[Laura Palmer, nuestra señora de los deseos]. Por Rodrigo Olavarría

El pasado 7 de junio se realizó el lanzamiento en Santiago de Chile de Historial de las coníferas (Velando bestias, 2018) del poeta Samuel Espíndola. En la ocasión, Rodrigo Olavarría presentó estos poemas escritos alrededor de Twin Peaks en una deriva por un conjunto de obras pictóricas y el disco más reciente de Kanye West que, como la serie de David Lynch, dan cuenta de “la obsesión de nuestra cultura con el cuerpo de una mujer muerta”.

Laura Palmer, nuestra señora de los deseos. Sobre Historial de las coníferas de Samuel Espíndola Hernández 

Me gusta imaginar a los aedos de la Grecia antigua componiendo sus poemas épicos para acabar con el silencio en torno a los detalles de la caída de Troya o de los amores de Zeus. Me divierte imaginarlos como fanáticos que se deleitan en la composición de secuelas y precuelas cuyos argumentos todo el mundo conocía. Amo a esos hipotéticos poetas arcaicos y nerds cuyas obras enumera Proclo en la Crestomatía. Me es difícil no verlos como antiguos parientes de los fanáticos de Star Wars o Harry Potter. De hecho, la única forma en que me explico la composición de una obra como la Telegonía, el relato de la muerte de Odiseo a manos de su hijo Telégono, es la incapacidad de los poetas de conformarse con un punto final.
¿Estarán Esquilo, Sófocles y Eurípides entre los primeros cultores de la fan fiction? ¿Alguien duda que los motivos clásicos llegaron a ser tales gracias a la repetición obsesiva que de ellos hicieron poetas de todas las layas? ¿Qué motivos contemporáneos servirían para interpretar nuestra realidad y los significados que les damos a conceptos tan centrales para nuestras vidas como amor y deseo?
Parte de la lucidez de la operación realizada por Samuel Espíndola en Historial de las coníferas está en la consciencia de que, con Twin Peaks, David Lynch nos proveyó de una matriz operacional amplísima para examinar el deseo humano, su represión y sus oscuros vericuetos. Quizás esa debiera ser la vara de los nuevos clásicos; pienso, por ejemplo, en la estatura mítica de Humphrey Bogart, al final de Casablanca, dejando ir a Ingrid Bergman por el bien colectivo como matriz para pensar el compromiso político en el siglo veinte; en el James Dean de Rebelde sin causa como el eterno anuncio de una nueva masculinidad por venir, etc.
Los epígrafes de Historial de las coníferas plantean coordenadas temporales situadas en el siglo primero, el del naturalista Plinio el Viejo, y el siglo recién pasado, el de los poetas José Lezama Lima y Marosa di Giorgio, ambos obsesionados con nombrar no solo lo inmediato y verificable como flora y fauna latinoamericana, okapis y pangolines, sino aquello tan distante como el propio Plinio y el centauro Quirón. Pero qué animal es ese que busca nombrar Samuel Espíndola, qué misterio lo lleva a hurgar en los imaginarios y en la memoria televisiva de los años noventa. Por qué hace como Herman Melville en las páginas que preceden la búsqueda de la ballena blanca y recurre a las voces de otros para merodear con epígrafes el objeto de su obsesión.
Laura Palmer en Twin Peaks

El primero de estos epígrafes, el de Plinio, me hace pensar en un ser humano que tantea en la oscuridad, queriendo abolir su ignorancia ante los fenómenos del mundo y abarcar la vastedad de lo desconocido dentro del cuerpo humano, sobre todo, dentro de su mente y su naturaleza profunda. Samuel Espíndola cita:
“Los cuerpos de todos los seres pesan más muertos que vivos
y dormidos más que despiertos
los cadáveres de los hombres flotan boca arriba
y los de las mujeres boca abajo
como si la naturaleza preservara el pudor de las difuntas”
(Plinio el Viejo).
Ese “oscuro cuerpo hinchado / por el agua de los orígenes” (Lezama Lima) pertenece a una joven mujer llamada Laura Palmer y su imagen es uno de los más grandes íconos de nuestro tiempo. Y, aquí, cuándo digo ícono, lo hago pensando tanto en las imágenes de veneración religiosa como en las imágenes infinitamente repetidas por los medios. Pensemos en el rostro de Laura Palmer. Ella ya está muerta, el color de su piel es más que pálido, sus labios son azules, parece hecha de mármol o de marfil, como las vírgenes de Jan Van Eyck o La Virgen de Melun (1450) de Jean Fouquet, retrato velado de Agnès Sorel, amante y favorita de Carlos VII de Francia.
Jean Fouquet. La Virgen de Melun (1450)

