[Algunas anotaciones sobre Té de jazmín de Julieta Marchant]. Por Lina Aguirre


Publicada por Marea Baja Ediciones en el año 2010, la plaquette Té de Jazmín, es el segundo trabajo de la poeta joven Julieta Marchant. Lee ahora una pequeña aproximación al texto, escrita por Lina Aguirre, Magíster en Literatura por la Universidad Javeriana de Bogotá.



Algunas anotaciones sobre Té de jazmín de Julieta Marchant

El tiempo no es siempre sincronía, ni la ciudad siempre territorio estable. Hay pasiones que detienen el tiempo; el amor lo alarga en giros placenteros, pero el miedo, el miedo es capaz de hacerlo geografía, de trasponer el tiempo en categorías que no le pertenecen y llevarlo a extrañarse de las suyas, de "lo perpetuo o lo fugaz, ya no importa" (7), para que así se desdoble como maleza, como color, como líquido que pueda posponer una vez y otra la caída de la que habla al abismo del olvido. En Té de jazmín tiempo y espacio se entrecruzan prestándose cualidades. El tiempo se limita a una tarde, la última tarde con él, pero los eventos se extienden en los espacios que se describen, y los tránsitos que los conforman. La tarde (recortado horizonte temporal) se llena de ramas creciendo, de hojas de té hinchándose, de la biografía de los sauces, del caudal de la lluvia, de las huellas. "Desovillo esa tarde recubierta de otras tardes y otras y otras más, / agolpadas se hinchan y ocupan el espacio de tardes que no fueron" (11). Así la realidad se ensancha; los espacios recorridos por ritmos o el tiempo adquiriendo forma y postura crean un universo donde todo puede ser sentido, un universo de sensación. Porque la sensación se potencia en el movimiento: espacio/tiempo, y aquí las cosas, los contornos de los árboles, la maleza, el té, la lluvia se mueven, ocurren, duran en el lenguaje obligando al tiempo a expandirse. En esa prolongación, numerosas sensaciones:

Las diferencias tenues, las historias construidas en la arena
que cayendo sobre sí formaba olas simultáneas, el oleaje de la arena
su composición misma, ya no importa (7).

La historia de arena cae en un instante, pero el lenguaje se detiene en las olas, hace más lenta su caída, penetra hasta el grano: más estable que la arena como conjunto, buscando alguna inmovilidad. Las historias van a perderse en la indiferenciación; es inevitable y por eso ya no importa, pero mientras duren en el lenguaje, continúan significando. Y es que todo sujeto se apega a su sujeción, a lo que provee significado; si ella se desprende de los objetos de su pasión, que el poemario nos presenta ordenados, ubicados, provistos de sentido, si permite que la geografía de la ciudad "territorio de lo ajeno que hicimos propio" y de lo cotidiano se destruya, si le permite a su cuerpo desplomarse en el abismo, el sentido se perderá y ella tendrá que hacerse sujeto de otro modo. Enfrentarse a la ruina, a lo indiferenciado y rescatar memorias, reconstruir y continuar viviendo. El apego y el miedo, afectos casi inseparables, son el esqueleto afectivo de Té de jazmín.
Trayectorias, mutaciones, procesos de crecimiento, lentos desmoronamientos, separaciones, caídas, vuelos; todo tipo de movimientos invaden el poemario creando una diversidad rítmica en el nivel de las imágenes que se completa en el ritmo del lenguaje. Pausado, tranquilo, conformado por frases y palabras largas, aleja la posibilidad de impactos, de sobresaltos y hace patente el proceso de expansión temporal. Las palabras parecieran desdoblarse y prolongar las frases hasta donde es posible, pero no se produce una sensación de apiñamiento, de acumulación sofocante por adjetivos o metáforas; se trata más bien de un ritmo perezoso que nos disuade de llegar a un final. "Esta música aletarga los extremos del cuerpo, / esta música contiene las señales (…)" (9) advierte la hablante, enseñando que el lenguaje, en su avance, es el que sostiene las imágenes, los objetos que habrán de propagarse. En coherencia con esto, toman importancia las cualidades de fluidez de las cosas, sus maneras de fraccionarse, de aglutinarse, de avanzar, por eso prima lo líquido sobre lo sólido, la luz sobre lo opaco, y aun así todos los atributos tienen el poder de devorar los espacios, las realidades estables. La que habla intenta anclarse, a través del pedal del piano que se liga a las notas. Intenta no dejarse mover, a pesar de la lluvia, del torrente que crece las plantas y se lleva todo.

