[Breves apuntes a partir de “El espíritu de la escalera” de Raúl Ruiz]. Por Drago Yurac

Drago Yurac (Santiago, 1996) escribe sobre El espíritu de la escalera, novela escrita en francés por el cineasta chileno Raúl Ruiz. En traducción de Mauricio Electorat, esta novela fue publicada por Ediciones UDP durante el año 2016.

Breves apuntes a partir de El espíritu de la escalera de Raúl Ruiz

A través de la lectura de El espíritu de la escalera (Ediciones UDP, 2016) de Raúl Ruiz –que trata principalmente sobre fantasmas que deambulan y cuentan o tergiversan sus historias en veladas de espiritismo– queda un embrollo grave con el lenguaje y sus articulaciones. La doble noción del muerto vivo que cuenta su historia y que, a su vez, –no en orden cronológico, sino a partir de una memoria entremezclada, confundida, traslapada con la inherente ficción del acto de recordar– genera una experiencia de lectura con sabor a paradoja. Y quizás ahí se configure algo, la paradoja como método del lenguaje, el asumir incluso abiertamente y en cada oración, la doble circunstancia del lenguaje.

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Sí, los recuerdos se instalan a mi alrededor. Pero hay que precisar que hay un lugar para cada cosa. Hay sobre todo un lugar para cada una de las partes del “entre-dos-yo”, que es como llamo a esta vida. A esta sobrevida (24).
Ruiz al proponer la narración de un fantasma y sus recuerdos en el París del siglo XIX, no cae en el juego simplista de una estructura icónica del fantasma, sino que se emplea en construir con todo la complejidad sintáctica que requiere, la experiencia fantasmagórica en su esencia, desde la primera persona, incluso en intentos de describir esa sobrevida en sí misma, en sus particularidades fuera de la vida de los vivos. Una fantasmagoría del recuerdo. Se insiste en las sombras, las tinieblas que deparan la vida del muerto vivo, donde nada pervive con claridad. La escalera, donde interactúa con un mendigo, es el templo de sus recuerdos:
Cada vez que me dan ganas de revivir mi pasado, me establezco ahí para invocar las sombras de antaño. Si digo “las sombras de antaño” no hay que creer que es una metáfora, de ninguna manera (24).
Notar la escalera como un símbolo de tránsito del subir y bajar a la vez y (ocupando el método Ruiz) al mismo tiempo notar que no es simbología.

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La realidad de la sombra en el personaje de Flanders, protagonista, es expresada luego de los intentos de los espiritistas por elaborar científicamente una “teoría laica del diálogo con los muertos”. Ante la evidente paradoja, que tiene cansado a Flanders, declara:
De acuerdo, no soy sino la sombra de mí mismo. La sombra de una sombra, incluso. ¡Así es! Las tinieblas se llevan como un sombrero, como un paraguas. ¿Cómo explican ustedes el desconcierto de un hombre que deambula eternamente bajo la lluvia? (152).
La angustia de lo caótico se cierne poco a poco sobre el protagonista, revelado en la confusión creciente del relato. A su vez, me contagio en la lectura de esa desesperación lingüística.

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¿La experiencia de la sobrevida es la experiencia caótica total con el propio lenguaje?

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La expresión francesa “el espíritu de la escalera” (L’esprit de l’escalier), refiere al pensar demasiado tarde la réplica perfecta que no dijiste de una discusión, lo que conlleva una sensación de pesar y arrepentimiento. Fue acuñado por el filósofo-enciclopedista Diderot cuando un comentario en una cena lo dejó sin habla y, luego, abandonando la reunión, saliendo por las escaleras, se le ocurrió el argumento perfecto para rebatir. Pero tarde.

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En la explícita dificultad que siente el narrador para describir su vida de fantasma, se recurre principalmente al diálogo, la mayoría de las veces confuso, intencionalmente confuso. Sin embargo, en esta permanente broma ruiziana se revela una manera de narrar: en el juego de la conversación y sus fracturas, los personajes intentan decir y desdecirse para a cada momento precisar los conceptos casi imposibles del lenguaje. Se explora un límite, a ratos sucumbiendo ante el sinsentido del habla, otras afirmándose con claridad en vueltas inesperadas del diálogo.