La obsesión con la “cara celeste” y el “cabello rubio” de Laura Palmer (“antes que las magnolias y que los hombres / ardían ya tu cara celeste / tu cabello rubio”, Marosa di Giorgio) es la obsesión de todos los artistas que se atrevieron a examinar su subconsciente, vieron en sí el potencial destructor de la belleza y condujeron su trabajo hacia ese “légamo sexual” que los inculpaba. Pienso en los surrealistas y en los precursores de sus líneas de investigación, en autores como el marqués de Sade, Thomas de Quincey y Lautréamont. Y, más cerca de nosotros, en Vicente Huidobro cuando se hace cargo de la figura de Gilles de Raiz y en Alejandra Pizarnik merodeando a Erzsébet Báthory, la condesa sangrienta.
Leer los primeros poemas de Historial de las coníferas es bastante parecido a ver el primer episodio de Twin Peaks. El primer poema evoca la secuencia de los títulos, el aserradero, el río, los bosques; el segundo poema, la imagen de Ronette Pulaski caminando catatónica sobre un viaducto ferroviario; el tercero, la escena en que Pete Martell descubre el cuerpo de Laura Palmer, etc. Pero estos poemas no son descripciones de los eventos o las psicologías de los personajes de Twin Peaks. Yo diría que, más bien, estos poemas imponen al lector los hechos que gatillan la serie: el abuso sexual y asesinato de una adolescente perpetrados por el padre; y los utilizan para montar, sobre la indiferencia de los bosques y el río, sobre esos paisajes que preceden por miles de años a la humanidad, la raíz subconsciente de la violencia sobre los cuerpos de mujeres y niños. Y que esta operación, al estar salpicada de toponimias y giros lingüísticos chilenos, borronea la realidad de esta maqueta de un pueblo del norte de los Estados Unidos, revela sus sets vacíos y nos deja plantados en cualquier pueblo o ciudad de Chile.
John Everett Millais. Ofelia (1852)

Dicho esto, cabe preguntarse cuál es la obsesión de nuestra cultura con el cuerpo de una mujer muerta. Por qué el cuerpo de Ofelia, pintado por John Everett Millais en 1852, es una de las imágenes más repetidas de la historia reciente de la pintura. Por qué el cuerpo mutilado de Elizabeth Short, la Dalia Negra, es una presencia inamovible del inconsciente colectivo y nuestro imaginario. Por qué el propio Marcel Duchamp decidió dejar como legado póstumo la obra Étant donnés (1946-1966), una instalación que retrata un cuerpo de mujer aparentemente muerta sobre un nido de paja sosteniendo una lámpara.
Los dioramas que conocemos hoy están en museos de historia natural, pero estos se presentan en vitrinas, no así la obra Diorama de l’amour (1886) de Jean Aubert, una pintura que retrata una caja cerrada, el diorama del amor, al cual solo se puede acceder a través de un agujero (un peeping hole) al cual los inocentes se asoman para mirar mientras Cupido mueve los hilos de la representación del amor. Así también funciona Étant donnés, como una verdad que se revela solo a los que asumen el rol de voyeristas.
Jean Aubert. Diorama de l’amour (1886)

Duchamp tardó veinte años en completar el diorama de Étant donnés, compuso la figura femenina central con vaciados de los cuerpos de la escultora Maria Martins, quien fuera su novia, y de su esposa Teeny. Duchamp se refería a esta imagen compuesta de las mujeres que amó como: “Notre-Dame des désirs”, es decir, como una virgen, un nuevo objeto de veneración. Pero, ¿por qué “Nuestra señora de los deseos” está muerta? ¿Por qué sostiene una lámpara encendida? Una respuesta sería que Duchamp está dando voz a los deseos masculinos reprimidos, tal vez no a los deseos, sino a los impulsos que se desprenden de esos deseos y que nos regala un peeping hole, un agujero a través del cual examinar los impulsos primitivos que residen en la atracción sexual y el deseo.
Marcel Duchamp. Étant donnés (1946-1966)

