es inaceptable para mí (y este para mí no nos involucra) una definición de la significación como la esbozada. Es, de alguna manera, irreal –adjetivo del todo intencionado-, lejana, pues yo sé de qué hablo cuando hablo, yo mismo soy yo mismo cuando hablo.
Sé de lo que hablo, sé, como sujeto parlante y a fin de cuentas, que hay una relación entre mis palabras y las cosas que designan, cuestión que me dice que hay, además, una adecuación completa (lo que no quiere decir que esta adecuación alcance un grado de isomorfismo) entre lengua y realidad, el signo cubre y rige la realidad. Y por la misma razón sé que no hablo de dos signos en relación diferencial y valorativa al hablar, sino que digo lo que hago o veo o imagino, a veces cuento. Si aceptara la definición con que parte este trabajo yo mismo no sería yo mismo para mí, o sea: el sujeto no sería necesariamente el portador de la significación. En tanto signo, sería un elemento más del sistema de la lengua: yo mismo es yo mismo, como A es igual a A.

Entonces, ¿no estaremos hablando de cosas distintas? La primera inclinación nos tienta a decir que hablamos desde posiciones diferentes: la mirada del lingüista difiere de la mirada del sujeto parlante (esta denominación, sin embargo, demuestra que hay sólo una mirada en estas líneas), por tanto, la lengua no es lo mismo para mí que para el lingüista. Segundo, yo hablo de la significación como la sensación de adecuación total entre la lengua y el mundo, no de la relación entre elementos de un sistema en una cadena significante. Habría que decir, sin embargo, que el planteamiento aquí de ambas posturas obedece a un error: hay que reconocer que hablamos de cosas diferentes.
Ciertamente, la significación, definida en términos estructurales, es una relación de oposición que genera el valor de los elementos respecto de su posición diferencial en una cadena sintagmática (tal como en un juego de ajedrez). Pero la estructura del sistema no es el habla, sino eso, su forma. Reconocemos ahora la dicotomía sobre la que se trabaja: lengua y habla. En la realización de la lengua por el sujeto parlante, en cambio, la significación se reconstruye, el habla (en aras de un entendimiento, de un contrato o ley -nomos) vincula las cosas con las palabras que ocupamos, re-apropiándolas (rodea el signo) en su presencia a través de la denotación o referencia. En estos términos, la significación se interpreta como la función referencial del lenguaje.
En suma -y para seguir la lectura que Benveniste hace del sistema saussuriano- hay una segunda dicotomía que procede de la primera y de alguna manera resuelve radicalmente este problema: la diferencia entre los planos semiótico y semántico de la lengua. Aquí se cifra la real distancia que hay entre las relaciones estructurales de los signos y la sensación de motivación que experimentamos al hablar.
Antes, es necesario otro rodeo respecto de esta diferencia, pues hay una palabra que ronda totalmente este campo y se sitúa a manera de interrupción: la arbitrariedad. No hay arbitrariedad en el signo lingüístico, si es que este es divisible en dos partes (significante / significado), el lazo que une significante y significado no es arbitrario, lo que equivale a decir que no hay arbitrariedad alguna en el plano semiótico de la lengua, y, esto, porque la relación que hay entre cada uno de los elementos del sistema es de tal carácter que una modificación del sistema o de los elementos los condicionaría recíprocamente. Puesto que no es conveniente (pertinente) en este plano la relación entre signo y cosa, el valor de cada elemento es un atributo de la estructura completa del lenguaje, a saber: “se mantienen en mutua relación de necesidad”. Lo que es arbitrario, como se entiende de lo anterior, es la relación entre el signo y la realidad; que un signo u otro (o ningún otro) sea aplicado a tal elemento de la realidad y no a uno distinto es lo arbitrario. La arbitrariedad es una característica del plano semántico de la lengua.

Ahora bien, el título de este apartado es el siguiente: “Apuntes sobre la subjetividad”. ¿A qué se va entonces con todo esto? La justificación es simple en alguna medida. Siguiendo a Paul Ricoeur, diremos que el punto de partida para toda reflexión sobre el sujeto, es más, para toda reflexión del sujeto como portador de la significación, es un punto de partida lingüístico pues es el sujeto una realidad lingüística, cuestión que constituye para Ricoeur, el desafío que la semiología propone a las filosofías del sujeto. “Así, el sujeto postulado por el estructuralismo requiere otro inconsciente, otra localidad (…), una localidad homóloga”.
Localidad que se presenta en la intersubjetividad como la posibilidad de que Yo sea Tú, opuestos sin embargo entre cada uno, y ambos a un tercero, la no persona o el ausente (Él), donde “la significación de Yo sólo se forma en el instante en que aquel que habla se apropia de su sentido para designarse a sí mismo”, o actualiza las formas vacías de la subjetividad que crean la categoría de la persona gramatical, siempre siendo otro.

Comentarios

Rocio Cano dijo…
que bueno escribir cosas en colaboración, jajajajaja.