[Una fábula intertextual: sobre la poesía de Eduardo Espina]. Por Juan Manuel Silva Barandica

Mira lo que has visto del poeta uruguayo Eduardo Espina, primer libro de Traza editora, fue lanzado el día jueves 27 de junio en el Aula magna de la Universidad Alberto Hurtado. Con la presencia del autor, la antología fue presentada por Simón Villalobos y Juan Manuel Silva Barandica.
Eduardo Espina nació en Montevideo en 1954. Entre sus libros más recientes, se cuentan La imaginación invisible. Antología 1982-2015 (2015) y Tsurnamis. Vol. 1 (2017). Destacan, además, sus poemarios Valores personales (1982), La caza nupcial (1993) y El cutis patrio (2004). Ha sido incluido en más de 40 antologías de poesía, entre ellas, la muestra Medusario (1996). En 1980 fue el primer escritor uruguayo invitado al International Writing Program de la Universidad de Iowa. Desde entonces, radica en un pequeño pueblo de Texas, Estados Unidos. En 2011 obtuvo la beca Guggenheim.

Una fábula intertextual: sobre la poesía de Eduardo Espina

“Señalamos, al tratar del contrapunto analógico, que Lezama construye una ‘fábula intertextual’ que compendia el devenir americano como una era imaginaria que suma y transforma fragmentos de otros imaginarios. Pero ese devenir, producido por el diálogo entre los textos americanos y los de otras culturas, es tan solo el trabajo del crítico al registrar las semejanzas y las diferencias entre ellos”.

(Cintio Vitier en Fascinación de la memoria: textos inéditos de José Lezama Lima. Editorial Letras Cubanas, 1993, 21).

Espina, con una respiración amplia, como de otro tiempo, a veces recuerda a otro célebre uruguayo: Lautreamont, quien delineara el contorno del horror moderno, entre la crueldad y una avalancha de descripciones no jerarquizadas, casi como intuyendo el sublime posmoderno, gracias a Dios, ya olvidado y sacramentado.
Espina trabaja con ritmo pendular, entre una máquina industrial y la persistente modorra de la conversación provinciana. Sus signos vienen tanto de la oralidad como del ensayo académico, mostrándonos a través de esta vacilación o venturosa indeterminación semántica la invalidez de ciertas jerarquías binarias, como uno podría recordar en esa célebre cita de Walter Benjamin, cuando plantea en las Tesis de la filosofía de la historia que todo documento de civilización lo es también de barbarie.
La intimidad, entonces, la enunciación queda y leve, así como la estridencia catedralicia, eminente y, al mismo tiempo, pusilánime, quedan en sordina gracias a una modulación consonántica y con leves aliteraciones, que plantea tácitamente un puente entre el mundo del futuro (mecánico) y del pasado (agrícola). Este puente temporal, lo es también en una cierta ontología dimensional, en la que la mirada pareciese hablarnos de lo exterior, cuando en realidad lo que se releva es la persistente insistencia de lo interno, lo mental, el libre desplazamiento de los signos a través de la sintaxis de la imagen. Puentes, como plantease Raúl Ruiz:
“Un día en que esperaban juntos una micro en París, allá por los años treinta, Marcel Mauss, luego de que Roger Callois le contara que escribía una tesis sobre la religión de los romanos, le contestó: ‘Espero que no tenga el mal gusto de sostener que religión quiere decir religar, unir, cuando nadie ignora el hecho de que toda religión estaba ligada a los pontífices, que son, etimológicamente hablando, los fabricantes de puentes, y que religión viene de nudo para unir la estructura de madera de los puentes, que la construcción de los puentes es un acto fundamentalmente diabólico que exige, al mismo tiempo, un santo patrón y un patrón demonio’. Ahora bien, el cine no es más que un puente. El cine fabrica puentes, construye puentes y es, al mismo tiempo, como un río. El cine es una serie de imágenes fijas que pasan a una cierta velocidad, creando la sensación de fluidez y de movimiento. El cine, como se sabe, tiene a su patrono en San Cristóbal, el portador de Cristo, y su demonio patrono sería Lucifer, ladrón de la luz, que es la palabra que usan los holandeses para referirse coloquialmente a los fósforos”.
Puentes que, sin embargo, son vínculos en sí mismos, no la mezcla entre los dos mundos conectados. Un barroco del suspenso, el que trabaja Espina, donde ni la proliferación ni el recato, cuando ni el drapeado ni el vacío alcanzan para describir la dinámica irregular, esa suerte de espíritu vital del mundo, que Espina reclama para sí, yendo a ciertos fundamentos metafísicos como la posibilidad de decir, con el único fin y solaz que el cambio constante, el desplazamiento que se basta sin completarse. Puentes que son imágenes y que nos conducen a la única posibilidad comunicativa, la del cine.


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