Por supuesto, estoy hablando de impulsos ocultos por milenios de muy bienvenida represión. El poema que da nombre al Historial de las coníferas, y que cumple el rol de los créditos de Twin Peaks, aborda este tema inevitable desde el comienzo. Hay voces en el bosque, un coro antiguo que reclama, conectados entre sí, por la restitución de los que les han sido arrebatados y llevados al aserradero. El bosque oculta los secretos del subconsciente, los patrones del deseo, incluidos los de la llamada “masculinidad tóxica” que lleva, por ejemplo, a un hombre como Leland Palmer a sentirse amenazado por la belleza y la sexualidad de su hija o por el poder que su esposa tiene sobre él.
Esta línea de pensamiento me recuerda inmediatamente dos canciones de Ye, el disco que Kanye West hizo público la semana pasada. La primera se titula “I Thought About Killing You” y abre con la línea: “The most beautiful thoughts are always besides the darkest”: “Las ideas más hermosas están siempre al lado de las más oscuras”. Y, mientras Kanye improvisa en torno a ese verso, y nosotros nos preguntamos si cuando dice “killing you” está hablando de suicidarse o de matar a Kim Kardashian, el pitch de su voz cambia, haciéndolo irreconocible y luego volviendo a la normalidad, quizás en un guiño a su bipolaridad o a las fuerzas que operan por detrás de la consciencia. Luego, repite la línea inicial, cambiando “besides” por “inside”, para finalmente decir: “Las ideas más hermosas están siempre dentro de las más oscuras”. ¿Acaso está diciendo que el asesinato es una de las bellas artes?
Portada de Ye, de Kanye West
 
Lo que sí creo que está diciendo es que en medio del escándalo por su jockey con el eslogan Make America Great Again firmado por Donald Trump y sus afirmaciones sobre la esclavitud, Kanye resintió el llamado al orden de Kim Kardashian y el poder que ella ejerce sobre él y que sí, seguramente pensó en matarla, aunque solo lo diga para “saber cómo se siente decirlo” (“Just say it out loud to see how it feels / Weigh all the options, nothing's off the table / Today, I thought about killing you...”). Pero la guinda de la torta es "Violent Crimes", la última canción del disco, una especie de "Es mi niña bonita" de Lucho Barrios, donde Kanye habla sobre cómo se siente ser padre de dos niñas, North y Chicago. En la canción les habla directamente y les pide que no hagan yoga ni pilates y que ojalá se vistan más como él y menos como su madre, porque según él “niggas is savage, niggas is monsters”. Aquí, en el fondo, está hablando de sí mismo, del terror que siente ante la sexualidad futura de sus hijas y el deseo que pueden inspirar porque, de nuevo, “niggas is savage, niggas is monsters”. Pero dejemos a Kanye West en paz un momento.
Desde el primer episodio de Twin Peaks vemos instalarse la imagen del bosque como aspecto central de la historia. En el primer episodio, antes de llegar al pueblo, el agente Cooper le dice a Diane que ve árboles majestuosos y lo repite en su primera interacción con el Sheriff Harry Truman. En ese mismo episodio escuchamos a Margaret Lanterman, más conocida como la “Log Lady”, decir que hay muchas historias en Twin Peaks y que “todas tienen algo de misterio – el misterio de la vida – el misterio de la muerte. El misterio del bosque”. Ahí está la clave, en el bosque, en esa oscuridad desde donde emana la entidad demoniaca que llamamos Bob. El bosque es un símbolo del inconsciente humano que oculta los deseos reprimidos y la materia primitiva que nos constituye, los primeros ladrillos de nuestra identidad como especie. Es por eso que el bosque está tan presente en los cuentos para niños, porque los terrores asociados a él son universales y simbolizan los elementos peligrosos del inconsciente.
¿Qué elementos del inconsciente? Yo diría que aquellos asociados a los aspectos destructivos de la sexualidad, aquellos que evidencian que el sexo no se trata solo de placer, sino también de poder: de tenerlo, no tenerlo, desearlo, cederlo, etc. La crítica cultural Camille Paglia dice que en la oscuridad del deseo sexual masculino reside una de las mayores fuerzas creativas de los seres humanos, en ese aspecto del deseo que la mayoría de las personas prefiere negar. Puede que no estemos de acuerdo con todos los alcances de las ideas de Paglia, pero está en lo cierto al no concebir al ser humano como un “buen salvaje” o una tabula rasa desde la cual erigir una nueva sociedad. Es un hecho que debemos hacernos conscientes de las fuerzas violentas que nos habitan y enfrentarlas con reflexión y educación.
Virginie Despentes, en uno de los ensayos de Teoría King Kong, propone una ruta parecida cuando dice que los hombres, tan locuaces a la hora de hablar de todo, no indagan ni profundizan sobre su deseo. Despentes dice que este sigue siendo un misterio social y por eso insta a los escritores hombres a no ocultarse más y sacudir los árboles de su bosque para ver qué cae de sus ramas. Tal vez, eso es precisamente lo que hay que hacer, actuar como Kanye y decirlo para ver cómo se siente o tomar la máquina de pensar que nos legó David Lynch y escribir.



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