Y yo resisto, atada a este peñasco, resisto.
Falta de motivos sigo ahí, tiesa soporto la lluvia,
sabiendo que importa nada repito esa frase, no importa,
mi cuerpo rodando por las piedras, todo derrumbe (18).

No importa: la voz se desafecta, se contrapone a la movilidad que le bulle alrededor y que por venir de la naturaleza, es imposible de justificar o de contener. Repetir las frases ayuda, pero la caída es irrevocable.
El espacio cotidiano y los objetos que lo habitan, que lo identifican como propio y no de otro, como interior y no exterior, se añora como refugio frente a la inestabilidad, pues lo cotidiano, eso que todo el mundo conoce, lo común, lo ordinario "nos da una sensación de confort; nos permite hacer ciertas predicciones sobre lo que pasará; es confiable" (Dumm, Thomas. A Politics of the Ordinary 1). En lo ordinario están nuestras certezas, lo construye cada uno con un orden propio que no responde a las restricciones impuestas sobre lo público, un orden que se conoce y que se puede hacer permanecer. Entramos en nuestra casa para protegernos del afuera, para ser nosotros mismos, no sólo en el espacio, sino en cada cosa con que hemos establecido una relación íntima. Cuando algo está mal, cuando la catástrofe nos atrapa, nos atamos a cualquier vestigio de lo ordinario que haya sobrevivido (Dumm). Así lo hace ella, la que habla, se aferra a la vista y la narración de los objetos que él ha abandonado "los bordes de los libros que florecen, los lápices despuntados / una taza oscurecida por dentro, tus papeles voraces comiéndose la mesa" (13). Desde allí recupera memorias de él y las puntas ya casi disueltas de experiencias, de sensaciones vividas juntos.
Incluso la ciudad, que se reconoce inmensa y ajena, se apropia de alguna manera, se hace privada en sus pequeñas fracturas para poder extraer de ella recuerdos que les pertenezcan, y que prolonguen el lazo ya roto en la realidad. Se trazan diversas vistas distantes, desde arriba, desde atrás y de cada vista se genera un recuerdo que la aproxima y la hace habitable por los momentos cotidianos y por su ritmo pausado:

La ciudad es inmensa, pero vista desde arriba,
exhibe breves tajos. Desde sus fisuras
emerge el sabor del té que bebimos lentamente
como si la respiración se fuera en eso, en beberlo,
hasta dejarlo enfriar bajo la sombra de un ciruelo silencioso,
un ciruelo que dibujado a pulso perdió su forma original (8).