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La doble circunstancia del lenguaje implica que la frontera que inventamos entre ficción y no-ficción vea una invadir a la otra en sus dimensiones de memoria, relato, interpretación. Pienso en la propia dificultad de explicar la novela y caer en el desesperado intento de la precisión lingüística, ¿será esta la broma que intenta traspasar Ruiz? Pienso ahora en lo que implica la Broma y su dimensión de juego y, al mismo tiempo, de verdad. Otra paradoja a la colección.
También sería casi místico notar que Ruiz escribió la novela justo antes de su muerte, encauzándose en esto que parece ser una especie de ficción profética de una vida inventada, o semi-inventada. A ratos los recuerdos, vinculados a otra época, parecen ser los del autor.

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Insisto en la doble circunstancia del lenguaje porque me lleva a recordar la película La hipótesis del cuadro robado (1979), que parece ser otra broma gestada por este prolífico cineasta. En ella se sugiere, tal vez, la idea de que un ejercicio de interpretación puede “verse” tal como vemos una ficción, que las categorías de verdad en la reflexión sobre una obra son tan frágiles como una teoría conspirativa. El coleccionista que muestra su lectura de los cuadros en la película –muchas veces en tensión con ese narrador omnisciente en sus interpretaciones (y, al mismo tiempo, en tensión implícita con el espectador que puede o no creerle)– se ve obligado, para comprobar su tesis íntegra de los cuadros, a proponer la existencia de un cuadro faltante, una hipótesis de un cuadro robado que actúa como comodín para cualquier cabo suelto. Pienso en el mismo ejercicio de apuntes que estoy realizando sobre la novela.

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–Es más generoso que querer probar su inexistencia a partir de la historia verdadera de su vida entre los vivos.

–Si he entendido bien, ustedes quieren que imagine una vida en la que creerían a ojos cerrados.

–¡Sí, sí!

–Bueno, bueno… Confieso que soy incapaz de seguir su lógica, pero imaginarme una vida diferente de la que me ha tocado vivir no es algo que me desagrade.

–¡Lo sabía!

–Tengo que empezar de inmediato, supongo.

–¡Ah, no, no! No somos brutos… Tómese un tiempo para reflexionar. Le damos todo el tiempo que necesite.

–¿Y qué gano con todo esto?

–Ganará una vida.

–¿Qué vida?

–La que nos va a inventar, para nuestro gran placer.

–Ganará el privilegio de vivir “de verdad” lo que va a imaginar.

–¿Y qué ganarán ustedes en la operación?

–Tendremos el increíble beneficio de estudiarlo a usted, de ver en acción a un ser vivo dotado de todas las herramientas que la imaginación procuraba antaño a los humanos (167).

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La novela fue escrita originalmente en francés para una serie de autobiografías inventadas, de una editorial francesa (Fayard).

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En el mundo ruiziano de la permanente ficción se involucra también a la memoria:
–No pueden saber lo que ocurrió el año pasado, la semana pasada. La memoria es impotente para visitar el pasado. Hay que tener imaginación.

–¿Nos imaginamos el pasado?

–Esa es mi convicción. Todo lo que nos ocurre lo estamos imaginando, pero no de la misma manera. Ellos están obligados a construirse un pasado a partir de un esquema.

–¿De qué tipo?

–Buena pregunta. Un esquema temporal, dirían ellos (228).
El acto de recordar como un acto imaginativo implica que la memoria es una permanente reconstrucción desde un presente (el yo pende de una narrativa). Las investigaciones psicológicas ya lo han hecho notar, partiendo desde Bergson hasta las investigaciones empíricas actuales. Pienso en el personaje del fantasma de la novela e intento hacerme la idea de su acto imaginativo, perdido en tinieblas, como recordar un sueño que está permanentemente en vías de olvidarse. Ahora, el sueño también depende en su recuerdo de cómo es reconstruido para ser relatado.

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Sospecho que Ruiz se está riendo de esto que escribo, como un fantasma. Me gustaría responderle, pero ya bajamos la escalera.

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