Lo ordinario es, sin embargo, un refugio falaz porque así como el ciruelo, como la ciudad, los objetos y los espacios se comen unos a otros, se comprometen en mutuas transformaciones que hacen patente la imposibilidad de detener el cambio, el paso de la tarde, el final definitivo de la pasión. Ella observa la casa de él, una casa habitada de objetos naufragados, acuario que contiene pero que tiene en sí el potencial del cambio, el "anhelo impreciso de transformarse en un jardín" (14). El agua se propaga, inunda, obliga a nadar, y es la humedad lo que los separa, en ella naufragan las cosas y los sentidos que los unen. Entonces comienza otro proceso de entrecruzamiento y expansión del tiempo en el espacio, a partir del verde de la maleza que invade vorazmente. Todo sigue en movimiento, el verde avanza arrollador, rebasa la quietud a pesar de, a pesar de…, el verde es el abandono, la ausencia de los hechos humanos que daban sentido al espacio. “… la maleza finalmente es eso / un jardín excedido, un jardín conquistado por el abandono” .
Tras la toma de la casa por la maleza, que la concreta como jardín imposible, el tiempo de la tarde comienza a resquebrajarse. “Nuestro tiempo circular con la forma de los espirales / se entierra en el suelo, devorado por la maleza, se hunde, desciende” (21). Ella enfatiza cómo pudo haberse fijado mejor al peñasco, resistido, haberse recompensado con alguna quietud, una estabilidad, pero se deja llevar. Y de la inestabilidad llega a la conciencia de la devastación causada por la pasión que termina: “Los restos de tu mano imborrables también, / socavaron hondo y tapiaron desde adentro” (22). Ella se encuentra encerrada, así, en su horizonte, su geografía ya no hay relieves ni vida, “ni siquiera té o ciruelos, sólo una planicie, la apertura completa del paisaje / sugiere sus repliegues despoblados” (22). Todo está muerto, es un paisaje desafectado en el exterior, pero que es así solo para cubrir las hondas heridas interiores. Es necesario el abandono y una transformación. Con el cierre, la tarde finalmente puede caer. “la ciudad se cierra”. Ella ya no resiste. Hace un último intento, traza el mapa por el que él transita indiferente. Al final, la caída, su cara “calando el río, el barro que esconde el agua al final, sus olas turbias, / la suciedad radical envolviendo el anonimato del descenso” (23). Su trayectoria, que toma lugar a lo largo de la tarde, va de la resistencia al dejarse sentir, es el proceso momentáneo que lleva desde la ruptura hasta la realización del duelo.
Hoy, más que nunca, resulta difícil abandonar una pasión. El duelo deja un vacío afectivo porque allí las memorias y su carga de sentimiento y de sensación se van neutralizando, van perdiendo la textura o van siendo, como en Té de jazmín, consumidas por la humedad. Después de que todo se termina no hay más que incertidumbre, ya no está la realidad cotidiana, incluso el objeto de deseo ha desaparecido, no hay nada, no hay intensidad, y lo ordinario ha perdido gran parte de su sentido. ¿De qué asirse entonces? De qué asirse, sobre todo en esta época de inestabilidades prácticas, de trabajo escaso, de relaciones en continua reconfiguración y ritmos exagerados? Té de jazmín busca detenerse en un espacio/tiempo lleno de significados y de contenidos afectivos. En este gesto se refleja nuestro miedo contemporáneo a la incertidumbre y la inestabilidad, nuestro miedo al abandono, pero también la forma en que hemos convertido todos los espacios, incluso el espacio urbano, en espacios privados, en propiedades individuales que no pueden ser más que fragmentos o fisuras y entre los cuales se pierde la idea de la ciudad como territorio colectivo. Té de jazmín, así como otras obras poéticas y artísticas de Chile actual, nos habla sobre y desde el aislamiento a que nos somete –tan sutilmente– esta sociedad individualista. La ciudad está desolada y los flujos que la recorren, las presencias que acechan son luces, entidades temporales, objetos o plantas, no presencias humanas; los otros son escasos, la experiencia está fijada en lo ordinario. Lo ordinario como lugar de habitación y de enunciación se revela como el único instrumento disponible para romper el aislamiento dentro de una configuración social individualizada, porque, si bien lo ordinario es de cada uno, constituye también lo normal, lo común y lo que eventualmente podemos compartir con las personas que no conocemos, en tanto no tengamos otros ejes para la configuración colectiva.

Santiago de Chile, diciembre de 2010.

Lina X. Aguirre


Lina X. Aguirre (Bogotá, Colombia). Magíster en Literatura Latinoamericana, Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, doctor en letras en la Pontificia Universidad Católica de Chile y, actualmente, candidata a doctora en Literaturas y Culturas latinoamericanas en Ohio State University.

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